El 9 de abril de 1821 nació en París Charles Baudelaire. Ese mismo día nació la poesía moderna, esa que arranca de él como un caudal turbulento y se precipita con furia, a través de Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé y Laforgue, en el tumultuoso océano del siglo XX, del que poetas como Apollinaire, Rilke y Eliot destilarían los elixires más tóxicos y tentadores. Para celebrar tal acontecimiento, la editorial Nórdica reedita ahora esta joya literaria (un florilegio selecto de Las flores del mal) con magníficas ilustraciones de Louis Joos.
Las
flores del mal (1857) es el poemario seminal que engendra la sensibilidad
moderna. En À rebours (1884; mi
título en español favorito es Contra natura,
sugerido por Cabrera Infante en la edición de Tusquets de 1980, frente a los
más neutros o moderados Al revés y A contrapelo), el gran Huysmans convirtió
a Baudelaire en el poeta predilecto del excéntrico dandi y esteta absoluto Des
Esseintes, que no soporta la existencia diaria excepto si puede injertarle
algún artificio estimulante. A su vez, esta fascinante novela es el texto maligno
(el libro amarillo) que corrompe a
los estetas ingleses de El retrato de
Dorian Gray (1890) del no menos grande Oscar Wilde, completando así el
círculo vicioso de influencias decadentes originado por la cosecha maldita de Baudelaire.
Baudelaire encarna, como escribió Julien Gracq, la madurez consumada de la poesía y la cultura. Una cultura que alcanza la madurez histórica se expresa con la voz lírica de Baudelaire (“Tengo más recuerdos que si tuviese mil años”, declara el poema “Spleen”). Una poesía que logra sondear abismos del alma y el cuerpo que hasta entonces nadie imaginaba (“al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”, se lee en el poema “El viaje”). Simas del espíritu y la sensibilidad que la inteligencia ilumina y el lenguaje crea y recrea con la sonoridad de los versos y la belleza de las imágenes. En “Las joyas”, poema prohibido, donde la adorada amante del poeta se deja poseer desnuda conservando puestas sus joyas más preciosas, se alegoriza la alianza del sonido y la luz, el candor y la lubricidad, que define la poética erótica y paradójica de Baudelaire.
Baudelaire ostenta todas las máscaras contradictorias
de la poesía. Esta multiplicidad hizo que algún crítico hablara de la “doble
postulación” de la escritura de Baudelaire, su esquizofrenia entre el ideario romántico
y la tendencia barroca. El alma romántica (“La musa enferma”) lo fuerza a
identificarse con el albatros abatido, torpe en el suelo y majestuoso en el vuelo,
o con la profundidad del mar y sus tesoros imaginarios, o con la psique
atormentada que actúa como vampira de sí misma, o con el maldito repudiado por
la sociedad y la familia burguesas. Y también soñar con los paraísos perdidos de
la infancia, o con recostarse a la sombra del cuerpo descomunal de “La
giganta”, otro paraíso tentador y sensual, o con adormecerse en medio de una
orgía de cuerpos revueltos, embebido en fragancias artificiales y aromas
animales.
Mientras la lucidez libertina y la exuberancia barroca (Rubens, Rembrandt, Puget y Watteau son algunos de “Los faros” que lo alumbran en la noche poética) guían a Baudelaire en sus preferencias por la seducción y el artificio, el lujo y la sensualidad, el refinamiento en la depravación, el juego erótico, la apoteosis del ornamento, el maquillaje, la moda superflua, la frivolidad y la superficie mundanas. Baudelaire es el genial poeta de la vida moderna con todos sus contrastes e incongruencias, el primer escritor que percibió la sinestesia y las “correspondencias” como modos estéticos de conectar sensaciones inconciliables. Es imposible, al mismo tiempo, leer poemas como “La metamorfosis del vampiro”, “La carroña”, “Mujeres condenadas”, "Las letanías de Satán", "A una que pasa", "El Leteo", "A la que es demasiado alegre" o los ciclos de "El vino" y "Spleen", entre otros, sin sentir la deliciosa crueldad, sádica y masoquista, el humor negro, el ingenio sulfúreo y la ironía satánica de su autor.
Baudelaire ve la realidad con el desprecio sarcástico con que Don Juan, al abrazar su destino trágico, contempla el paisaje infernal
en el poema “Don Juan en los infiernos”: desafiando a los poderes divinos que
condenan la vida a la intrascendencia y los poderes diabólicos que la arrastran
a la perdición. Baudelaire y Nietzsche hacen buena pareja en la historia de la
cultura. Lo dionisíaco y lo apolíneo, tándem recuperado por el filósofo alemán
en sus
exploraciones de la cultura griega antigua, concuerdan a la perfección con las aspiraciones artísticas del visionario poeta francés,
como el Eros y el Tánatos freudiano.
El malditismo es otra máscara del mal que el poeta
ostenta ante la sociedad y la familia que lo desprecian por su vocación anómala.
No hay peor maldición, exclama la madre en el poema “Bendición”, que haber dado
a luz a un hijo poeta como Baudelaire. El matriarcado maléfico (Mater Lachrymarum, Mater Suspiriorum y Mater
Tenebrarum), que Baudelaire descubrió, sin sucumbir a las fantasmagorías
del opio, en la lectura apasionada de Thomas De Quincey (Suspiria
de profundis; 1845), expresa así todo el poder primigenio de las entrañas
para destruir a su débil criatura. Es negando ese terrible poder materno como
Baudelaire logra desvincularse de sus orígenes, invertir su fuerza y convertirla en poder
de creación alquímica del verbo y la sensibilidad.
Con afán provocador, el título original pensado por Baudelaire para el célebre poemario era Les lesbiennes (Las lesbianas), pero fue prohibido por la censura inapelable como lo fueron por sentencia judicial en 1857 (y excluidos de las primeras ediciones de Las flores del mal) los poemas amorales donde Baudelaire evoca sin tapujos, como Proust décadas después, el amor lésbico y a Safo, la sacerdotisa viril de ese culto venéreo (“la masculina Safo, la amante y el poeta”, del poema “Lesbos”), así como las floraciones secretas del sexo entre mujeres libres de la obligación de casarse y tener hijos (“Femmes damnées: Delphine et Hippolyte”, “Lesbos”). Antes que en la vida, Baudelaire había aprendido a admirar la oscura fascinación de estas mujeres malditas (las “heroínas de lo moderno”, como las llamó Walter Benjamin) en Balzac (La fille aux yeux d´or; 1835), Alfred de Musset (Gamiani; 1833) y Théophile Gautier (Mademoiselle de Maupin; 1835).
Lo bello baudeleriano repudia la primacía de lo natural y exalta lo artificial a las más elevadas cumbres del pensamiento y la creación. La imaginación suscribe, entonces, un pacto blasfemo y perverso con el más absoluto alejamiento de la naturaleza, esto es, con el mal. A su pesar, Baudelaire reveló el bucle infinito de la naturaleza y la cultura, la vida y el artificio.
Todos los paraísos son artificiales.
Excelente análisis de la obra de Baudelaire. Gracias.
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