viernes, 9 de abril de 2021

BAUDELAIRE ES EL PUTO AMO


Mais j´ai un de ces heureux caractères qui tirent une jouissance de la haine, et qui se glorifient dans le mépris. Mon goût diaboliquement passionné de la bêtise me fait trouver des plaisirs particuliers dans les travestissements de la calomnie. Chaste como le papier, sobre comme l´eau, porté à la dévotion comme une communiante, inoffensif comme une victime, il ne me deplairait pas de passer pour un débauché, un ivrogne, un impie et un assassin.

-Hypocrite lecteur, -mon semblable, -mon frère!

-Baudelaire-

[El 9 de abril de 1821 nació en París Charles Baudelaire. Ese mismo día nació la poesía moderna. Para celebrar tal acontecimiento, la editorial Nórdica reedita ahora esta joya poética (una antología de Las flores del mal) con magníficas ilustraciones de Louis Joos y la brillante traducción de Carmen Morales y Claude Dubois. Recupero este antiguo post para celebrar hoy el bicentenario de Baudelaire. En unos días publicaré un texto sobre Las flores del mal para proseguir con la celebración...]


Este magnífico libro de Roberto Calasso (La Folie Baudelaire, Anagrama, 2011), por su misma concepción, no es exactamente un libro, o no funciona sólo como tal. Por el fetichismo de sus citas y referencias, la riqueza de sus percepciones y la viveza informativa que transmite, más parece un abarrotado gabinete de coleccionista, una biblioteca bohemia de proporciones infinitas, una galería virtual de imágenes y palabras extraídas de un desván prodigioso donde se atesoran como riquezas insólitas de una cultura quizá en trance de desaparición.
Como lector entusiasta, uno pasea por estas salas repletas de cuadros y libros con la misma excitación recreativa y la misma morosa lentitud con que el flâneur de Baudelaire recorría, con o sin la asistencia de una tortuga para medir la velocidad del paso, las galerías comerciales de su tiempo, impregnándose de las imágenes y las sensaciones que prodigaban en masa los fastuosos escaparates, las mercancías expuestas y la multitud bulliciosa de los transeúntes. Con razón dice Calasso que la lectura de Baudelaire no es, ni fue nunca, una mera experiencia literaria. Antes bien, la incorporación íntima de un nuevo sistema nervioso, una nueva sensibilidad refinada por los estímulos y tentaciones del abigarrado mundo moderno. Esta lección estética, inscrita en otro nivel de vida, sigue intacta hoy, en una época donde el espacio urbano expandido y la dimensión mediática que le sirve de proyección publicitaria hacen del mundo una gigantesca galería comercial de efectos estupefacientes sobre la sensibilidad.
En otro sentido, la poderosa corriente eléctrica que magnetiza el enciclopédico contenido del libro la suscita el encuentro de dos textos significativos en el núcleo de su trama intelectual. El cruce de visiones cifradas en esos textos produce, a pesar de su estratégico alejamiento, una fuerte imantación. Me refiero al escabroso sueño epistolar de Baudelaire, de un lado, y, de otro, a la única reflexión crítica que Sainte-Beuve, la encarnación paradójica del árbitro literario en su faceta más odiosa y necesaria, dedicara a Baudelaire cuando éste, en un gesto de audacia inaudita, se atrevió a presentar su candidatura a la Academia. Es como si se nos diera la oportunidad narrativa de ingresar en el mismo mundo por diferentes puertas, focalizando la mirada en protagonistas distintos, produciendo un efecto de perspectiva estereoscópica alucinante. Calasso, por su parte, enmarca esas perspectivas desde una posición omnisciente que ensancha la visión hasta hacerla global. Esta prismática superposición de puntos de vista es uno de los grandes aciertos “cinematográficos” del libro.
El decadente mundo de Baudelaire, ese mundo de todos y de nadie, solitario y a la vez promiscuo, ese burdel literario de criaturas de perdición, es contemplado así desde la experiencia interior del poeta, tenebrosa y atormentada, y desde la externa del crítico, distante y fascinada. En el relato onírico e irónico de Baudelaire, precursor de Kafka en unas cosas, de Lynch y de Cronenberg en otras, se representan, como en un jeroglífico autobiográfico, todos los traumas, complejos y debilidades de un artista ambicioso y original que no veía reconocida la grandeza de su espíritu y sensibilidad (ni siquiera por los 260 lectores que componían el público literario francés en aquella época, según declara, no sin ironía, el arriesgado editor de Les Épaves en la nota de advertencia que precede a este volumen de 1866, donde se incluyeron todos los poemas “del Mal” condenados por la censura en 1857). En la crítica de Sainte-Beuve, en cambio, encontramos esa fecunda combinación de aprecio y desprecio, atracción y rechazo, que permite aquilatar el valor singular de una obra en relación con su tiempo, desde luego, pero también con esa posteridad artística a la que Baudelaire aspiraba con todo merecimiento.
Por otra parte, otro gran mérito del libro consiste en lograr comunicar entre sí, alterando la línea cronológica, a artistas y escritores que formaron parte de la “ola Baudelaire”. Esa onda tempestuosa, perceptible en la prosa, la poesía y la pintura de todo un siglo, se comunica a su vez con los contemporáneos de un tiempo como el nuestro donde la literatura ya no ocupa el lugar central en la cultura, ni como experiencia espiritual ni como valoración estética. Con este inteligente ejercicio de comunicación a múltiples bandas, Calasso sabe conectar a todos los que aprendieron sus lecciones con Baudelaire y a este espíritu gigante con todos sus cómplices creativos, incluidos algunos que no supo entender, como Ingres, o no pudo conocer y se lo deben casi todo, como Rimbaud, Lautréamont y Laforgue (¿y por qué no Eliot, saltando de lengua y de época? Sin Baudelaire y sin Laforgue, uno de sus grandes discípulos, no existirían esas maravillas seminales que se llaman La canción de amor de J. Alfred Prufrock y La tierra baldía, donde, por cierto, la broma infinita baudeleriana sobre la mascarada moral de la lectura aparece muy bien integrada en el irónico dispositivo de citas y fragmentos del poema).
De ese modo, las lúcidas palabras de Proust, otro discípulo indiscutible como luego Gracq, escritas muchos años después de la muerte de Baudelaire, invierten el designio del giro fundamental que la literatura dio, a mediados del siglo diecinueve, gracias al impulso libidinal y la energía maléfica del autor de Las flores del mal, para instalarla al fin en su corazón más luminoso: “la verdadera vida, la vida al fin descubierta e iluminada, la única vida en consecuencia plenamente vivida, es la literatura”.

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