martes, 25 de junio de 2019

IRONIZO, LUEGO EXISTO


[Santiago Gerchunoff, Ironía On, Anagrama, págs. 78]

Ponerse en modo irónico implica al menos tres operaciones, no tan fáciles como se suele creer. Primero tomar distancia respecto de lo que uno quiere decir, luego comprender la desviación entre lo que uno pretende decir y lo que dice realmente, y, por último, aceptar que ese deslizamiento de sentido es lo que finalmente queremos decir. Así se entiende la literatura y cualquier otro discurso que admita la divergencia entre el enunciado de la opinión y la formulación con pretensión cognitiva de verdad. El sujeto discursivo utiliza la ironía para marcar su impronta en un lenguaje que solo posee de manera pasajera y sobre el cual se desplaza sin control sobre la dicción ni sobre el contenido. El estilo se vuelve irónico al asociarse a los intereses de un individuo que afirma así su identidad frente a la dimensión colectiva del lenguaje.
Cuando se aplica a redes sociales y lugares de intercambio masivo de opinión e información, con múltiples emisores y un ruido emocional que distorsiona la percepción correcta del mensaje, esta cuestión se vuelve mucho más complicada. No es tan evidente, como defiende Gerchunoff, que la conversación pública de masas sea irónica por definición. El modo irónico del discurso es demasiado despegado como para ajustarse a una recepción multitudinaria que persigue el aplauso y el consenso. En principio, la comunicación dominante en internet sería la crítica a la actualidad y la disconformidad respecto de opiniones expuestas por emisores situados en un nivel superior, figuras notorias del periodismo, la política o las artes, antes que el diálogo racional entre iguales.
En este sentido, es acertada la estrategia de Gerchunoff de remontarse al ágora griega, la primera reconocida como democrática, a pesar de sus graves defectos (la esclavitud y la negación del voto femenino), para verificar el vínculo profundo entre ironía y democracia. En Grecia nació, de hecho, el personaje teatral del “eiron” que se enfrenta sobre el escenario a la fatuidad del “alazon” con la intención paródica de desinflar su arrogancia e ínfulas. A partir de ahí, se gesta la idea de la ironía como forma de higiene social con la que se purifica el régimen de la expresión o la conducta de cualquier exceso e inflación ególatras. Con la pugna dialéctica entre la ironía socrática y la ironía sofista como momento supremo. Hay en la ironía, como sostiene Gerchunoff, una tendencia a ser interpretada como reivindicación de la humildad y la modestia, como reacción contra la petulancia o agresividad pretenciosa de los discursos del otro, y a valorarla, por consiguiente, como técnica verbal para restablecer el equilibrio político entre lo público y lo privado.
Como enseña Paul de Man, la ironía es el estilo retórico de la literatura, consciente o inconsciente, según los autores. Desde el romanticismo, la ironía es el atributo elitista del sujeto moderno que aspira a singularizarse a través del pensamiento agudo y la palabra ambigua. En la era digital, con las masas deseando singularizarse como colectivos expresivos en un contexto mediatizado, la ironía cumple una función histórica que los críticos conservadores temen por sus efectos corrosivos y los progresistas celebran por su función democratizadora. El extraño caso de David Foster Wallace, comentado por Gerchunoff, adquiere aquí una relevancia trágica. Cuando los medios masivos, la publicidad y la cultura popular imponen el imperativo irónico como rasgo esencial para habitar el espacio democrático, la reacción lógica consiste en recurrir al antídoto más anticuado: la seriedad moral. Este es el dilema crítico en que la cultura contemporánea se encuentra varada. La solución es seguir ironizando. Hasta el límite de nuestras fuerzas.

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