domingo, 29 de julio de 2018

ESE OSCURO DESEO DE BUÑUEL




[Hoy se cumplen treinta y cinco años de la muerte de Luis Buñuel. Valgan estas reflexiones personales como reconocimiento a la influencia seminal (intelectual y creativa) de su cine sobre mí.]

Antes, estaba el ojo, el ojo cualquiera, programado, puritano, ciego y muerto de un navajazo. Y luego nació un nuevo ojo y, con él, una nueva mirada sobre el mundo, la de un cineasta que ha intentado operarnos de una catarata crónica.

-Jean-Baptiste Thoret-


Sobre Buñuel, tan diseccionado como malentendido por cierta crítica perezosa, sólo apuntaría que es el cineasta que menos respeto ha demostrado, desde sus comienzos, por el modelo narrativo convencional como consecuencia del escaso respeto que muestra en todas sus películas y en sus opiniones a los modelos morales mayoritarios (los extraídos de los códigos maniqueos y judeocristianos tanto como de los códigos modernos de la creencia en el progreso y los derechos humanos, por no hablar de los establecidos por la estupidez humana, la cualidad más hostil a su cine junto con la seriedad dogmática). La secuencia final de Tristana, cuando la muerte de Don Lope descompone el sistema narrativo decimonónico (galdosiano) de la trama (invirtiendo el orden cronológico de los planos y los tañidos fúnebres de la banda sonora), es la más evidente exposición de sus corrosivos efectos e intenciones. Un cineasta formado en la lectura de Sade y Lautréamont no podía sino ofrecer un cuadro sulfúreo del orden social y las relaciones humanas. Si sólo fuera por esto, ya Luis Buñuel ocuparía para mí el pináculo de un arte como el cinematográfico tan supeditado habitualmente, incluidas muchas de sus muestras más brillantes, a los imperativos del conformismo y la servidumbre a la mediocridad. Para hacerse una idea de la amplitud de su talento, ofrezco una lista de películas imprescindibles de Buñuel (aunque ninguna de las otras me produzca indiferencia o desprecio). Sin ellas, mi concepción del cine, como equivalente estético de la literatura o las artes plásticas, no sería en absoluto la misma.

Las doy en orden cronológico para no desvirtuar su importancia individual:

Un perro andaluz
La edad de oro
Él
Ensayo de un crimen
Viridiana
El ángel exterminador
Simón del desierto
Belle de Jour
La Vía Láctea
Tristana
El discreto encanto de la burguesía
El fantasma de la libertad
Ese oscuro objeto del deseo


            Se echarán en falta en esta lista esencial Tierra sin pan, Los olvidados y Nazarín, sobrevaloradas por muchos beatos buñuelianos a causa de su supuesto realismo, para mí son logros parciales que cuentan con secuencias magníficas e ideas ingeniosas, pero no llegan a la altura estética e intelectual de estas otras películas. En todas ellas se contiene el específico del cine de Buñuel con unos grados de pureza e intensidad irrepetibles: la mirada penetrante sobre la naturaleza humana, el sentido del humor omnipresente, la insolencia y la falta de respeto generalizada, el dispositivo estético más imaginativo. En este sentido, El ángel exterminador, El discreto encanto de la burguesía y El fantasma de la libertad son auténticos manuales de instrucciones sobre el funcionamiento del orden social. Y El fantasma, en particular, supone, además de una burla ofensiva del ideal humano más inalcanzable (la libertad), la taxonomía gramatical más sistemática de la arbitrariedad de los signos sociales puesta en imágenes por un lingüista perverso.

Belle de Jour y Ese oscuro objeto del deseo, por si fuera poco, se cuentan entre las películas más eróticas de la historia, aquellas que han abordado el erotismo y la sexualidad humana del modo más desinhibido y lúcido; mientras Los ambiciosos y Susana, carne o demonio, son dos piezas menores sobrecargadas de erotismo fetichista y malicia sexual gracias al tratamiento naturalista que Buñuel concede a sus actrices respectivas (la seductora María Félix y la "diabólica" Rosita Quintana). Y es que otro de los indiscretos encantos de Buñuel radica, precisamente, en esta insinuante presencia de lo femenino, como encarnación del deseo dentro y fuera de la pantalla, entre los múltiples monstruos (masculinos) de su áspero cine. Además de las citadas, la nómina de actrices es extensa y variada: Lia Lys (La edad de oro), Katy Jurado (El bruto), Lilia Prado (Subida al cielo), Estela Inda (Los olvidados), Miroslava Stern (Ensayo de un crimen), Silvia Pinal (Viridiana, El ángel exterminador y Simón del desierto; para mí, la neumática Pinal es la número uno, ex aequo con Deneuve, de la galería buñueliana de actrices), Lucía Bosé (Cela s´appelle l´aurore), Simone Signoret (La muerte en ese jardín), Jeanne Moreau (Diario de una camarera), Key Meersman (La joven), Catherine Deneuve (Belle de Jour y Tristana), Stephane Audran (El discreto encanto de la burguesía), Angela Molina y Carole Bouquet (ambas, como cara y cruz del deseo, reverso y anverso de la misma mujer fatal, en Ese oscuro objeto del deseo). Como se puede ver, el corpus cinematográfico de Buñuel es el más erotizado y no sólo el más transgresor y subversivo de la historia.

No pocos críticos y espectadores, de los considerados estilistas, se impacientan con las negligencias técnicas de Buñuel, mientras alcanzan el éxtasis reverente con directores de mundos tan limitados y valores morales tan chapados a la antigua como Ford o Capra. La respuesta, como tantas otras veces, la tiene Hitchcock, que siempre admiró a Buñuel por su ingenio fílmico, pero estos cinéfilos de sacristía no se atreven a preguntarle por miedo a descubrir la verdad de su error. La supuesta informalidad de Buñuel es la patente manifestación de que los moldes narrativos que violentaba con sus postulados le quedaban exiguos (como muestra el ejemplo de Tristana mencionado más arriba). Es la entera tecnología narrativa que nace de Griffith y se apodera de la totalidad del cine (con su moralina suplementaria: Las dos huerfanitas o Lirios rotos como paradigmas de una defensa ingenua de la castidad femenina que habría hecho reír a carcajadas al Sade de Justine, y acarreó la condena hipócrita de Stroheim tras perpetrar las orgías mundanas de Esposas frívolas, La viuda alegre o Merry Go Round), la que sería corrompida por la mirada libertina de Buñuel a fin de hacer pasar en ese formato más o menos convencional una visión iconoclasta del mundo que, un siglo antes, sólo habría sido posible expresar en la literatura más atrevida o en la filosofía más intempestiva.

martes, 24 de julio de 2018

SEXO ORACULAR



De todos es sabido que los hombres cosifican a las mujeres. Pero ninguna de nuestras evaluaciones de pechos y piernas de las féminas puede compararse con el frío cálculo de una mujer en el mercado del semen. 

-J. Eugenides, "Jeringa de cocina"-

 [Jeffrey Eugenides, Denuncia inmediata, Anagrama, trad.: Jesús Zulaika, 2018, págs. 315]

Las vírgenes suicidas cumple veinticinco años y esta excelente recopilación de diez relatos, publicada mientras Eugenides afronta la tarea hercúlea de escribir su cuarta novela, permite evaluar el designio original de su obra con una perspectiva panorámica.
Un sector de la crítica anglosajona señala que el dinero es el motivo recurrente de la literatura de Eugenides. En mi opinión, sin negar la importancia de la economía en el diseño de sus tramas, el gran tema de Eugenides, haciendo un guiño a su apellido griego, es el sexo, aunque solo aparezca de refilón en sus historias, como suplemento a la vida racional de sus protagonistas, gente de clase media enfrentada a dilemas que la especie humana conoce y padece desde los orígenes de la cultura. En sus ficciones, el sexo entra por las ventanas, como un intruso, por más que sus personajes les cierren las puertas con llave y candado si hace falta. 
En su magistral trilogía novelesca (Las vírgenes suicidas, Middlesex y La trama nupcial) completa un ciclo fascinante que replica las estaciones mentales de un (im)posible viaje a la madurez sexual de la especie. El gen de Eugenides, o el principio genético de su narrativa: desde el primitivo tabú de la virginidad y sus agresiones y transgresiones sociales, o la dudosa poesía intersex y sus perversiones prosaicas, hasta la prosa conyugal desengañada y más, mucho más allá.
El sexo no es, por supuesto, la representación del sexo, pornográfica o no, sino la sexualidad humana, la división en géneros incompatibles, la urgencia del deseo erótico y la pulsión genuina de reproducirse, la genética egoísta y las miserias del afecto y el sentimiento, el simulacro del amor y los ceremoniales colectivos que conjuran la atracción carnal entre cuerpos y la hacen socialmente aceptable y útil. En esto, Eugenides es extraordinario. No existe otro escritor comparable en agudeza y sensibilidad, ingenio e inventiva narrativa, así como en expresión de emociones y sensaciones.


Eugenides estudió en la Universidad de Brown, donde aprendió con el maestro Jack Hawkes todo lo que necesita conocer un discípulo sobre la literatura y la vida para poder hacer una contribución significativa a la historia de su arte. En esa prestigiosa universidad debió entrar en contacto con las avanzadas teorías científicas de Anne Fausto-Sterling sobre la multiplicidad sexual, y familiarizarse, de paso, con las tesis neodarwinistas de Richard Dawkins. Muchos de los relatos más logrados de esta colección demuestran que sus torturados personajes, antes o después de experimentar conflictos financieros, deben afrontar los rituales iniciáticos del sexo, sus trampas mentales y desafíos afrodisíacos.
“Jeringa de cocina” (1995), escrito después de Las vírgenes suicidas, escenifica los problemas de una cuarentona italoamericana para ser madre cuando ya ha realizado sus propósitos profesionales y decide organizar una fiesta de inseminación en su apartamento durante la que un donante seleccionado depositará su semilla en una taza. El narrador es un antiguo amante y la ironía sobre la masculinidad está servida desde el título (ver cita más arriba). “La vulva oracular” (1999), un relato perturbador y polémico, precursor intelectual de Middlesex (2003), su exitosa segunda novela, es de lectura obligatoria hoy. Un supuesto experto en los misterios genitales de la intersexualidad ve refutadas sus teorías culturales no solo por una rival potente sino por las prácticas ancestrales de una tribu guatemalteca donde la escisión de los sexos es radical (hombres y mujeres viven separados en chozas distintas dentro del poblado) y los futuros hombres se vigorizan durante la infancia y la adolescencia mediante orgiásticas ingestiones de semen.
Y dos relatos más recientes, “Buscad al malo” (2013), sobre la imposibilidad ontológica de la pareja y el matrimonio vista desde la perspectiva del miembro masculino, y “Denuncia inmediata” (2017), sobre la falsa violación de una menor y la corrección política como nueva conciencia colectiva o tribunal social, revelan una vez más cómo la fascinante narrativa de Eugenides extrae toda su fuerza del laberinto hipermoderno del Eros. La serenidad espiritual que transmite otro gran relato de la serie (“Correo aéreo”; 1996) se relativiza cuando el lector recuerda que su ascético héroe (Mitchell Grammaticus) es el pretendiente fallido de la protagonista de la última novela de Eugenides (La trama nupcial; 2011), donde la complejidad sentimental de las relaciones, el desencuentro sexual y el devenir de la vida alcanzan un éxtasis irrepetible.

viernes, 20 de julio de 2018

FOTOGENIA



[Publicado en medios de Vocento el martes 17 de julio]
           
Si las cámaras no te quieren, no existes. Si las cámaras te adoran, eres un dios o una estrella. Como Cristiano Ronaldo, que se considera una belleza atlética y se divorcia del Real Madrid, me sugiere una amiga maliciosa, para iniciar una carrera de modelo o de empresario de marcas de moda más cerca del Olimpo milanés. En el futuro, tendremos acceso a la cara y el cuerpo de nuestros deseos. Mientras tanto, nos toca lidiar con el diseño genético que nos han endilgado. Los humanos hemos vivido siempre prisioneros de la imagen del espejo, pero en este siglo padecemos la dictadura de la imagen en la pantalla. Si no tienes buena imagen, o no sabes gestionarla, lo tienes crudo. Basta con ver a Juncker tambaleándose ebrio a la salida de la cumbre atlántica y sostenido por sus abochornados colegas para diagnosticar lo que no funciona en la UE sin necesidad de preguntarle a Trump, que pasa por su lado con mirada de asco cogido de la mano de la dulce Melania. Europa va tan mal que hasta el Brexit es un fiasco.
En España, pese a la penosa imagen del Mundial, todo va bien. Tenemos a Pedro Sánchez, el campeón de la imagen cosmética. Sánchez es la envidia europea, ahora que Macron evidencia sus déficits. Fotogénicos o no, los políticos socialistas siempre sabían dónde estaba el objetivo de la cámara y desde qué ángulo afrontarlo con éxito. Pero Sánchez supera a sus precursores. Y lleva un mes gobernando a golpe de imagen. Una gestión estética de signos es más eficaz como mensaje político que todo el ruido parlamentario. Aquí sus contrincantes fracasan. Las primarias populares dieron una imagen terrible. Por más vídeos irónicos que difundan, el pugilato entre candidatos incompatibles es menos vibrante que el beso de Mario Casas y Blanca Suárez en plena caravana del Orgullo Gay. Ciudadanos lo lleva peor. El fármaco antiinflamatorio administrado por el líder socialista en Cataluña los ha desinflado. Cuando Sánchez convoque elecciones, Rivera e Iglesias se miraran a la cara con estupor preguntándose qué hicimos mal. La supresión de la “tasa rosa” es la ocurrencia suprema del gabinete quirúrgico del doctor Sánchez. Mis amigas feministas no entienden aún si es un guiño frívolo al colectivo o una estrategia para atraer el voto milenial, tan combativo contra la manada machista.
Mi padre, francés antimonárquico, decía siempre que al rey Borbón solo lo movían el bolsillo y la bragueta. No en ese orden. El pueblo español concedió durante tres siglos lujos y privilegios a una dinastía parasitaria que nuestros inteligentes vecinos no tardaron en destronar. El descrédito actual de la imagen de marca de la monarquía, más allá de los escándalos sexuales o financieros, tanto monta, confirma con cinismo lo que muchos encubrían. Cuál era el precio real de la democracia.

martes, 17 de julio de 2018

REALISMO IMPOSIBLE



[Fredric Jameson, Las antinomias del realismo, Akal, trad.: Juan Mari Madariaga, 2018, págs. 368]


In the postmodern, where the original no longer exists and everything is an image, there can no longer be any question either of the accuracy or truth of representation, or of any aesthetic of mimesis either. Deleuze “puissance du faux” is a misnomer to the degree that, where the true is ontologically absent, there can be nothing false or fictive either: such concepts no longer apply to a world of simulacra, where only the names remain, like time capsules deposited by aliens who have no history or chronology in our sense in the first place. [En la posmodernidad, donde el original ya no existe y todo es imagen, ya no puede haber ninguna pregunta sobre la exactitud o veracidad de la representación, ni sobre cualquier estética de mímesis. La “potencia de lo falso” de Deleuze es un nombre inapropiado en la medida en que, donde lo verdadero está ontológicamente ausente, tampoco puede haber nada falso o ficticio: tales conceptos ya no se aplican a un mundo de simulacros, donde solo permanecen los nombres, como cápsulas del tiempo depositados por extraterrestres que no tienen historia o cronología en nuestro sentido, en primer lugar.]

-Fredric Jameson, Las antinomias del realismo- 

          Como todos los grandes libros, este ofrece dos modos de lectura complementarios. Uno, más horizontal, tratando de abarcar el ambicioso arco temporal trazado por su discurso, desde el siglo diecinueve hasta comienzos del veintiuno. Otro, más vertical, disfrutando a fondo del placer de sumergirse en cada capítulo del libro en busca de tesoros escondidos entre sus abarrotados anaqueles. 
No es la primera vez que Fredric Jameson, el mayor teórico literario y analista cultural de los últimos cincuenta años, se enfrenta a su temática preferida: el realismo. Ya lo hizo en importantes libros anteriores como El inconsciente político (1989) y en ensayos específicos repartidos por su inmensa bibliografía (ver, por ejemplo, como uno de los más logrados y extensos, "The Existence of Italy" incluido en la segunda parte de Signatures of the Visible). Pero sí es la primera vez en que lo aborda desde una perspectiva renovadora donde influye menos la matriz marxista, esencial a su pensamiento dialéctico, y donde la aguda inteligencia de la cultura posmoderna le proporciona una visión menos sesgada y más contemporánea del tema.
El título lo dice todo, pero el prólogo avisa a los lectores que esperen encontrar en este magnífico tratado una justificación estética de la novela realista en nuestro tiempo. En las dos partes asimétricas del libro, Jameson no solo se propone analizar las grandezas y miserias del realismo decimonónico, y validar su importancia histórica, sino revisar y corregir las teorías antagónicas de maestros como Eric Auerbach, Mijaíl Bajtín o György Lukács.
Al principio de todo, está la problemática historia de amor entre la realidad y la novela de la que nacería un hijo adulterino llamado “novela realista”. Sus primeras muestras logradas, como Balzac, marcaron una pauta de registro notarial de la sociedad burguesa que solo se consumaría cuando sus seguidores refinaron el estilo con que representar las nuevas experiencias de aquella época. Si Zola y Flaubert representan la cúspide del realismo decimonónico es por su poderío al afrontar, con innovadora técnica narrativa y lenguaje hipersensible, las patologías, grietas, derivas, pasiones y pulsiones destructivas de un mundo, como el burgués, que se creía perfecto y eterno.
En Zola, subraya Jameson, la ficción experimental capta la pluralidad de los afectos de una manera inédita, produciendo en cada novela una exuberante descripción de las vivencias corporales de todos los estratos sociales, prestando especial atención a las clases excluidas. En este sentido, es significativa para la literatura española la reivindicación del menospreciado Galdós y de una de sus novelas menos estudiadas y representativas (La de Bringas) dentro de sus Novelas contemporáneas. Jameson valora en la obra de Galdós su inteligencia para capitalizar, en su condición de realista tardío, los éxitos artísticos de sus antecesores y llevarlos más lejos, democratizando el protagonismo de los personajes en sintonía con la tendencia igualitaria de la sociedad española.
El fin del realismo, como señala Jameson,  coincide con el momento de su realización suprema, cuando Joyce logra fundir la estética realista de Flaubert y la sensibilidad naturalista de Zola con el vanguardismo del siglo veinte al escribir la grandiosa Ulises (1922). Desde entonces, el realismo se disipa como narrativa en crisis y es suplantado por formas falsas de representación de la realidad que se autodenominan “realistas”, o por formas convencionales de la cultura de masas que fingen tener contacto auténtico con la realidad, o con la historia, aunque solo reproduzcan sus estereotipos y clichés.

Como diagnostica Jameson, en la situación actual el realismo se ha enredado en sus propios bucles lógicos y el espejo mágico de Stendhal, roto en mil pedazos y sus fragmentos diseminados a lo largo de un camino largo y tortuoso, apenas si refleja su misma inexistencia o la inconsistencia de la realidad: “Si es verdad social o conocimiento lo que queremos del realismo, pronto descubriremos que lo que obtenemos es ideología; si buscamos belleza o satisfacción estética, rápidamente descubriremos que tratamos con estilos obsoletos o con pura decoración (si no distracción). Y si buscamos historia -ya sea historia social o historia de las formas literarias- entonces nos enfrentamos con preguntas sobre el pasado e incluso sobre el acceso a él que, por incontestables que sean, nos llevan mucho más allá de la literatura y la teoría y parecen exigir un compromiso con nuestro propio presente”.
En el último capítulo, el más instructivo y valioso de todos, Jameson pone a prueba su pensamiento sobre la literatura al analizar un artefacto novelesco tan complejo, prodigioso y fascinante como El atlas de las nubes (2004), de David Mitchell, a fin de postular una solución a las antinomias literarias de nuestro tiempo mediante una síntesis dialéctica de realismo posmoderno, polifonía narrativa, relato historicista y ciencia ficción. La novela histórica del presente debería incluir en su proyecto narrativo la visión del futuro que dicho presente ya presiente, como una maldición inscrita en su devenir.

martes, 10 de julio de 2018

PURO TEATRO



[Daniel Gascón, El golpe posmoderno. 15 lecciones para el futuro de la democracia, Debate, págs. 203]

Vivimos tiempos de pequeñas y grandes farsas, en la política y fuera de ella. Tiempos de falsedad y falsarios. Nuestros antepasados se chuparon todas las tragedias y a nosotros nos dejaron los restos. Ellos conocieron guerras, dictaduras, revoluciones, hambrunas, persecuciones, cárceles, masacres. Y nosotros, la farsa. Revoluciones clónicas, capitalismo espectacular, guerras de videojuego, relaciones cibernéticas, dinero virtual, políticas en holograma, dígitos estadísticos. Ya lo predijo Marx. La historia siempre llama dos veces. La primera ocurre como tragedia, la segunda se repite como farsa. En la sociedad del espectáculo capitalista, como la tildan los debordianos, la lógica que confunde lo real y lo virtual, lo verdadero y lo falso, genera conflictos sociopolíticos como el independentismo catalán.
El título de este excelente ensayo es muy acertado y abre múltiples frentes de reflexión. Si el proceso soberanista, en su pretensión ilegal de fundar una república independiente sobre un territorio sin el consentimiento de la mayoría de la población, es identificable como golpe de estado, la estrategia para realizarlo y, sobre todo, las maniobras mediáticas e institucionales con que se ha gestado tal gesta, responden más bien a presupuestos posmodernos: es decir, propios de una situación donde el dominio del simulacro se ejerce sobre todos los niveles de la realidad. Como apunta Gascón, se trataba de un plan político diseñado para ganar siempre: si triunfaba, la simulada revolución catalanista celebraría su éxito con fuegos artificiales; si no, se limitaría a disimular su fracaso escénico, denunciando la obtusa cerrazón del maligno Estado español.
En pleno proceso de globalización, el nacionalismo es una secuela y un problema. Una secuela, ya que el énfasis en las regiones y la exaltación localista son respuestas geográficas a ese proceso estandarizado. Y un problema, desde luego, porque amenaza la estabilidad de naciones modernas, como España, con tensiones inútiles que terminan dañando sus intereses en el contexto global. Gascón recuerda que la necesidad de marcar diferencias en el escenario mundial o continental fomenta una peligrosa involución, como sucedió en Cataluña desde Pujol en adelante, con la promoción cultural de rasgos identitarios como anclaje de intereses políticos espurios. Exige mucho ingenio ideológico limpiarle la caspa oculta bajo la boina al ideario nacionalista y reconvertir la antigualla del catalanismo en mercancía guay para jóvenes desesperados.


En una democracia, el vaciamiento ideológico es la regla principal que permite a los partidos incorporarse al juego parlamentario. El sistema democrático favorece, en su lugar, la gestión y manipulación de la imagen, el gesto, la narrativa y la retórica como instrumentos publicitarios de la acción y la convicción políticas. En el mundo posmoderno, del que el fenómeno del secesionismo catalán es un paradigma negativo y no una demostración de política avanzada, todo participa en el mismo grado teatral de la simulación y la impostura. Así, la farsa dialéctica domina el discurso mediático sobre Cataluña con sus maniqueísmos, falacias, espejismos y antinomias. Algunos ejemplos flagrantes: España es un país franquista y Cataluña una república progresista; el desprecio a los españoles no es racismo sino crítica reformista o “nacionalismo esencialista” (Enric Juliana dixit); el catolicismo ultramontano y supremacista de Torra o Junqueras es bendecido por la izquierda republicana; Arrimadas, Valls y Rivera son el neofascismo personificado mientras el torvo racista que ahora preside la Generalitat es un santo varón que encomienda a diario su alma demócrata a la Moreneta; etc. 
La exhaustiva revisión de los disparates y delirios del independentismo se tiñe de amargura cuando se refiere a medios informativos extranjeros. Muchos grandes periódicos e importantes canales de televisión occidentales, como denuncia Gascón sin complejos, han comprado la versión falsificada de los líderes secesionistas con una facilidad sospechosa. Y este no es tanto un problema posmoderno como una distorsión moderna. Estos periodistas internacionales no reconocen los logros modernizadores de la democracia española, como demuestran también los juristas europeos que han rechazado los autos chapuceros de Llarena, y se creen las insidias nacionalistas sobre una España atrapada en el bucle vicioso de una historia esperpéntica.
No cabe duda de que el proceso independentista suscribe ciertas tendencias superficiales del programa posmoderno, como explica Gascón. Pero lo hace de un modo paradójico: como expresión política del fracaso moderno y del dudoso encaje de cualquier proyecto nacionalista en un contexto global que lo repele por definición. Como bien señala Fredric Jameson, uno de los grandes analistas de la posmodernidad: “en la globalización no hay culturas sino solo imágenes nostálgicas de culturas nacionales; en la posmodernidad no podemos apelar a los fetiches de una cultura nacional o de una autenticidad cultural. Nuestro objeto de estudio es más bien la disneificación, la producción de simulacros de culturas nacionales, y el turismo, la industria que organiza el consumo de esos simulacros y de esas imágenes y espectáculos”.
En definitiva, El golpe posmoderno es un ensayo incisivo y clarificador, cuyas inteligentes conclusiones trascienden el grotesco episodio nacionalista y sus símbolos, imágenes y clichés de un catalanismo (doblemente) difunto.

viernes, 6 de julio de 2018

TABERNÁCULO

 [William Faulkner, Santuario, Debolsillo, trad.: José Luis López Muñoz, 2017, págs. 352]

Quizá muramos en ese instante en que nos damos cuenta, en que admitimos, que el mal tiene una estructura lógica.

-William Faulkner, Santuario-


Si confeccionáramos una lista exhaustiva de las transgresiones y violaciones de tabúes cometidas por esta obra maestra de Faulkner, veríamos que su perspectiva implacable sobre la naturaleza humana, su radiografía clínica del mal incurable, su carencia de empatía con los personajes y sus fatídicas existencias, ya sean burgueses o delincuentes, aristócratas arruinados o palurdos tarados, la ironía procaz, el humor negro y las múltiples truculencias de la historia hacen del autor, no solo uno de los grandes artistas de la ficción novelesca, sino uno de los bromistas literarios más peligrosos.
Todavía más dañinas e incisivas, sin embargo, son las ofensas de su escritura en la medida en que retratan la quiebra del patriarcado, la ley, la justicia y cualquier institución humana que trate de poner orden en la conducta de seres abocados a la maldad por la fatalidad social, o la desgracia y la degradación patológicas, y movidos por las pulsiones más destructivas, o por la mezquindad, la cobardía y el conformismo.
Para despistar a los críticos puritanos y los censores cejijuntos, Faulkner confesó haber escrito Santuario (1931) para ganar dinero y atraer la notoriedad que, pese a publicar dos obras maestras anteriores como El sonido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930), aún le era esquiva. Quizá para descargarse de responsabilidad creativa, Faulkner reconocería no haberse inventado el depravado escenario: se lo inspiró la experiencia real de una mujer de un club de Nueva Orleans que, según le contó, había sido secuestrada una vez por un gánster impotente. El gran narrador sureño se vio obligado a disimular sus verdaderas intenciones estéticas (escenificar un juego de masacre y extinción que concluía como un juicio inapelable sobre una sociedad en ruinas) bajo una estrategia de astucia y menosprecio hacia la escabrosa obra.
El editor retuvo la novela durante dos años, preocupado por las consecuencias legales de su publicación, sin saber qué hacer con una obra tan escandalosa: un atentado en toda regla contra la hipocresía del pacto comunitario y su reparto de papeles sexuales y familiares y una burla sardónica de los valores sublimes que sacralizan a las mujeres para mejor esclavizarlas a las leyes genéticas de la reproducción de la especie.


No obstante, leída sin prejuicios ideológicos, Santuario puede considerarse su narración más perfecta. Aquella donde el endiablado genio de Faulkner para la construcción sintáctica, el destilado verbal del estilo que aprendió en grandes artífices como Proust y Joyce, sabe acoplarse a la organización cronométrica de una trama despiadada que acompaña a los personajes principales en cada una de sus acciones, reacciones o devaneos mentales y sabe graduar el desencadenamiento de la tragedia y el desvelamiento del horror, renunciando al vanguardismo formal, mientras progresa hacia el antológico final con una maestría narrativa que ningún autor policial alcanzará jamás.
La perversión suprema de Santuario se realiza en el curso de la paródica escena del juicio cuando el fiscal del condado, poseído por una justiciera furia divina que se ceba en un falso culpable, enarbola la mazorca manchada de sangre coagulada con la que la frívola estudiante rica Temple Drake, sentada impávida en el estrado de los testigos, fue violada por el homúnculo Popeye, un sádico malhechor de exigua virilidad. Mientras blande con vehemencia la obscena arma del crimen, el fiscal enuncia el fundamento freudiano, antropológico y religioso (cifrado en el irónico título) y no solo sexual, de la profanación traumática de “las más sagradas manifestaciones del aspecto más sagrado de la vida: la feminidad”.
Como triunfo diabólico del caos, o de la sinrazón colectiva, o como grandilocuente derrota de los garantes del bien, la virtud y la ley, podría calificarse la exhibición de atrocidades que Faulkner reserva para el desenlace, desde el linchamiento de un inocente a quien la víctima violada no quiso salvar con su testimonio hasta el ahorcamiento del delincuente violador por otro crimen que no cometió.


Pero el destino más cruel es, sin duda, el menos cruento: la condena vital a la desolación y la esterilidad de Temple Drake, envejeciendo en soledad (con su viejo progenitor como única compañía) hasta la muerte, sin volver a conocer el amor, o el deseo, ni, por descontado, la alegría de la juventud. [A pesar de todo, tras atravesar durante ocho años "la estación de la lluvia y de la muerte" con que concluye Santuario, como una sentencia lapidaria, Faulkner quiso redimir al personaje de Temple Drake, o clavar un nuevo clavo en su ataúd de plomo, como el lector prefiera, al concederle una segunda oportunidad de vivir una vida convencional, con marido y dos hijos, en la innecesaria secuela Réquiem por una monja (1951), donde Temple repite los mismos errores criminales, como un sino, y revela una vez más su estúpida personalidad. Y cuando quiere reparar daños cometidos, salvar vidas y aliviar su sufrimiento es ya demasiado tarde. Faulkner se burlaba así, veinte años después, de todos los críticos moralistas que atacaron Santuario en el momento de su aparición...]

martes, 3 de julio de 2018

ABOGADO DEL DIABLO



[Publicado hoy, 135 aniversario de Kafka, en medios de Vocento]

            La realidad es una pesadilla kafkiana, seas culpable o inocente. Eso da igual. La pesadilla es infernal en cuanto se vuelve mediática, según dicen algunos ingenuos. En un aeropuerto los pasajeros somos terroristas o narcotraficantes hasta que el escáner demuestra lo contrario. Cuando la UCO te pilla con las manos en la masa, sin embargo, cae sobre ti la bendita presunción de inocencia como salvaguarda de tus chanchullos y corruptelas. Si tienes a tu servicio un magnífico bufete de abogados, ya puedes dormir tranquilo en la celda preventiva, con el dinero a buen recaudo en varios paraísos fiscales y el pasaporte caducado. Los novelistas somos abogados del diablo y no creemos en la presunción de inocencia, ni en el linchamiento mediático. Todo el mundo es falso culpable o falso inocente, como prefieras.
En el infame caso de La Manada, ciertas voces puritanas apuntan con el dedo erecto al porno y sus polvos grupales como culpables de la felonía y de sus ingentes imitadores. Pero nadie se atreve a denunciar a la televisión basura y sus contenidos obscenos como inductores inconscientes. Se dice que el fallo es educativo, se acusa a la psique patriarcal, y se excusan así las torpes sentencias judiciales. En el futuro, será más temible el veredicto de la opinión pública emitido a través de los medios masivos que el de un triste tribunal amparado en vetustos códigos legales y una jurisprudencia obsoleta. Ciertas leyes se han quedado antiguas y ya no sirven para juzgar asuntos sensibles. La justicia es lenta y los legisladores son como la liebre de la fábula esópica. Mientras la vida muta a un ritmo diabólico, ellos se adormecen en sus debates partidistas, confiados en ganar la carrera electoral sin esfuerzo. Y luego pasa lo que pasa.
Una parte de la complejidad actual se genera a diario en platós y despachos televisivos. El abogado de la horda violadora lo sabe y va de programa en programa defendiendo su causa. Y la víctima, en su famosa carta, desperdició la oportunidad de darnos una versión personal de los hechos, quizá por temor a los deslices gramaticales. Un lapsus verbal, un adjetivo equívoco o un sustantivo ambiguo reabrirían las heridas impúdicas del suceso. En estos casos delicados, tendrían que pedirnos colaboración profesional a los escritores y escritoras. No valemos mucho, es cierto, pero podemos poner en limpio un relato veraz, transmitir sentimientos sin cursilería, darle sentido moral a las historias más escandalosas, expresar emociones confusas, desnudar conductas indecentes y pulsiones brutales. A juristas y legisladores les recomendaría, como iniciación, la lectura veraniega del “Santuario” de Faulkner. Para novelistas como Faulkner o Roth, el diablo a defender no es la verdad objetiva sino la impureza de la vida. Con rabo o sin él, como reclaman algunas manifestantes airadas.