[Este texto ensambla sin
solución de continuidad las diversas respuestas a un cuestionario propuesto por
la periodista Rebeca Yanke para El Mundo
sobre la muerte e internet.]
Nos
guste o no reconocerlo hay una dimensión de la tecnología que colinda con los
límites de la vida y, por tanto, nos aproxima a los dominios de la muerte.
Quizá por eso los nuevos medios y sus prolongaciones humanistas como las redes
sociales se han transformado con el tiempo en ágoras o foros donde el diálogo
con los difuntos, la expresión del dolor hacia los muertos y, en definitiva,
nuestra íntima relación con la mortalidad encuentran un lugar más propicio que
en el ruido diario de la calle o el incómodo cara a cara de los cuerpos y los
nombres. Como novelistas, DeLillo y Pynchon lo anticiparon antes de la
universalización de internet en Ruido de
fondo y Vineland,
respectivamente. Internet y la muerte, he ahí otro gran motivo de los tiempos
tecnológicos en que vivimos.
Sin
duda ninguna, la muerte de ciertos personajes que estaban ahí desde hace mucho
tiempo y cuyo peso se hacía sentir en sus dominios respectivos (en el caso de
Bowie la música y el espectáculo en general, en el de Eco la semiótica, el pensamiento
y la novela) genera un vacío que quizá no se había sentido en otros momentos
con la misma agudeza. En este sentido, la muerte de Borges hoy no sería igual
que hace treinta años, cuando realmente se produjo. Los medios se hacen eco de
la orfandad, sin duda, en que se sumen los sujetos de una cultura que va
perdiendo sus referentes nominales con rostro humano mientras se imponen cada
vez más los logos corporativos y las marcas comerciales sobre la realidad de
todos los días como entes más o menos potentes.
La
mediación de la tecnología facilita todo, desde el insulto a la declaración
amorosa, desde la expresión desvergonzada a la dicción más pedante, demostrando
así que los seres humanos siempre hemos necesitado instrumentos codificados
para encuadrar nuestras necesidades expresivas. Y en el terreno del duelo y de
la negociación con el dolor de la pérdida y la toma de conciencia de la muerte
no podía ser menos. Una película reciente como Eliminado ha hecho por Facebook lo mismo que Paranormal Activity hizo en su momento por las cámaras de
seguridad: transformar una tecnología o su espacio visualmente acotado en un
territorio terrorífico donde la muerte caza presas como un depredador. Así que
esta dimensión fantasmal explicaría también, desde otro ángulo, por qué las
redes sociales espolean la reflexión sobre la mortalidad. En una sociedad
tecnológica, la realidad de la muerte es aún más intolerable e inconcebible,
carece de sentido y de explicación, nos sume en el desconcierto, como si la
promesa de la tecnología nos hubiera salvado de la violencia de la biología,
esto es, de la secuencia temporal que nos conduce, como organismos
individuales, a la extinción. Y es lógico, hasta cierto punto, que sea en los
dominios tecnológicos, que actúan como pantalla eficaz, donde se produzca el
nuevo duelo como forma de digerir la intragable experiencia del otro y
predisponerse a la propia.
En
mayor o menor medida, todos hemos incorporado la experiencia mediatizada en
nuestros hábitos y es evidente que diluir el impacto negativo de la muerte en
un cúmulo de posts, tuits o cualquier otro formato cibernético podría
mitigarlo, pero también banalizarlo. La banalidad es un efecto de la
reiteración, algo de lo que los medios, o sus manipuladores, no son siempre
conscientes. Por desgracia, nuestra
época ha renunciado a una de las armas más eficaces contra todo mal: el
silencio radical, el vacío retórico. El exceso expresivo en que vivimos nos
convierte no ya en actores sino en payasos de nuestra vida y de nuestra muerte.
Sí,
desde luego, pornografía emocional como afirmación obscena del yo. Las redes e
internet le han dado al pequeño ego de cualquier ciudadano del presente un
poder de amplificación con el que solo soñaron en el pasado dictadores
fascistas como Mussolini o Hitler. Y esto tiene un efecto benéfico indudable,
de democratización definitiva, que es la promesa última de la tecnología, su
utopía colectiva si lo prefieres: multiplicando al infinito la pequeñez de los
egos que expresan en todo momento y hacen proliferar por las redes tecnológicas
sus más mínimas vivencias o sentimientos, afectos o experiencias, se impide el
surgimiento incontrolado de figuras autoritarias de poder. Pero también se crea
un monstruo ególatra, esta vez colectivo, que puede devorar uno por uno a los
individuos, o destruirlos, si no le dan su respaldo y anuencia inmediata.
La
saturación de los medios hace tiempo que niveló nuestras percepciones, allanó
nuestras emociones, pero creo que el nuevo terrorismo que estamos padeciendo en
los últimos años, la muerte ejecutada en el corazón palpitante de las grandes
ciudades, ha demostrado que los seres humanos al final saben hacer la
diferencia. Existe algo parecido a un inconsciente trágico que se activa cuando
realmente sucede un acontecimiento catártico que acaba de golpe con la
banalidad y la trivialidad de la existencia posmoderna.
La
necesidad de integrarnos en grupos que diluyan la angustia individual se
reconoce con más facilidad con la muerte de las estrellas musicales o
cinematográficas, desde luego. Pero también en el fenómeno fan, en la fusión
corporal de los conciertos, en las aglomeraciones de admiradores. El individuo
contemporáneo tiene una pulsión de afirmarse, que se extiende a los medios y
requiere confirmación de los otros mediante el feedback, pero también una pulsión paralela de confundirse con el
grupo o con la masa, según los casos, para aliviar el peso insoportable de la
soledad, que es la verdadera tragedia de nuestro tiempo. El crecimiento
exponencial de la soledad es el gran tema oculto de internet y las redes
sociales. La soledad como antesala o prefiguración de la muerte.
El fenómeno redes: Internet en su aspecto lúdico-social analizado desde un punto de vista intelectual encierra esta paradoja: que van a ser los mediocres los que acaparan el interés de los inteligentes, y en cambio, estos últimos, la antigua "autoritas" (si bien ya hoy en día un poco descafeinada: Zizek no es Heidegger, mal que a usted le pueda pesar, que a lo mejor no, no sé) a los mediocres se la bufa como nunca se ha dado, antes, en la historia de la cultura. Habría que ver la influencia real de Internet en este fenómeno y, si esta existe, tengo mis dudas, mandar a Internet al psicólogo, porque los mediocres ya van. Un saludo, amigo ;-)
ResponderEliminarEs una entrada muy concienzuda. Me gusta la idea de la saturación de los medios, pero algo similar ha sido con el concepto de Yo: también se ha saturado y se requieren de nuevas definiciones, en estos tiempos postmodernos....
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