lunes, 28 de marzo de 2016

LA ETERNA JUVENTUD


[Frédéric Beigbeder, Oona y Salinger, Anagrama, trad.: Francesc Rovira, 2016, págs. 291]

La juventud se ha transformado en la mercancía fundamental de la vida capitalista. Sin ese ingrediente esencial, ninguna de las otras mercancías que nos ofrece la publicidad tendría el mismo atractivo. Es más, la compulsión de consumir es inversamente proporcional a la edad del consumidor. Un síntoma de envejecimiento consiste en ir dejando progresivamente de consumir, volverse más perezoso o reacio al consumo fácil.
Sirva esto como prolegómeno a cualquier lectura de esta estupenda novela híbrida, donde la ficción se pone al servicio de los hechos reales (y viceversa), creando un bucle fascinante de vida y literatura, un experimento biográfico sobre la tortuosa existencia de su admirado Salinger y su malograda historia de amor con Oona, musa conjetural de su obra e hija descarriada del dramaturgo Eugene O´Neill. Beigbeder pretende indagar así en el intrigante secreto que se esconde tras la idolatría del signo de la juventud, impuesto en la cultura desde el siglo XX por las modas y la música. Como anuncia Beigbeder desde el principio, exagerando la influencia del autor: Salinger es “el escritor que ha hecho que a los humanos les repugne envejecer”.
El libro comienza con una anécdota de fan, el proyecto fallido de entrevistar a Salinger en su refugio rural de Nueva Inglaterra, y concluye con una confesión autobiográfica referida a su matrimonio reciente con la veinteañera Lara Micheli. En el corazón de ese paréntesis confidencial, Beigbeder sitúa estratégicamente el relato cómplice del romance precoz que vivieron entre 1940 y 1942 el futuro autor de “El guardián entre el centeno”, con solo 21 años, y la futura esposa del viejo Charles Chaplin.


El acierto de Beigbeder radica en haber construido esta historia con un agudo sentido de la simetría narrativa, como si se tratara de dos vidas paralelas que convergieron solo por un tiempo. Se conocen en el célebre Stork Club de Nueva York cuando ella es apenas una quinceañera desvalida que sale cada noche con las niñas más pijas de la ciudad (Gloria Vanderbilt y Carol Marcus) y el escritor adolescente más ingenioso y mundano (Truman Capote) y se despiden para siempre en 1980, tras un reencuentro melancólico que puede o no ser invención del autor, en el Oyster Bar de la Gran Estación Central, donde él devuelve a Oona, viuda y alcoholizada, el cenicero blanco del Stork que ella deslizó en su abrigo aquella primera noche.
Ese cenicero, que Salinger transporta como un fetiche amoroso durante las traumáticas experiencias europeas en la segunda guerra mundial mientras Oona vive felizmente casada con Chaplin en Hollywood, es un símbolo despedazado de su historia y del tiempo transcurrido desde entonces. Cumpliendo un rito romántico, Oona irá enseguida a enterrar los restos del cenicero en el solar baldío donde estuvo el Stork Club hasta 1966, despidiéndose así, en cierto modo, de su juventud perdida.
Beigbeder manipula con inteligencia la relación de Salinger y Oona para escrutar su rostro descarnado en el espejo, hurgar en las heridas superfluas de su vida adulta y de la generación de jóvenes malcriados que no aceptan envejecer porque lo consideran un síntoma de fracaso. Solo el que está perdidamente enamorado de la juventud como Beigbeder podría querer entender, desde la madurez, las razones de que alguna criatura joven se enamore de él, como Oona de Chaplin.
“Oona y Salinger” es, en este sentido, una novela memorable sobre los dilemas del tiempo perdido o recuperado: “Nuestras vidas no tienen importancia, se hunden en el fondo del tiempo, pero hemos existido y eso nada lo puede impedir: por muy líquidas que sean, nuestras alegrías no se evaporan nunca”. 

1 comentario:

  1. Para hablar del escritor más grande -por el momento- del siglo XXI tengo que ponerme de rodillas: "ora pro nobis".

    Supongo que será como todo lo que, Frédéric, lleva escrito hasta ahora: ¡a-co-jo-nan-te!. Esto último, Juan, es deconstructivismo ubriqueño. ;-)

    Con cariño. Y con aprecio.

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