[Stanley
Elkin, El condominio, La Fuga
ediciones, trad.: Montse Meneses Vilar, 2015, págs. 158]
Un lugar donde vivir,
donde estar. ¿De qué vórtice de la historia salió esa noción de segunda piel?
¿De qué íncipit, de qué gen fundamental de la desnudez vino, fatigada como un
pulmón, insistente como las secuencias lógicas de un latido del corazón, los
silogismos del cuerpo, esta exigencia de cáscara, tegumento y piel?[...]¿De qué espantoso
trauma de exclusión surgió esta necesidad, qué vil expulsión de qué cueva en
qué racha increíble de tiempo de perros?...
Sabía perfectamente que
las cosas perdían valor. Comprendía –o mejor dicho, comprendía que no había
manera de comprender- que el valor de las cosas estaba sujeto a fluctuaciones
disparatadas. Era como si en el interior de las cosas residiera un espíritu que
se agitaba, que daba vueltas, y como si éstas tuvieran una salud precaria,
irregular, variable como el pulso, la temperatura y la composición química. El
mercado subía y bajaba. La retórica hacía vanos intentos por explicar lo
inexplicable, pero sus argumentos eran siempre tan estrambóticos como aquellos
que defendían la química, tan complejos como las teorías para explicar un
asesinato. Las leyes que regulaban el valor de las cosas eran tan
inescrutables, y por último indemostrables, como la existencia de vida en otros
planetas.
-S. Elkin, El
condominio, pp. 17-18 y 55-
La narrativa norteamericana del siglo XX guarda incontables
tesoros aún no traducidos al español. La obra de Stanley Elkin, escritor judío
de Brooklyn, es uno de los más preciosos. La editorial debería haber aprovechado
esta ocasión para publicar no solo esta novela espléndida, de autonomía
artística incuestionable, sino las otras dos que la precedían en el libro de 1973
titulado, con ironía polisémica, Searches
& Seizures, una trilogía magistral que funciona como un sumario de los
múltiples talentos literarios de Elkin. [PS: Me confirma el editor de la Fuga su
intención de publicar otra pieza del conjunto, quizá la muy grotesca y rabelesiana The Making of Ashenden.]
En efecto, “Búsquedas & Capturas”, entendiendo la
traducción del título en un sentido puramente estético, es una ingeniosa divisa
para el proyecto de un escritor que necesita poner en palabras un mundo de
historias y personajes que se estaba transformando a velocidad de vértigo delante
de los ojos de cualquier testigo mejor o peor informado, no digamos de un
novelista superdotado. Pero Elkin nunca fue un moralista superior, ni un
desdeñoso observador del entorno, sino el practicante paradójico de una
picaresca postmoderna, tan descarnada como hilarante, un visionario cómplice
que sabía elegir los personajes sintomáticos y las voces singulares con que
hacer creíbles y seductoras las bromas pesadas que gastaba a una realidad
inestable y desafiante.
Como sus contemporáneos Gaddis o Barthelme, Elkin poseía un oído
privilegiado para la lengua coloquial americana: esa inefable combinación de
jerga de negocios y retórica de vendedor (o dicción de político electo) aplicada
a los registros íntimos más apasionados, la expresión de la vulgaridad o la
cursilería y el realismo banal de la próspera sociedad estadounidense de la
segunda mitad del siglo XX. Elkin era un ventrílocuo virtuoso capaz de imitar voces
narrativas convincentes al tiempo que extraía de la experiencia de sus
personajes notas grotescas de humor negro o fina ironía de la vida.
Convendría tener en cuenta que Elkin es un
escritor cuyas novelas y narraciones fueron elogiadas por influyentes colegas como
William Gass (ver foto), John Gardner o Robert Coover, su hermano de sangre en la
cáustica comicidad de las situaciones y el satírico sentido del absurdo social
así como en la atención microscópica a las miserias y abyecciones sin cuento de
la vida cotidiana. En este sentido, El condominio no ha perdido vigencia en una
época donde el ideal del bienestar y la calidad de vida asociado al sector
inmobiliario sigue siendo un factor decisivo en la dinámica económica, social y
cultural de los países desarrollados.
Marshall Preminger, ex conferenciante de éxito y
perpetuo estudiante de doctorado a sus 37 virginales años, recibe la noticia de
la muerte repentina de su padre cincuentón y viaja a Chicago para asistir al
entierro. Estando allí, se hace cargo como heredero del lujoso apartamento
adquirido por el Preminger sénior unos años atrás y ubicado en un inmenso
complejo residencial de tres torres de apartamentos habitadas por casi un
millar de judíos mayores que él. Las desventuras de Preminger en la estricta comunidad
de vecinos se confunden con el modo en que la convulsa vida de su padre en el gueto
racial, paso a paso, acaba imponiéndose sobre la suya propia, tan desleída, como
una peligrosa maldición, mientras redacta en sus ratos perdidos una conferencia
última sobre la habitación humana del espacio (ver epígrafes).
En un arrebato de lucidez incompatible con la
supervivencia, Preminger se descubre un ser excluido de todo lo que le atrae en
la vida: la riqueza, la clase, la educación superior, las mujeres elegantes, el
amor, cualquier forma de felicidad y, al final, el apartamento exclusivo que
había transformado a su progenitor en un vividor agónico a tono con los
tiempos.
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