[El cine es un
arte de pretensiones totalitarias: lo quiere todo. Todas las pantallas, todo el
dinero, toda la atención, todos los espectadores. Star Wars, una saga espectacular que comencé a amar a los quince
años y, pese al tiempo transcurrido y las mutaciones acaecidas desde entonces,
aún me despierta gran entusiasmo y afecto, es una de las expresiones
maximalistas más gráficas y gratificantes de la “voluntad de poder” del cine.
Para explicar mi ambigua relación con Star
Wars y, de paso, celebrar la aparición de mi libro ASÍ EN EL CINE COMO EN LA VIDA (donde se recogen mis escritos cinematográficos de la última década: desde
Batman a Greenaway, desde Almodóvar a Blade Runner, desde King Kong a Buñuel,
desde Resacón en las Vegas y Grindhouse, como exponentes de un cine
carnavalesco, a Bergman y Antonioni; y además Cronenberg, Godard, Lynch,
Fincher, De Palma, Miike, y más, mucho más aún), publico aquí este extenso artículo sobre la
saga galáctica incluido en el libro. ¡Que la Fuerza nunca os abandone!...]
Totó, me parece que ya no estamos en Kansas.
-Judy Garland en El mago de Oz-
Las estrellas del sistema
En la historia
universal, para saltar de La guerra de
las Galias (el relato de la campaña militar de César del que George Lucas atesora
un gastado ejemplar en la biblioteca de su rancho californiano) a La guerra de las galaxias, no contamos
con ninguna secuencia análoga a la de 2001:
Una odisea del espacio, donde un centurión romano, tras decapitar a un galo
belicoso, arrojara al aire su espada de metal forjado y la viéramos ascender después
en la pantalla, más allá de la estratosfera, hasta confundirse con una
astronave gigantesca sorprendida en plena persecución espacial de una nave
fugitiva de menor tamaño a la que asediaría con artillería láser hasta que se
rindiera.
No existe esa prodigiosa
secuencia de transición, desgraciadamente, por la sencilla razón de que ambas
guerras, a pesar de sus notorias similitudes, pertenecen a universos distintos
y su única relación conceptual se debe al ingenio del traductor de la primera entrega.
Guillermo Cabrera Infante, aun siendo un detractor discreto de la gesta
espacial lucasiana, brindó al espectador español la oportunidad de este guiño cultural
de impredecibles consecuencias: entre otras, poner de relieve las conexiones de
la epopeya galáctica con episodios bélicos (nacionales e internacionales) de la
sanguinaria historia de este planeta.
No obstante,
para todas las demás lenguas del mundo el título traducido de la película fue La guerra de las estrellas. Como se
sabe, en Hollywood habitan casi tantas estrellas o aspirantes al estrellato
como en la galaxia más poblada y hasta se ponen a la venta “mapas de estrellas”
para que el visitante ocasional pueda localizar las mansiones de sus astros
favoritos. Las guerras estelares
dentro de La guerra de las galaxias
no eran nada en comparación con las guerras por saber qué estrella iba a
eclipsar a cuál en un sistema declinante como el de los años setenta.
Las
espectaculares batallas sobre la popularidad de las estrellas de ese inestable
firmamento no han cesado y basta consultar las últimas encuestas para descubrir
con una punzada de disgusto el escaso aprecio público por algunas de las
estrellas más visibles de la primera trilogía (Mark Hamill y Carrie Fisher).
Para escándalo de muchos puristas, la singular “guerra de estrellas” encumbró
como figuras de un nuevo panteón a dos androides (C3-PO y R2-D2) y a un cíborg
maligno (Darth Vader), que estamparon su huella sideral en las baldosas de la
fama de Hollywood Boulevard. Los griegos antiguos denominaban catasterismo a la conversión de
cualquier héroe idolatrado en figura de una constelación celeste.
Desde entonces,
como evidencia la industriosa producción de Lucas, la tecnología del sistema ha
avanzado hasta parecerse a la antigua magia.
Más allá del arco iris
El universo
inflacionario de los seis episodios de la saga
galáctica se genera en dos películas bien distintas pero determinantes para su
autor. No es posible ver la última sección de la odisea mental de Kubrick, ese segmento enigmático donde el
astronauta se extravía en el espacio “más allá del infinito”, sin tomar en
cuenta su conexión con la dimensión imaginaria elegida por Lucas para ambientar
su fábula de regresión infinita. Por no hablar de la influencia capital de El mago de Oz en el espíritu de la
serie: cuando el joven Luke Skywalker contempla ensimismado un fastuoso crepúsculo de dos soles soñando, a los melódicos acordes de John Williams, con una vida
más excitante lejos del árido planeta donde se siente condenado a vivir una
existencia rutinaria entre androides averiados y extractores de humedad, es
imposible no acordarse de Dorothy (Judy Garland) cantando “Over the Rainbow”
mientras miraba el cielo en blanco y negro de su tediosa Kansas natal con la
misma desesperación metafísica.
Más allá de
estas referencias cinéfilas, sin embargo, el final de la segunda película de
Lucas, American Graffiti, explica
perfectamente la nostalgia específica que alimenta la invención fabulosa del
primer episodio: el final de la adolescencia y la guerra de Vietnam aparecen en
el horizonte de toda una generación a la que sólo le resta hacerse adulta,
abandonando uno tras otro los glamorosos sueños de juventud, o morir en Vietnam
a la mayor gloria del imperio de la Coca-Cola.
Políticas galácticas
No es extraño,
por tanto, que Lucas concibiera la película inicial como una alegoría sobre la desastrosa
participación americana en la guerra de Vietnam. Como ha escrito Peter Biskind,
La guerra de las galaxias enviaba
“mensajes mezclados y, a veces, contradictorios, a la izquierda y a la
derecha”. Parte del éxito incomparable de la saga a lo largo de las décadas se debe quizá a que todo el mundo
puede interpretarla a su gusto y proyectar en cada uno de los bandos
contendientes su preferencia ideológica personal.
Para unos, el
Imperio representaría el imperialismo americano en su combate contra las
fuerzas del Vietcong (el propio Lucas, como tantos otros miembros de su
generación, y escritores tan distintos como Coover o Dick, consideraba al
presidente Richard Nixon la perfecta encarnación del malvado Emperador), o las
de Corea del Norte y Cuba o cualquier otro país amenazado por su expansionismo
militar y comercial (por no hablar de la guerra del imperio Microsoft y los
rebeldes partidarios del software libre); mientras para otros, el mal imperial
sería cualquier ideología totalitaria o fanática (comunismo, nazi-fascismo, terrorismo
y fundamentalismo islamistas, etc.) enfrentada abiertamente a la democracia
liberal occidental. Incluso ahora, viendo imágenes televisivas de la guerra o
la posguerra iraquíes, resulta difícil decidir si los marines norteamericanos
que patrullan por las calles de Bagdad con su armamento sofisticado parecen
soldados del Imperio o baluartes de la República. La duda ontológica es grande,
pero el triunfo artístico y comercial de Lucas se acrecienta al proporcionarnos
una alegoría tan ambigua como fascinante sobre la relatividad estratégica de
nuestras posiciones beligerantes.
De todos modos,
la lección política de la leyenda de las galaxias sobre la naturaleza del poder
(como elemento compartido también con la tetralogía wagneriana y su reciclado
romántico de mitologías germánicas de dudoso cuño) se concentra en declinar, a
su manera lúdica, las amenazas y peligros generales que acechan a la democracia
representativa como sistema de equilibrio inestable entre fuerzas en constante disputa.
Este aspecto político se acentúa y refina en la segunda trilogía, donde las
agitadas sesiones parlamentarias, la alianza de las insidiosas conspiraciones
de los Siths y las presiones fiscales y presupuestarias de la Federación de
Comercio o los debates orgánicos sobre la descomposición de la República se
alternan con las peripecias aventureras de los protagonistas para preservar la
precaria estabilidad del orden vigente en la galaxia. También el diseño
neobarroco de los vestidos y el lujoso ornamento de los edificios emblemáticos
del poder tienen un protagonismo estético intencionado en el esquema ideológico
concebido por Lucas.
El contraste
entre las dos trilogías es, en este sentido, revelador. En la primera, el
componente libertario y contracultural de la aventura es dominante en la trama (incluso
en el diseño y el vestuario de las fuerzas rebeldes, de filiación hippie) y proviene de las lecturas
utópicas del Lucas de los sesenta (Carlos Castaneda y la filosofía psicodélica
del gurú Don Juan, un modelo arquetípico para los caballeros Jedi). En la
segunda, en cambio, mucho más ambiciosa y compleja, responde a las exigencias
del tiempo contemporáneo y se dirige a espectadores de todas las edades que
conviven en el mundo del desencanto globalizado y el capitalismo imperante, el papel
de la intriga política y la conspiración se acentúa como motor de la acción y
la reacción heroicas.
El umbral de la aventura
Se comenta a
menudo la influencia del mitólogo norteamericano Joseph Campbell sobre las nociones
épicas de Lucas. Pero se suele mencionar menos la influencia de Lord Raglan, su
directo precursor, en la sopa mitológica del maestro Campbell y su avezado discípulo
galáctico.
La biografía mítica
del héroe prototípico, trazada por el inglés en su estudio comparativo sobre
mitos, tradición y folclore, coincide en algunos acontecimientos sustanciales (salvados
los datos menores de si su origen es regio o aristocrático, o si su madre era o
no virgen en el momento de su concepción) con la trayectoria iniciática de los
consanguíneos adversarios Luke y Anakin Skywalker: nacimiento en circunstancias
inusuales, crianza encomendada a padres adoptivos en un país lejano, infancia anónima
o desconocida, regreso del héroe en plena juventud al reino original para poner
orden en la sucesión al trono, romance o matrimonio con una princesa, etc.
Más se aproxima
todavía el canadiense Northrop Frye al diseño bifronte del héroe lucasiano, íntimamente
escindido como algunos héroes trágicos entre las obligaciones del linaje y las
limitaciones de la moral, cuando explica que “el héroe de la leyenda es análogo
al Mesías o liberador mítico que viene de un mundo superior, y su enemigo es
análogo a los poderes demoníacos de un mundo inferior”. No obstante, el
optimismo antropológico de Lucas, su pertenencia a una cultura tan positiva y
pragmática como la americana, le ha forzado a introducir variaciones
importantes en estos modelos míticos de importación europea a fin de adaptarlos
a su ingenua nostalgia por una aventura imposible en un espacio-tiempo
impensable.
Al fin reunidos
en un todo coherente, los seis episodios (y sus cuantiosas prolongaciones en la
narrativa de los videojuegos) ofrecen una mitología tribal de múltiple uso para
la clase media planetaria y, al mismo tiempo, entretenidas sesiones de
psicoterapia colectiva para adultos perdidos en el “hiperespacio” contemporáneo,
incapaces de conectar su inteligencia emocional al mundo tecnificado y
consumista circundante sin pasar de nuevo por el parque temático de la infancia
y la adolescencia perennes.
Por eso no hay
duda de que la clave sentimental de la saga,
desde el principio, es la nostalgia, como ya señalara Fredric Jameson acerca de
la primera trilogía. Se trataría, en todo caso, de una nostalgia indefinible y
anómala, sin anclaje real o histórico, excepto para la generación americana de
Lucas que vería en ella la resurrección del cine que amó en la infancia y la adolescencia,
mientras para los niños y jóvenes de generaciones posteriores supondría una
añoranza similar a la que un lector de quince años podría experimentar todavía
hoy leyendo por primera vez La isla del
tesoro durante una pausa recreativa en su dieta diaria de videojuegos.
Hipermercado de mitos
Por muy
degradada que pueda parecernos una obra de este tipo por su sumisión servil a
los criterios del mercado, no hay duda de que su dimensión utópica innegable se
ve reforzada por su plena concordancia con las expectativas de una mayoría absoluta
de espectadores. Esta aceptación masiva, además de en una promoción imbatible,
se fundaría en el exitoso reciclado de mitos fundacionales de la especie y
otros arquetipos del inconsciente colectivo, a través de la alta tecnología del
cine, en el crisol genérico de la space
opera.
Esta eficaz
remezcla de temas y mitemas procede,
lo reconozca Lucas o no, de fuentes literarias tan diversas como la épica
prehelénica, la tragedia griega, la historia romana, las sagas nórdicas, la
materia artúrica, la dramaturgia de Shakespeare, el Frankenstein de Mary Shelley, la narrativa céltica o gótica de
Dunsany, Machen y Lovecraft, la tetralogía del “Anillo del nibelungo” de
Wagner, el western cinematográfico, las fantasías de espada y brujería de
Howard, Lewis y Tolkien, la épica samurái de Akira Kurosawa, los seriales semanales
de aventuras o los tebeos “pulp”. Esta combinación de referencias heteróclitas acierta
a componer, finalmente, una suerte de simetría inversa en la trama heroica de las
dos trilogías: en ambas, un protagonista inmaduro y predestinado (el aprendiz padawan) es adiestrado en el uso de la
Fuerza (el talento singular, intuitivo y disciplinado) por un maestro mágico cuyas
pretensiones son las de que el diestro discípulo, convertido en virtuoso
caballero Jedi, acabe imponiendo el imperio de la paz perpetua en la galaxia.
La mayor
diferencia simbólica entre las dos partes reside, sin embargo, en que en la
primera, la trilogía del hijo (Luke Skywalker), la tarea del héroe se orienta,
de la mano de Obi-Wan Kenobi y Yoda, hacia los inmateriales afectos de la luz y
la lucidez y vigorosa vitalidad de la Fuerza (como en el undécimo arcano del
Tarot); mientras que en la segunda, la trilogía del padre (Anakin Skywalker/Darth
Vader), la progresión se pervierte, por influencia del insidioso instructor Darth
Sidious, descarriándose hacia la materia oscura del universo, la inercia
entrópica y el opaco espesor de la muerte (esa zona “más allá del cero” donde
se adentra también El arco iris de
gravedad, novela suprema del gurú postmoderno Thomas Pynchon, otro referente
fundamental para Lucas y su atribulada generación de náufragos interestelares).
Así, el
antagonismo elemental de la luz y la oscuridad se resuelve en el hermoso
combate con espadas láser al final de El
retorno del Jedi, momento cenital de la primera trilogía, donde la energía envilecida
o maligna del padre es doblegada por la energía redentora del hijo en una
versión simplificada de la rivalidad edípica, de una parte, y, de otra, de la misteriosa
relación paterno-filial del mito cristiano, incluidas sus variantes gnósticas
más rebuscadas (el combate cósmico de la luz y la oscuridad como núcleo
germinal de su credo herético). Pero ese duelo lumínico da lugar, sobre todo, a
una reescritura profana y espectacular de los postulados cabalísticos y
místicos del Génesis o la filosofía
alquímica: “La luz, en sí misma sin forma, da forma, y por consiguiente
significado, a lo que emerge de la oscuridad, del abismo informe”.
Una industria de luz y magia
En suma, el
ciclo integral de Star Wars remite a
la intensidad de la iluminación como metáfora figurativa y a las fabulaciones espectrales
de la luz como mitología visual intrínseca al cine y elemento primordial de su deslumbrante
poder de formación y transformación del espectador. Mitos y hechizos generados
por la más alta potencia mágica del artilugio cinematográfico que nos hablarían
todavía del secreto poder de su convocatoria universal.
No conozco, en
este sentido, mejor descripción del impacto de la saga galáctica en la actitud de su espectador novicio que la
proporcionada por La fortaleza de la
soledad, la brillante novela de Jonathan Lethem, donde se narra la
conmoción vital causada por sus primeras proyecciones en todos nosotros, los más
jóvenes espectadores de la época. El atónito protagonista, tras ver cuatro
veces el episodio inaugural en un cine neoyorquino durante el verano de 1977,
se sentía “convertido en un enanito cada vez más asombrado a medida que los
fotogramas latían en sus ojos, anticipando ciertas frases, recordando ciertos
gestos de los actores, la posibilidad de elevarse e interceptar la luz a mitad
de camino, de ser un proyector humano responsable en secreto de la existencia
de las imágenes”.
En eso
consistiría, definitivamente, el “efecto especial” de la Fuerza sobre la
conciencia del espectador: las maquinaciones estelares de la luz y la
tecnología trasmutan sus deseos y fantasías en imágenes imborrables.