[John
Barth, Giles, el niño-cabra, o el Nuevo Programa Revisado, Sexto
Piso, trad.: Mariano Peyrou, 2015, págs. 1115]
En el fondo, el problema de la literatura se
resume en esto: todo escritor verdadero solo aspira a escribir textos sagrados,
textos entre cuyas páginas se cifre una posible verdad sobre el designio de la
vida humana y el sentido de la realidad del mundo. Como esa tarea es irrealizable,
la literatura representa la expresión más honesta de esa imposibilidad
manifiesta. La imposibilidad de alcanzar cualquier verdad a través del
conocimiento o la palabra. La imposibilidad de aprender el sentido de la
existencia en el tiempo.
No es la literatura, sin embargo, la principal
damnificada con semejante impotencia. El discurso pretendidamente objetivo de
la filosofía y de otras disciplinas humanísticas arrastra aún peor su fracaso
estrepitoso. Al menos la literatura, con su combinación de ficción circense,
fábula moral y pirotecnia retórica demuestra el absurdo del mundo sin renunciar
al placer y la diversión intelectual. Unos pronunciarán el nombre de Flaubert, otros
el de Proust, otros aun el de Joyce o el de Kafka y, por qué no, los más minoritarios o selectos de Musil y Broch,
para ver encarnada la esencia moderna de la literatura. Hoy, aquí, yo
pronuncio el nombre postmoderno de John Barth, más afín a nosotros, perplejos ciudadanos del siglo
XXI, uno de los novelistas contemporáneos más inteligentes por
su aguda conciencia del tiempo y los problemas del tiempo para la creatividad
literaria.
A Barth hoy se le lee poco, es cierto, pero una
prueba flagrante de su pasado prestigio la encontrará cualquier espectador revisando las
imágenes del interminable metraje de Chelsea
Girls (1966), uno de los experimentos fílmicos más logrados de Andy Warhol.
Durante unos minutos, a la izquierda en la pantalla dividida, un gay maduro y sofisticado
recibe en la cama la visita de varios amigos durante una fiesta privada. Junto
a él, un efebo medio desnudo que parece su amante y que, con un gesto de abulia, toma de la mesilla de noche el libraco de moda que su amante
culto está leyendo en ese momento (Giles, Goat-Boy) y el chico lo hojea por curiosidad morbosa, o solo para distraerse un rato de la necia conversación de los otros invitados. Warhol sabía apropiarse como pocos de las obras y los objetos que
revestían un aura cultural y marcaban una época con su impronta y este guiño casual es un signo pop de la notoriedad que llegaría a alcanzar esta
obra magna, excéntrica y carnavalesca.
Giles, el
niño-cabra
es la novela de campus más original de la literatura, ya que transforma el turbulento
mundo de la Guerra Fría y los inhóspitos territorios de la contracultura libertaria en un gigantesco campus
universitario donde ocurren las infinitas peripecias de la trama, alegorizando el período que Mark McGurl, en un polémico ensayo, ha denominado la “era del programa”. En cualquier caso, aunque
esta no sea la novela postmoderna iniciática, como asegura su autor con arrogancia impropia, sí certificaría
el nacimiento histórico del postmodernismo en 1966, año determinante, como
señala Brian McHale en su nuevo libro, en el expansivo desarrollo de esa
corriente estética e intelectual.
Por más que Barth manipule los esquemas mitológicos de la vida del héroe antiguo en la exégesis de Jung, Raglan o
Campbell, lo que a los nuevos lectores fascinará de esta magistral novela rabelesiana es cómo
la renovación cultural del heroísmo, encarnada en la fabulosa figura de George Giles (niño-cabra de nacimiento oscuro y Gran Maestro del decadente Campus Occidental) pasa por la
cuadratura de una nueva definición de lo humano a partir de la ecuación psíquica
establecida entre la animalidad, la tecnología, la información y la mitología.
La literatura logra así una síntesis total: el
saber dionisíaco insemina el conocimiento académico, revisa críticamente las
narrativas de las diversas religiones, las humanidades, las ciencias y las ideologías políticas
que separan a los humanos en facciones inconciliables y genera, al final, una visión
mística de la realidad que abarca todas sus dimensiones, sin excluir las más
bajas pasiones de la carne ni las más altas miras del espíritu.
Y todo este proceso de refundación irónica de
las culturas del mundo es narrado, o editado, o ambas cosas a la vez, por un
supercomputador infalible, el ORDACO: una inteligencia artificial que posee
energía creativa inagotable y un sentido del humor y del erotismo imitado de sus
creadores, los falibles humanos. Convirtiendo esta obra de Barth en la primera
ficción cibernética de la historia
Para quienes creemos en el ideario
dionisíaco-carnavalesco como el más adecuado a la complejidad de la naturaleza
humana, Giles, el niño-cabra constituye
un texto sagrado de una vitalidad artística desmesurada. Un texto sagrado de
nuevo cuño, es decir: un discurso utópico que desmitifica las fábulas sagradas milenarias
y fundamenta, al mismo tiempo, una cultura desacralizada con nuevas fábulas y
mitos contemporáneos concebidos como respuesta al confuso acertijo del mundo y la vida.
Postdata aposta:
releída en español veintidós años después de la primera vez (en inglés) me
asombra que esta obra maestra de la novela del siglo XX haya perdido no solo el
favor y el fervor de los lectores más inquietos sino hasta una parte importante del crédito
de los académicos. Para mí Giles, el
niño-cabra (más aún que El plantador de tabaco, otra novela portentosa, por su desparpajo creativo en el
tratamiento de una temática estrictamente contemporánea) estaría entre las
cinco cumbres del canon novelístico postmoderno junto con El arco iris de la gravedad,
JR, Ruido de fondo y La hoguera pública. Ninguna novela norteamericana
posterior ha conseguido sobrepasar ese nivel de ambición intelectual, novedad estética, sátira política, inventiva e ingenio narrativo. A John Barth tuve ocasión de conocerlo en octubre
de 2006, como ya he contado alguna vez, durante un festival literario organizado
por Robert Coover en la Universidad de Brown en el que el septuagenario Barth
leyó un cómico capítulo de su novela en curso The
Development (publicada finalmente en
2008) ante una audiencia multitudinaria que festejaba con sonoras carcajadas todas
y cada una de las bromas e ironías de la narración. Pero esa es otra historia…
Por fin una reseña que de a las claras a entender, que se derrame, que exude la sensación de haber leído esta novelaza (la que publicó Babelia, a mi entender, dejó mucho que desear, vamos, que el bueno de Guelbenzu no se leyó a Barth), que incite, más que invite, a leerla, como debe ser con estas obras al estilo de las que se mencionan (Arcoiris, JR...). Ésta aún la tengo encima de la mesa, apenas las explicaciones de los editores he leído, la pospongo como una droga, un día de estos comenzará (la sombra del Plantador es larga...), un día de esos en los que todo sale mal...
ResponderEliminarSoy seguidor de este blog y lector asiduo de norteamericanos postmodernos (o lo que demonios signifique eso; Gaddis lo negó) como los nombrados (bueno no, no he leído aún a Coover) y reseñas como esta consiguieron que los conociera, por lo que le estoy eternamente agradecido.
Hola, Franciso.
ResponderEliminarMe encantan tus novelas, lo que más aprecio es su sentido del humor, también soy un adicto a su blog.
Dicen que las casualidades no existen, precisamente tenía una duda universitaria y compruebo cierta sincronicidad junguiana con tu última entrada.
"El discurso pretendidamente objetivo de la filosofía y de otras disciplinas humanísticas arrastra aún peor su fracaso estrepitoso"
Abusando de tu generosidad, te planteo una sola pregunta:
¿Filosofía o Psicología?.
No se que carrera estudiar.
No me importan las salidas laborales,tampoco me interesa ayudar al prójimo, ni la docencia.
Lo mío es "amor al arte", por decirlo de alguna forma, jajaja
Me gustaría conocer tu opinión y por cúal de ellas te inclinarías.
Gracias.
Muchas gracias, Maqroll, por tus palabras. Solo por tener lectores así (reacios a los prosaicos paripés de los suplementos literarios, hace años que no los frecuento) merece la pena mantener este blog y comentar este tipo de obras tan escasamente apreciadas en estos pagos tan pagados de sí mismos...
ResponderEliminarGracias otra vez.
Un abrazo,
JF
Gracias por tu complicidad con mis novelas.
ResponderEliminarPor amor al arte, yo estudiaría, como hice en su día, filosofía, arte, literatura, y todo lo que escape a la ley del beneficio o el provecho profesional. Pero también matemáticas o física, ya puestos, a ver si de una vez las letras y las ciencias se acoplan, como en Pynchon, para engendrar hermosos híbridos culturales...
Gracias otra vez.
Un abrazo,
JF