[Michel Houellebecq, Sumisión,
Anagrama, trad.: Joan Riambau, 2015, págs. 281]
Solo
la literatura puede daros esa sensación de contacto con otro espíritu humano,
con la integridad de ese espíritu, sus debilidades y grandezas, sus
limitaciones, sus pequeñeces, sus obsesiones, sus creencias; con todo lo que lo
conmueve, interesa, excita o repugna. Solo la literatura puede permitiros
entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa,
completa y profunda que la conversación con un amigo –por más profunda y
duradera que sea una amistad, nunca nos entregamos, en una conversación, tan
completamente como lo hacemos ante una página vacía, dirigida a un destinatario
desconocido…un autor es antes de nada un ser humano, presente en sus libros,
que escriba muy bien o muy mal en definitiva importa poco, lo esencial es que
escriba y que esté, efectivamente, presente en sus textos…De la misma manera un
libro que amamos, es un libro del que amamos a su autor, a quien queremos
conocer, con el que queremos pasar los días.
-M. H., Sumisión-
Il me semble clair que la plupart des
questions- celle de l'école, de l'État, de l'environnement, mais tout aussi
bien celle de la sexualité, de la culture, etc. - sont entièrement stérilisées
si on les ramène au face à face figé de l'ancien et du nouveau, du ringard et
du branché. Ce qu'il faut se demander plutôt, à chaque fois, c'est ce qui va
dans le sens de la liberté, de la vitalité, de l'imagination, et ce qui va, à
l'inverse, dans le sens de la soumission.
-Guy Scarpetta-
Toda
sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas. Meted el dedo en la llaga y
apretad bien fuerte.
-M. H.,“Golpear donde más duela”-
En mi novela Karnaval
(Anagrama, 2012) ya supe intuir las inclinaciones religiosas latentes de Michel
Houellebecq mostrándolo como alguien que acude día tras día a la catedral parisina
de Notre-Dame en busca de una conversión que nunca se produce. A pesar de los
atractivos que la profesión religiosa posee a sus ojos, su inteligencia analítica
se resiste a claudicar y someterse a los imperativos de la razón teológica y abrazar
sus consuelos metafísicos.
Tiene gracia, en este sentido, que Houellebecq
haya salido ahora del armario del laicismo con esta novela protagonizada por un
experto universitario en el gran escritor decimonónico Joris-Karl Huysmans, el
esteta literario que acabó disipando la desolación moral causada en él por el
triunfo del positivismo burgués y sus secuelas sociales y culturales mediante
su conversión fulminante al catolicismo. Huysmans es para François, narrador protagonista
de esta novela confesional, mucho más que una simple especialidad académica. Es
un modelo ideológico y un identificador subjetivo, pese a la imposibilidad de
convertirse, o de hallar alguna esperanza en la vida monástica, porque el
momento histórico en que esto era aún pensable en la cultura occidental habría
pasado fatalmente. De ahí el gran acierto de elegir ese punto de vista anímico
para narrar, con neutralidad proverbial e indiferencia ética, la islamización virtual
de una Francia del futuro inmediato.
Es obvio para cualquiera que, desde los tiempos burgueses
e industriales de Huysmans, la decadencia europea no ha hecho sino agravarse,
década tras década, guerra tras guerra. Enarbolando el fantasma islámico, el
espectro siniestro que recorre el mundo real y sus aledaños mediáticos en el
imaginario colectivo como un azote de fanatismo, violencia y sumisión creyente,
el forense Houellebecq se limita a rubricar la muerte postergada de una Europa en
pleno declive de valores religiosos y familiares y la derrota definitiva del
humanismo ilustrado y sus ramificaciones socialdemócratas. Si el islam es en la
novela un fermento de vida, una solución inesperada a la parálisis social, un
simple flagelo antioccidental, o una pirueta dialéctica para restituir a la
denostada sociedad patriarcal, contra feministas recalcitrantes y demás defensores
de la indiferencia sexual, toda su fuerza comunitaria y su poder apaciguador de
las tensiones íntimas, es una cuestión que me interesa menos que dilucidar el
fondo libidinal de la cuestión palpitante que Houellebecq ataca con tanta
pericia técnica para la provocación como inteligencia estratégica para el
escamoteo de sus verdaderas motivaciones.
Al final, si el narrador se somete sin escándalo
al islam es más por razones de insatisfacción sexual y descontento social que
por motivos de fe. Entre la tentación populista del neofascismo identitario, la abulia democrática experimentada
hasta el hastío en cada período electoral, la marginalidad progresiva de la
izquierda y la claudicación a un islam moderado, como respuesta efectiva a la peligrosa
quiebra del contrato social, el narrador no tarda en decidirse, como la mayoría
de los franceses, en pro de la menos mala de las opciones propuestas a una
libido democrática en estado afásico. Con categorías sospechosas, pero sin
negrura ni pesimismo, Houellebecq retrata esa sumisión como rendición resignada del miembro más debilitado y enfermo al más fuerte y sano. Sin derramamiento de sangre, sin violencia
excesiva: una aceptación de la superioridad de una civilización (la islámica)
sobre otra (la cristiana).
Al novelista Houellebecq le interesa, por tanto,
para terminar de cuadrar su juego dialéctico, que su perplejo personaje, un
pánfilo universitario que sanciona con sus ridículos complejos sexuales la
degradación de la vida intelectual francesa y europea, revele las claves
reaccionarias de la bancarrota del orden patriarcal a través de un proceso
interior que lo guíe al convencimiento de que la concentración de las mujeres
desde muy temprana edad en el mundo doméstico y conyugal, apartadas de
cualquier otra actividad laboral, supone una vía segura hacia la felicidad
masculina, primero, y femenina, después. Un estilo de vida anticuado pero
eficaz para ambos sexos, como la poligamia coránica. Una utopía viable,
realista, pragmática, fundada en una escala jerárquica de sumisión ascendente:
la sumisión de la mujer al hombre y del hombre a Dios (Alá). No importa tanto
el rasgo satírico de que esta teocracia islámica de signo más templado solo
pueda realizar sus fines prescritos, al menos en las altas instancias de la
administración donde aspira a integrarse el narrador, gracias a la financiación
saudí.
“Los grandes espíritus son escépticos”,
proclamaba Nietzsche. Suscriba o no la tesis central de esta novela de
conversión, Houellebecq cree que su misión como novelista consiste en desnudar,
con refinada ironía, las miserias morales de su tiempo sin comprometerse con
ninguna causa militante. Los sociólogos de guardia deberían tomar buena nota.
Una de dos. O bien Houellebecq tiene razón y este es el porvenir que nos aguarda,
nos guste o no, estamos abocados a un retorno paneuropeo de lo reprimido
religioso. O bien todo es producto de la pura especulación intelectual: la
fantasía nihilista de un escritor
sumido en la desesperación y plenamente consciente de la crisis profunda que
atraviesa la vida europea.
No sé, finalmente, si Houellebecq es un profeta
acreditado o un mero individuo atrapado como todos en los espejismos y
trampantojos de la actualidad. Pero sí sé que Sumisión explota con ingenio e inventiva el poder novelesco de
jugar al límite con las ficciones de la política y la geopolítica de un tiempo
turbulento como este. En el fondo, la literatura también sirve para esto. Para dinamitar
la representación convencional de un estado de cosas, poner el mundo del revés,
examinarlo a la luz de la inteligencia y la imaginación, evitando el error de
sostener cualquiera de las convicciones en juego.
[La versión extensa del texto se publica este mes en la revista El
Cuaderno, junto con un extracto de la novela de Houellebecq, en un número monográfico dedicado a la narrativa francesa.]
Cualquiera de los personajes que abraza la fe en la literatura de Houellebecq lo hace por motivos prácticos. La secta de "La posibilidad de una Isla" tiene ventajas científicas de vida eterna y claro, sexo. Houellebecq no rechaza a priori argumentos teológicos si estos le ayudan a la felicidad. No hay diferencia para él entre tomar un buen calmante para el dolor de muelas o apuntarse a una religión dónde encuentre mujeres disponibles. Efectivamente, práctico debería ser su verdadero apellido. Tal vez tenga razón. Desde luego es un escritor con una voz más personal de lo común. Cualquiera puede llamar la atención. Pero cualquiera no puede hacerlo con tanta inteligencia como él. Saludos.
ResponderEliminarSí, estoy de acuerdo, pero siguiendo su lógica hasta el extremo, el amigo Houellebecq me temo que acabe escribiendo un manual de autoayuda sembrado de sexo senil y consejos saludables para el cuerpo (o su desecho visible) y el espíritu (o su parte más rentable)...
ResponderEliminarVuelva cuando quiera.
Saludos.
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