[Gregorio Morán, El
cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados, Akal, 2014 (2ª ed.), págs. 829]
¿Qué es una anomalía
literaria o cultural? Lo más parecido a una verruga en un terreno dominado por
los mandarines. Una ruptura, una atipicidad, un desajuste en el transcurrir
pautado de la vida cultural española. Entonces me preguntaba, hace más de diez
años, algo que ahora tengo más claro: ¿por qué Nietzsche, por citar un ejemplo
extremo, no constituye una anomalía en la cultura germánica y Max Aub lo es en
la nuestra?
-Gregorio Morán, “El mandarinato exige sumisión”-
Este es el libro más esperado y temido de la
última década. Un ensayo exhaustivo que revisa sin contemplaciones la historia
de la cultura oficial española desde 1962 hasta 1996, es decir, desde el
contubernio de Munich, como lo apodó la jerga franquista de la época, hasta el
final del mandato socialista de Felipe González y la restauración en el poder político
de una derecha reciclada.
Lo digo desde ya, para que no haya dudas: la autopsia del cadáver es implacable, el análisis demoledor, el balance ruinoso. Apenas si
se salvan del naufragio unos cuantos nombres, unos pocos gestos éticos o estéticos. El
resto, como sabemos de sobra, es escoria moral. Pocos países como el nuestro,
antes de Franco, bajo Franco y muerto y enterrado el último dictador, pueden
presumir de un currículum intelectual y cultural de una medianía cuantitativa similar.
Si hacemos caso a Morán, en este país solo
ascienden los trepas profesionales, los pícaros sin talento, los servidores sin
escrúpulos, los mandarines de mesa camilla y pantuflas a cuadros, los impostores ambiciosos, los mediocres, en suma. Basta echar un
vistazo alrededor para darse cuenta de que el severo diagnóstico de Morán permanece
vigente. Toda forma de parasitismo institucional, de colocación a dedo de medianías y adocenados, de chalaneo de cargos y reparto de prebendas, de padrinazgos inconfesables
y otras corruptelas políticas se repiten con provecho en el ámbito de las
instituciones académicas y culturales. Es así al menos desde el siglo XIX,
cuando se impusieron en la anacrónica vida española ese estilo anticuado y esa
mentalidad provinciana tan difíciles de erradicar.
En el relato de Morán hay muchos nombres propios
de sujetos envilecidos por su promiscuidad con el poder, pero el protagonista eximio
es Jesús Aguirre, uno de los casos más paradigmáticos de la historia española
moderna. Su asombrosa evolución ya lo dice todo: de cura revolucionario en los
sesenta, pese a sus escarceos teológicos y manoseos ateos con Ratzinger, a
mandarín editorial en los setenta, miembro de la academia española de la lengua
en los ochenta y, para colmo, duque consorte. Todo ello sin que se le
reconozcan otras virtudes que las sociales, tan valoradas en este país donde la
“amistad” constituye otro vínculo consanguíneo tan importante como el familiar.
Lo peor de la crónica despiadada de Morán para
algunos popes actuales de la impostura cultural es que no declara que la democracia
acabó con todos los males y los villanos desaparecieron del escenario. Al
contrario, el poder cambió de manos y de camisa, sí, cambiaron algunas caras y
algunos nombres, faltaría más, y otros se limitaron a girar el rostro hacia el nuevo
sol imperante. Y este es el núcleo más ofensivo de la historia reciente de la
RAE y la universidad y las letras españolas que ha generado el espurio escándalo
del libro y su censura editorial.
No obstante, en este contexto crítico, Morán se
atreve a señalar algunos héroes. En el exilio, Max Aub, tan desdeñado. Y en el
interior: la estrella efímera de Luis Martín Santos, el gran psiquiatra y
genial novelista que supo plantar cara a la opresiva situación desde las
exigencias de la literatura y ajustar las cuentas con el tinglado social,
político y cultural del momento. Ahí sigue Tiempo
de silencio, feroz desnudamiento integral de una España siniestra y
miserable. Y no solo por la mordaz caricatura del mundo intelectual, tan
elocuente, sino por la reflexión amarga sobre el pueblo, la denuncia intransigente
de su alienación secular. Es sabido que cada pueblo tiene los mandatarios y
mandarines que merece. No sorprende, por tanto, que con la muerte accidental de
Martín Santos muchos, a un lado y a otro, respiraran aliviados.
Lo de los manoseos Aguirre-Ratzinger me ha helado la sangre ¡amour fou!. ;-)
ResponderEliminarPero... ¡vaya! En la cuestión de fondo expones tienes más razón que un santo. A fecha 27.05.2015 Baroja continúa siendo el puto amo, un referente moral y un modelo intelectual para cualquier español de bien que se precie ¡Y ya ha llovido desde que colgamos su boina al clavo de la puerta! Un abrazo, Juan.
Martín-Santos alzó en Tiempo de silencio lo que ninguno de los que han venido detrás ha podido ni siquiera imaginar, seguramente, porque su libertad creativa fue tan grande que apenas tiene parangón. Tampoco su calidad, por supuesto. Y su rabia, elemento indispensable para una literatura crítica de verdad.
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