viernes, 22 de mayo de 2015

ESPAÑA, APARTA DE MÍ ESTE COÑAZO



[Gregorio Morán, El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados, Akal, 2014 (2ª ed.), págs. 829]

¿Qué es una anomalía literaria o cultural? Lo más parecido a una verruga en un terreno dominado por los mandarines. Una ruptura, una atipicidad, un desajuste en el transcurrir pautado de la vida cultural española. Entonces me preguntaba, hace más de diez años, algo que ahora tengo más claro: ¿por qué Nietzsche, por citar un ejemplo extremo, no constituye una anomalía en la cultura germánica y Max Aub lo es en la nuestra?

-Gregorio Morán, “El mandarinato exige sumisión”-


Este es el libro más esperado y temido de la última década. Un ensayo exhaustivo que revisa sin contemplaciones la historia de la cultura oficial española desde 1962 hasta 1996, es decir, desde el contubernio de Munich, como lo apodó la jerga franquista de la época, hasta el final del mandato socialista de Felipe González y la restauración en el poder político de una derecha reciclada.
Lo digo desde ya, para que no haya dudas: la autopsia del cadáver es implacable, el análisis demoledor, el balance ruinoso. Apenas si se salvan del naufragio unos cuantos nombres, unos pocos gestos éticos o estéticos. El resto, como sabemos de sobra, es escoria moral. Pocos países como el nuestro, antes de Franco, bajo Franco y muerto y enterrado el último dictador, pueden presumir de un currículum intelectual y cultural de una medianía cuantitativa similar.
Si hacemos caso a Morán, en este país solo ascienden los trepas profesionales, los pícaros sin talento, los servidores sin escrúpulos, los mandarines de mesa camilla y pantuflas a cuadros, los impostores ambiciosos, los mediocres, en suma. Basta echar un vistazo alrededor para darse cuenta de que el severo diagnóstico de Morán permanece vigente. Toda forma de parasitismo institucional, de colocación a dedo de medianías y adocenados, de chalaneo de cargos y reparto de prebendas, de padrinazgos inconfesables y otras corruptelas políticas se repiten con provecho en el ámbito de las instituciones académicas y culturales. Es así al menos desde el siglo XIX, cuando se impusieron en la anacrónica vida española ese estilo anticuado y esa mentalidad provinciana tan difíciles de erradicar.
En el relato de Morán hay muchos nombres propios de sujetos envilecidos por su promiscuidad con el poder, pero el protagonista eximio es Jesús Aguirre, uno de los casos más paradigmáticos de la historia española moderna. Su asombrosa evolución ya lo dice todo: de cura revolucionario en los sesenta, pese a sus escarceos teológicos y manoseos ateos con Ratzinger, a mandarín editorial en los setenta, miembro de la academia española de la lengua en los ochenta y, para colmo, duque consorte. Todo ello sin que se le reconozcan otras virtudes que las sociales, tan valoradas en este país donde la “amistad” constituye otro vínculo consanguíneo tan importante como el familiar.
Lo peor de la crónica despiadada de Morán para algunos popes actuales de la impostura cultural es que no declara que la democracia acabó con todos los males y los villanos desaparecieron del escenario. Al contrario, el poder cambió de manos y de camisa, sí, cambiaron algunas caras y algunos nombres, faltaría más, y otros se limitaron a girar el rostro hacia el nuevo sol imperante. Y este es el núcleo más ofensivo de la historia reciente de la RAE y la universidad y las letras españolas que ha generado el espurio escándalo del libro y su censura editorial.
No obstante, en este contexto crítico, Morán se atreve a señalar algunos héroes. En el exilio, Max Aub, tan desdeñado. Y en el interior: la estrella efímera de Luis Martín Santos, el gran psiquiatra y genial novelista que supo plantar cara a la opresiva situación desde las exigencias de la literatura y ajustar las cuentas con el tinglado social, político y cultural del momento. Ahí sigue Tiempo de silencio, feroz desnudamiento integral de una España siniestra y miserable. Y no solo por la mordaz caricatura del mundo intelectual, tan elocuente, sino por la reflexión amarga sobre el pueblo, la denuncia intransigente de su alienación secular. Es sabido que cada pueblo tiene los mandatarios y mandarines que merece. No sorprende, por tanto, que con la muerte accidental de Martín Santos muchos, a un lado y a otro, respiraran aliviados.

2 comentarios:

  1. Lo de los manoseos Aguirre-Ratzinger me ha helado la sangre ¡amour fou!. ;-)

    Pero... ¡vaya! En la cuestión de fondo expones tienes más razón que un santo. A fecha 27.05.2015 Baroja continúa siendo el puto amo, un referente moral y un modelo intelectual para cualquier español de bien que se precie ¡Y ya ha llovido desde que colgamos su boina al clavo de la puerta! Un abrazo, Juan.

    ResponderEliminar
  2. Martín-Santos alzó en Tiempo de silencio lo que ninguno de los que han venido detrás ha podido ni siquiera imaginar, seguramente, porque su libertad creativa fue tan grande que apenas tiene parangón. Tampoco su calidad, por supuesto. Y su rabia, elemento indispensable para una literatura crítica de verdad.

    ResponderEliminar