[Marcel
Proust, Albertine desaparecida,
Anagrama, trad.: Javier Albiñana, 2014,
págs. 197]
Gran parte de cuanto
creemos, y así es hasta en las últimas conclusiones, con idéntica obcecación y
buena fe, nace de un primer engaño en las premisas.
-Marcel Proust-
Al comentar la obra capital de Proust escribe
Paul de Man: “en esta novela, todo significa algo diferente de lo que
representa, ya sea el amor, la conciencia, la política, el arte, la sodomía o
la gastronomía”. En este sentido, si las turbias relaciones del narrador Marcel
con su oscuro objeto de deseo Albertine mezclaban sospechas y engaños, infidelidades
y placeres contrariados, cabe entender que la duplicidad de versiones del
penúltimo libro de En busca del tiempo
perdido logra estrechar aún más el vínculo perverso entre la vida y el arte,
núcleo problemático de la estética proustiana.
Todo buen lector de Proust conoce la existencia
de este manuscrito corregido por su autor meses antes de morir en 1922 y
recuperado por una conspiración del azar en 1986. Comparada con la versión original,
la drástica revisión no puede sino considerarse un compendio quirúrgico. Una transcripción condensada
donde para exacerbar el impacto emocional en el narrador de la fuga y muerte de
su amada, prisionera doméstica de sus celos patológicos, se suprimieran las perturbadoras
revelaciones sobre la sexualidad de Albertine (amazona promiscua que, a pesar
de sus dudas, ansiaba sublimar esa pulsión maldita con el matrimonio burgués) y
se obviaran, además, las referencias al porvenir conyugal de Gilberte, amor inmaduro
de Marcel.
En el caso de Albertine, es posible que Proust,
jugando a técnicas de ocultación y velado aprendidas del maestro Henry James, pretendiera
evitar la redundancia de la temática homosexual expuesta ya en el fascinante
libro cuarto (Sodoma y Gomorra) y
envolver en una elipsis ambigua conductas indecentes y actos escandalosos narrados
sin pudor en la versión expandida. Sea como fuere, la férrea voluntad de abreviar
la novela se apoderó de los últimos impulsos artísticos de un Proust debilitado
por la neumonía.
Esta nueva Albertine
desaparecida hace brillar con más intensidad las preciosas joyas
conservadas, prescindiendo de cualquier ornato excesivo para dirigir la
atención sobre lo esencial. El componente detectivesco
de la trama es quizá el más perjudicado por los cortes mientras la perspectiva sentimental
y el análisis mental de la dolorosa experiencia saldrían reforzados. Marcel no
solo pierde a Albertine dos veces, primero en su huida precipitada y luego en
su muerte accidental, sino que atraviesa un proceso de maduración que, tras los
acontecimientos más dramáticos de su vida, lo conduce en compañía de su madre a
la fastuosa Venecia de Ruskin, donde asumirá el desengaño moral y la conciencia
artística necesarios para afrontar las exigencias de escritura del vasto ciclo
novelesco.
En cualquier versión, resulta irónico el juego
transexual desplegado por Proust en la transfiguración de Albertine. Como es
sabido, su inspiración principal fue Alfred Agostinelli, chófer italiano y
secretario privado de Proust con el que mantuvo un tumultuoso idilio durante
años, conviviendo con él y con su falsa mujer, y cuyas misteriosa fuga y horrible
muerte establecen multitud de analogías con lo narrado por Marcel. Proust
detestaba la crítica biográfica de las obras literarias y, sin embargo, nutría
su paradójica literatura de materiales triviales extraídos de la vida propia o ajena. En
el doble cuerpo de Albertine se consuma uno de los travestismos literarios más sofisticados
de la historia. El amante bisexual del autor se transforma en la novia lesbiana
del narrador, huyendo ambos hacia un destino fatal en la realidad o en la
ficción.
Todo el arte de Proust se resume aquí con lacónica lucidez: “La vida es la que poco a poco, caso por caso, nos permite
observar que lo que es más importante para nuestro corazón, o para nuestra
mente, no nos lo enseña el razonamiento sino otros poderes”.
¿Quién lee hoy a Proust? Yo diría que nadie, amigo Juan. Lo cierto es que el siglo XX fue el que aceleró el tiempo, el siglo en el que todo se convirtió en instantáneo, y sin saberlo, como todos los genios, Marcel Proust tuvo la intuición adecuada: "El recuerdo de determinada imagen no es más que el pesar por cierto momento; y las casas, los caminos, las avenidas son huidizas, por desgracia, como los años." Hoy nadie tiene el tiempo suficiente para leer a Proust; ávidos y acelerados de tantos olvidos. Sus libros se encuentran relegados en la parte más inaccesible de los estantes de un tiempo perdido, de un tiempo sepultado por los estratos de otro tiempo que corre raudo, atravesándonos por una poderosa, incesante y mortal corriente, cuando Proust levantó su castillo de naipes de siete volúmenes para decirnos que la literatura sirve también para recuperar el tiempo de la lectura.
ResponderEliminarHe querido ver, cada vez que vuelvo a su monumental obra, que para Proust no hay más que una filosofía: la de los momentos únicos. Consumir las posibilidades del momento, aprovechar los instantes, el minuto que se va. Habría que señalar su otra dimensión magna, mucho más aprovechada por la literatura posterior: la facultad de parar el tiempo novelesco. Proust mirando el mar a través de un rosal, descubre el tiempo infinito que tarda un barco en lontananza en pasar de una rosa a otra. Esta imagen me parece tan representativa como la del té, o muchas otras. La imagen del té nos da la dimensión de Proust hacia el pasado. La imagen del barco y la rosa nos da la dimensión de Proust viviendo el presente, su capacidad de identificar el tiempo que está fluyendo. Se ha insistido mucho en el descubrimiento y la memoria por parte de Proust, pero era un poco de tiempo en estado puro lo que buscaba el autor a través de sus páginas. Eso es lo que yo busco.
Ha sido muy agradable encontrar a este autor en tu espacio. Quizá quedemos algún día tú y yo, no sé, en una terraza delante del mar para departir...
Fuerte abrazo