Las malas lenguas, tan emponzoñadas como poco informadas, dicen que Houellebecq ganó con esta novela (El mapa y el territorio, Anagrama, 2011) el reputado premio Goncourt después de haber estado postulando a él desde los inicios de su carrera, incluso antes, desde la infancia irrecuperable. Esas mismas lenguas difamatorias, ciegas además de malintencionadas, dicen que Houellebecq escribió esta novela sólo guiado por la pretensión de ganarse las simpatías del jurado y agenciarse la recompensa. Yo sólo sé una cosa. Los hermanos Goncourt, realistas supremos que prestan su nombre al premio a cambio de nada, estarían muy contentos de saber que, por primera vez en mucho tiempo, se le concede a un escritor verdadero, uno de los grandes realistas actuales, y no a una medianía literaria de temporada.
Estamos ante una de las novelas más complejas y sutiles de su autor. En otras novelas pudo parecer que Houellebecq vociferaba como un demente contra esto o aquello, o clamaba como un profeta malherido y sin Dios contra los vicios de la vida contemporánea con ese tono grandilocuente que los destinatarios del discurso reclaman para poder creer en la verdad del mensaje. Aquí, en cambio, Houellebecq se instala, desde el espléndido principio, en una dicción serena y desengañada, hasta fatigada de sí misma, con la que modula una incisiva cartografía del presente.
La inteligencia de la estrategia narrativa reside, precisamente, en el modo en que, sin perseguir la provocación frontal, el autor acierta a deslizarse como personaje en la trama para controlarla desde dentro y conducirla adonde se propone con gran eficacia. Se podría decir, con ironía, que el protagonismo novelesco, atribuido a un artista multimedia, Jed Martin, es engañoso. En su última exposición, Martin decide llevar a cabo una serie de cuadros dedicados a grandes figuras profesionales de nuestro tiempo. En ese elenco privilegiado incluye a un escritor, “Michel Houellebecq”, autor del texto que confiere sentido global a la exposición. Con esa excusa, Houellebecq se infiltra en la ficción bajo una luz nada complaciente, con todos sus defectos, sin filtros ni encubrimientos, desnudo de alma y de cuerpo, por así decir. Ecce Homo eczematoso.
Este autorretrato irónico es el primer golpe de genio de la novela. Pues a través de la historia del artista de éxito, concebido a imagen y semejanza del autor y de su visión del mundo, éste consigue plantear una reflexión de aplastante lucidez sobre la (in)trascendencia del arte. ¿Para qué reproducir el mundo? ¿Aparte del resultado comercial, tiene algún sentido la “imitación” de la realidad? A este artista melancólico se opone la figura análoga del exhausto escritor de éxito. De esa confrontación entre dos personalidades creativas que observan la realidad con la misma mirada desencantada y severa extrae toda su fuerza dramática esta novela magistral.
En cualquier caso, la imagen alegórica del encuentro entre el escritor y el pintor, versión novelada de uno de los cuadros posibles del artista, genera la representación de una realidad exasperante, examinada desde una doble perspectiva crítica. Una realidad precarizada: pasto de las intransigentes leyes del mercado, incapaz de cumplir con las expectativas de felicidad afectiva y satisfacción material de la mayoría, abocada a una regresión ideológica, presente y futura, que transita por el regionalismo folclórico, el contubernio mediático y la indiferencia moral de unas vidas abandonadas a la banalidad y el tedio.
La definitiva genialidad de la novela radica, sin embargo, en consumar la inscripción del autor en su creación mediante su espantoso asesinato (descrito con referentes estéticos que se sitúan entre la teleserie CSI y “Los crímenes de la calle Morgue” de Poe). Con este gesto truculento, Houellebecq transmite una revelación intempestiva sobre el poder del mal en un mundo optimista e ingenuo que cree que el bien podrá imponerse con las políticas correctas. El escritor acepta el horror del sacrificio simbólico, exhibiendo una instantánea gore de su cadáver despedazado, con tal de manifestar el poder de la literatura en un mundo que tiende a despreciarla sin comprender su importancia. La pervivencia del mal garantiza, como sabía Bataille, que la supervivencia de la literatura esté vinculada a esa función suprema: decir el mal, mostrarlo sin contemplaciones, volverlo material de ficción para que podamos verlo, anulando la moralina, en toda su monstruosa desnudez.
La literatura se eleva así, de nuevo, por encima de la política y la ética en esa tarea inveterada. La inteligencia del Mal, en el doble sentido de la expresión, será el sustrato literario por excelencia mientras el mundo, por más que cambie el decorado, siga siendo como es.
Rotos algunos tabúes impuestos por el devenir literario, la aparición explícita del autor en su obra está dejando brillantes ejemplos del uso del "yo" como descarado eje narrativo, sirva de ejemplo "Verano" de Coetzee.
ResponderEliminarSu artículo me anima a leer este del francés. Gracias y saludos.
Yo lo veo de otro modo. Entiendo que el gesto de Houellebecq va precisamente en contra, de manera radical, de todos los modos de inscripción del autor en la ficción que han venido dominando los últimos treinta años de práctica narrativa bajo el dudoso nombre de "autoficción", y no excluyo de esto a Coetzee y a su estupenda última ¿novela?...
ResponderEliminarGracias a ti.