En abril hizo treinta años de la muerte de uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX. Me decido, tarde, a conmemorarlo así. Espero que se entienda por qué. ¿Sartre el filósofo de la era Facebook? Algo así de provocativo, o de caprichoso. En mi línea…
Rectificando a Borges, su antípoda intelectual, Sartre podría escribir ahora: “El existencialismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara existencialista porque no hay quien sea otra cosa”.
Habría que comenzar por aquí para entender el cúmulo de malas lecturas que justifican esta “mala lectura” de Sartre: las malas lecturas de las novelas de Gide o Céline hicieron a Sartre novelista; las malas lecturas de Husserl o Heidegger lo hicieron filósofo; las malas lecturas de Brecht, Genet o Beckett, dramaturgo; las malas lecturas de Marx o Mao lo hicieron propagandista y agitador de una causa con nocivos efectos colectivos; las malas lecturas de Baudelaire, Flaubert y Genet, entre otros, lo hicieron un crítico inquisidor, dueño exclusivo del primer manicomio literario de la historia, una estilizada institución donde los neuróticos de la literatura se curaban sólo con dosis crecientes de “compromiso” y “función social”. Sartre pasó al lado de Bataille y prefirió no enterarse (cuánto debió dolerle que Heidegger lo reconociera como genuino pensador de su tiempo en lugar de a él, tan esforzado discípulo en sus comienzos del filósofo filonazi). Pasó por encima (o por debajo, nunca se sabe) del estructuralismo y el post-estructuralismo sin darse por aludido, mucho menos por eludido (casi nada de lo más innovador que se estaba pensando en esa capital mundial de la inteligencia que era París en los sesenta lo tenía en cuenta favorablemente). Ni se enteró, como tantos otros, de la existencia marginal del situacionista Debord, un “marxiano” actualizado que le había secuestrado una de sus categorías preferidas (“el hombre no es más que una situación”) viendo que el maestro no acertaba a darle un uso subversivo adecuado.
Si al empollón genial que practicaba la filosofía hasta en sueños e iba al cine todos los días, como a un ceremonial laico de promiscuidad con el mundo, le restáramos este componente áspero y locuaz, este plagio creativo y esta perversión generalizada, no tendríamos al mayor defensor de lo obvio y lo evidente que diera el siglo veinte. Fue Marx quien dijo que la lucha intelectual más revolucionaria consistía en demostrar lo evidente (lo más evidente hoy es que hasta el capitalismo triunfante se sabe de memoria el abc doctrinal sartriano). Porque en eso consiste esencialmente el cajón de sastre de la obra de Sartre: teatro de la mala conciencia amasado para epatar con paté de higado burgués; pastiches de novela agónica del adolescente miope que se quita las gruesas gafas, como quien no quiere la cosa, y ve de pronto su monstruoso rostro en el espejo de un mundo abominable; tratados para comerse el mundo, precisamente, con una ambición desmedida (quizá por eso el astringente Cioran, que creía haber comprendido mejor la fórmula existencialista despojándola de todo humanismo, lo llamaba “empresario de ideas”). Si Sartre ha terminado alcanzando la inmortalidad es sólo del modo paradójico que describiera en su estudio literario más influyente: “por haber combatido apasionadamente en nuestra época, por haberla amado con pasión y haber aceptado morir totalmente con ella” (¿Qué es la literatura?).
Tanto le preocupaba su imagen que dedicó un tratado completo a hablar de la imagen, en general, y de la mala imagen, en particular, que normalmente tienen los otros de uno, nada que ver, por cierto, con lo que uno ve o quiere ver. Sartre fue, además de un filósofo sesudo y sexuado, el primer intelectual plenamente mediático y transnacional de la historia. Su pensamiento manifiesto pasaría pronto del infierno misántropo al existencialismo demográfico y la conciencia colectiva más o menos desgraciada o culpable. Sería fácil concluir de todo ello que la lógica de su respuesta a la sociedad global de masas prefiguraba las estrategias publicitarias de la “sociedad del espectáculo”: el peso específico de una vida sólo podía incrementarse, en un contexto tan aplastante y masivo, extremando la visibilidad del individuo contingente, única vía mundana para contrarrestar la indiferencia estadística mencionada e imponer activamente una determinada personalidad en la escena pública, ese escenario necesariamente político del diálogo existencial entre el hombre y el mundo.
Sin embargo, su versión paradójica del existencialismo, fundada en una sustancia personal carismática e irrepetible, encontraría en este existencialismo de baja resolución propio de lo contemporáneo una de sus parodias más efectivas. La imaginación está en el poder, ya que éste no es hoy sino el poder de producir imágenes ad nauseam, imágenes que anulan la verdadera imaginación (facultad a la que Sartre consagraría, ya lo he dicho, un tratado espléndido) y, sobre todo, suplantan a lo real. El ser se diluye en simulacros, los “caminos de la libertad” son los de la alienación económica y la servidumbre laboral y el consumo incontrolado, y la nada, como sugería Félix Guattari reprochándole su comprensión demasiado literaria del concepto, se habría convertido en el horizonte absoluto de la subjetividad capitalista.
Hoy que, de un modo u otro, somos todos unos existencialistas consumados y aspiramos a aparecer en televisión para cumplir con nuestra cuota de inmortalidad espectacular, máxima trascendencia asignada al ego postmoderno en el reparto democrático, el autor de La náusea puede parecernos dialécticamente superado. En esa novela magistral, sin embargo, Sartre llegó a consignar este juicio precursor del reino de la simulación y los simulacros: “Las cosas son en su totalidad lo que parecen, y detrás de ellas…no hay nada”. Andy Warhol, patriarca postmoderno, no lo habría dicho mejor.
La náusea fue la primera novela de Sartre en donde ya contenía todos sus principales intereses, a excepción de los políticos. Es su novela más densa desde el punto de vista filosófico. Trata de la libertad y el destino trágico, el carácter de la burguesía, la fenomenología de la percepción, la naturaleza del pensamiento, de la memoria, del arte. Estos temas surgen como consecuencia de cierto descubrimiento, de interés metafísico, que realiza el protagonista. Antoine Roquetin descubre, en términos propios de la jerga filosófica, que el mundo es contingente y que estamos relacionados con él de forma discursiva y no intuitiva. Roquetin, un investigador de treinta años se instala en el puente francés de Bouville (un Le Haure apenas disimulado), después de varios años de viajar. No obstante, esta nueva situación produce una serie de efectos cada vez más extraños. Cuando Roquetin se dedica a quehaceres cotidianos normales, su percepción del mundo y del lugar en que vive se altera radicalmente. Llega a percibir la solidez racional de la existencia como un simple y frágil barniz. Experimenta la "náusea" de la realidad, una "enfermedad dulzona", un vértigo a nivel del suelo. Se siente fascinado por la indiferencia de los objetos inanimados, pero es consciente de que cada situación en la que se encuentra lleva el sello irrevocable de su ser. Descubre que no puede escapar de su presencia abrumadora.
ResponderEliminarExcelente texto.
Un cordial saludo.
señor Ferrer estoy contento de leer
ResponderEliminarsus comentarios y le comento que los
voy a leerlos todos, despacio porque
no me manejo todavia muy bien con el
bloger, los que le han dicho que escribe para jovenes de usted las
gracias, yo tengo 86 años poca memo-ria y creo que haremos buenas migas