jueves, 7 de octubre de 2010

MARIO VARGAS LLOSA: LA ORGÍA PERPETUA


[Siento interrumpir el Bret Easton Ellis Festival. La actualidad, cuando se lo merece, dicta las prioridades. En este caso, el Premio Nobel al novelista Mario Vargas Llosa es suficiente motivo. El Premio Nobel de Vargas Llosa, entre otras muchas cosas, rompe también todas las previsiones y expectativas sobre lo que supone ser un buen chico, un monaguillo de la cultura o el pensamiento dominante, y se me hace necesario celebrarlo como corresponde. Me alegro de que a partir de ahora los escritores que aspiren a obtenerlo en un futuro más o menos remoto no puedan dormir una siesta tranquila pensando que acertaron en la elección de bando. Esta sorprendente recompensa obligará a muchos a reconsiderar sus posiciones, sobre todo las más interesadas, o las más deshonestas, o las más rentables. La academia sueca les ha dado un nuevo motivo de preocupación. Para todos los demás, que nos alegramos doblemente del hecho, Vargas Llosa supondrá siempre un ejemplo de libertad e independencia subjetivas, a pesar de sus errores ocasionales. Es el precio a pagar por fiarse únicamente de los propios criterios, intransitivos, y no de los más gregarios y demagógicos o, en su defecto, de los más oportunos y complacientes con los intereses del amo. En cualquier caso, aprovecho también la feliz ocasión para manifestar mi gran admiración por la obra novelística de Vargas Llosa. Ya sé que algunos resentidos o malintencionados, con finalidad difamatoria, qué se le va a hacer, me atribuyen en exclusiva predilecciones literarias posmodernas, a ser posible francesas o norteamericanas. Como todo lo que nace de pasiones tristes, esa atribución es falsa. Mi biblioteca, sin serlo, tiende al infinito y, en español en particular, admite pocas lagunas significativas. Hay varias novelas de Vargas Llosa entre mis favoritas del siglo XX y, aunque pueda discrepar en ocasiones de sus posiciones ideológicas o de algunos de sus juicios estéticos y de las actitudes cerriles de algunos de los defensores a ultranza de su ideario narrativo, su inmenso talento y su inventiva novelística y su actitud desafiante y provocativa siempre me estimulan y me obligan a ser más exigente y autocrítico. Para celebrar este premio de premios, con el que la academia sueca se redime en parte de omisiones y yerros anteriores, se me ha ocurrido rescatar la reseña que escribí hace unos años de Travesuras de la niña mala (Alfaguara, 2006). En ella creo que cifré algunas de las cuestiones esenciales de su literatura, o de cómo entiendo yo el designio de ésta. En general, su gran virtud como escritor, para mí, que provengo de una tradición más neobarroca o borgiana (más hermética, en suma), es su pasión por lo real, para bien (en su caso) y para mal (en el caso de sus mediocres imitadores). En mi ranking del Boom hispanoamericano de los sesenta, aún insuperable, el primer lugar indiscutido es para Guillermo Cabrera Infante, que fue su amigo a pesar de sus diferencias estéticas. Después, gracias sobre todo al delicioso humor que destilan esas dos joyas libérrimas que son La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras, pero también, cómo no, al perverso erotismo que exuda Elogio de la madrastra y a la inteligencia y ambición ilimitada de La casa verde y La guerra del fin del mundo, situaría con placer al gran (con)fabulador Mario Vargas Llosa. Era el momento de decirlo. Ya está hecho.]


Habría que admirarse, antes de nada, de la enorme coherencia de Mario Vargas Llosa. Treinta años después de haber publicado su monografía monomaníaca sobre la gran pasión literaria de su vida (La orgía perpetua. Flaubert y «Madame Bovary») se atreve por fin a reescribir Madame Bovary. O mejor: a reinventarla como la melodramática historia de amor de un traductor y novelista en ciernes con su fascinante personaje femenino, una émula peruana del grandioso personaje de Flaubert. Se reúnen en este gesto alambicado todos los ingredientes mentales y sentimentales de la novela: un amor bigger than life entre lo que las caracterizaciones morales al uso denominan una “mujer mala” (esto es, un paradigma de felicidad en la transgresión, un modelo individual de conducta insumisa ante los valores heredados) y un hombre convencional que, por la alquimia de ese encuentro aleatorio, verá proyectarse su mediocre vida a una dimensión de posibilidades insospechadas. La proteica identidad de la “niña mala” (una perversa devota del dinero y el orgasmo clitoridiano) y el amor absoluto que el narrador único le profesa se construyen, por tanto, a la medida del deseo de éste, en contra de toda mixtificación romántica, como el modo de inscribir en el cuerpo de la novela todo lo que la vida real parecería proscribir a la mayoría de sus lectores.

Como Ricardo, el personaje cuya máscara primeriza adopta, Vargas Llosa también llegó a París con la intención de habitar en un espacio urbano sobrecargado de energía novelesca. Enseguida adquirió su ejemplar de Madame Bovary y comenzó su ávida lectura: “Ahí empieza de verdad mi historia”. Al terminar de leerla, el aspirante a novelista ya sabía “qué escritor me hubiera gustado ser y que desde entonces y hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary”. En esta doble convicción germinaría, muchos años después, la semilla de esta espléndida novela que también podría entenderse como una celebración equívoca de la legibilidad narrativa. Por un lado, la imposibilidad de ser Flaubert (“el hombre-pluma”) mitigada de algún modo por la disciplinada fijación de mantener una relación vocacional con la literatura y la vida al modo flaubertiano. Y, por otro, la tendencia a expresar a través del formato novelístico el rasgo que Vargas Llosa comparte tan “estrechamente” con los personajes emparentados de Emma Bovary y su avatar contemporáneo, la “niña mala” de las fantasías de este narrador calenturiento: “nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra”. Y es que el novelista masculino se comunica carnalmente con el poliédrico carácter femenino (una Madame Bovary de la globalización: sus variadas aventuras discurren, además de por las páginas de la novela, por espacios privados y públicos de Lima, París, Londres, Tokio, Lagos o Madrid) a través de un similar afán de libertad vital y un simétrico rechazo a la mezquindad y mediocridad sociales. Es por medio de este audaz atributo metaliterario como Vargas Llosa consigue producir una extraña cuadratura de sus obsesiones eróticas y artísticas, al tiempo que postula la perpetua reactualización del discurso novelístico como razón suficiente de su vitalidad cultural.

Esta novela irresistible seduce a su lector, por tanto, con los mismos argumentos con los que el propio Vargas Llosa fuera seducido por la obra maestra de Flaubert: “en ella aparecían, combinadas con pericia en una historia compacta, la rebeldía, la violencia, el melodrama y el sexo”. Transformado como su narrador-personaje en fabulador máximo de vidas propias y ajenas, el Vargas Llosa más festivo y mundano (La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras, Elogio de la madrastra, etc.) alcanza aquí un punto de ebullición narrativo insuperable, que supone además la consumación de su peculiar ideario literario y político. Un paradójico elogio de la simulación literaria como reivindicación utópica de la plenitud vital que muy pocos lectores suelen conquistar por su cuenta. En este sentido, si es posible o no leer las múltiples “travesuras de la niña mala” en tanto alegorías de la superioridad del capitalismo sobre otros sistemas de organización política, social y económica es una cuestión interesante que, como suele decirse, queda para otra ocasión. Es otra historia quizá, siendo también sustancialmente la misma para su autor.

3 comentarios:

  1. Qué hermoso post, señor Ferré, me gusta el tono de reivindicar las travesuras de la niña mala, esas obras menores siempre tan difíciles de criticar.

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  2. ¡Cuánto y de qué buena manera se aprende por aquí!

    ¡Saludos!

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  3. Se lo merece... aunque su descubridor Julio Ramon Ribeyro se lo merecía más, por no decir nada de Tolstoi, Kafka, Joyce, Proust, Valery... Y por supuesto Juan Goytisolo (cima de la literatura actual).

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