[Se acaban de cumplir setenta años de la muerte de Sigmund Freud, el 23 de septiembre de 1939, en Londres, donde vivía exiliado desde que Hitler se anexionó Austria con el refrendado consentimiento de los austriacos (¿es ésta la herida infectada por donde supura toda la literatura de Thomas Bernhard?). En estos últimos meses se están cumpliendo diversos aniversarios relacionados con el mismo acontecimiento, el más terrible, con toda seguridad, que los humanos han producido y padecido: la Segunda Guerra Mundial. Cuando Freud murió, el mundo parecía que iba a morir con él de manera grandilocuente y estrepitosa. Se llevó de este mundo una imagen acorde con su visión de una mente humana asaltada por las peores tendencias, las derivas tanáticas en pulsión destructiva permanente contra su deseo de libertad y felicidad. No obstante, no cabe engañarse sobre esto: Freud es uno de los defensores más paradójicos del yo y los beneficios del yo. No hizo otra cosa a lo largo de su vida que explorar a fondo, sin ningún temor, todo lo que lo amenazaba o ponía en cuestión, desde dentro y desde fuera, por así decir, desde arriba y desde abajo (el superyó castrador y la identidad pulsional de la libido). Hasta descubrir que su fundamento era una ficción tan eficaz como las leyes de la realidad. Una ficción efectiva y afectiva que causaba secuelas constructivas en la realidad: la realidad del cuerpo, la realidad de la mente, la realidad del mundo. Todo fundado en una instancia de ficción. Las religiones tradicionales y las ideologías totalitarias, colectivistas o no, la opinión común (la doxa) y la ideología mayoritaria, lo deniegan con todas sus fuerzas; le niegan realidad, consistencia, satisfacción, intensidad. Una entelequia, una fantasía, un fantasma. No deja de ser paradójico que los mayores propagadores de entelequias, fantasías y fantasmas, con o sin credos dogmáticos, sean los mayores denegadores de la fuerza transformadora y germinal del yo. Y es que les va el ser, como diría Gracián, en que la ficción del yo no sea la dominante en un mundo dominado por ficciones del poder. A la mente ingenua habría que recordarle que el mundo lo mueven y han movido siempre las ficciones (lingüísticas, afectivas, sentimentales, mentales, simbólicas, de clase, de raza, de género, nacionales, regionales, locales, universales, etc.). Y si no, mire un poco a su alrededor. Aunque hubiera realidades traumáticas e intereses en liza (esto sí que lo entiende enseguida la mente ingenua, lo de las realidades traumáticas y los intereses creados se lo tiene bien aprendido desde la escuela primaria), la Segunda Guerra Mundial fue también un choque de ficciones, un conflicto de fantasmas, una guerra de mentes y poderes ilusorios. ¿Qué otra cosa le muestra al historiador positivista la gloriosa Inglourious Basterds, estrenada este año por una de esas casualidades que sólo el azar es capaz de tramar con tanta eficacia, sino la guerra entre representaciones o versiones de la realidad, en este caso cinematográficas? Unos tenían una idea del mundo más espantosa que los otros, no cabe duda, pero no es eso lo que los derrotó, diga lo que diga Borges (con todo, los refinados nazis de Tarantino me recuerdan al nazi borgiano de Deutsches Requiem: esos rasgos de inteligencia y sensibilidad, por así decir, ya escandalizaron a George Steiner, como atestigua El castillo de Barbazul, sobre todo cuando Steiner se dio cuenta de que el concepto de arte y cultura que él propugnaba coincidía con las preferencias no degeneradas de su enemigo acérrimo; y es que era la gran cultura alemana, sospechosa de complicidad, la que se hundía en la catástrofe histórica sin remisión, como supo ver con lucidez extrema Thomas Mann en su tan poco leído como imprescindible Doktor Faustus). La voluntad de poder del bárbaro ideológico (el nazi), por aberrante que pueda parecer desde este lado de la razón, no tiende por una oscura necesidad, o una lógica abismal, a auto-infligirse la derrota. Las ficciones que la alimentan son a veces muy poderosas, ya que proceden del fondo oscuro, de la irracionalidad primigenia, y aliadas con la técnica más avanzada podrían llegar a ser invencibles y avasalladoras. Así que sólo un poder superior aún pudo vencerlas y acabar con su expansión ilimitada. La cultura de masas americana de la posguerra no fue sino exhibición universal de ese nuevo poder y de su triunfo mundial, y un poder en sí mismo fundado en nuevas ficciones sociales que se expandieron por todo el mundo como una moda de temporada, una mitología asociada a un modo de vida exportable, sin la cual dicho estilo no habría tenido tanto éxito nacional e internacional (éste, destilado en la mejor retorta de estilos y subgéneros, es el genuino espíritu democrático de la película de QT). Mientras las (malas) ficciones manden en el mundo, seguiremos necesitando los sortilegios de la ficción para combatirlas como los simpáticos "bastardos", americanos paródicos, combaten al enemigo epónimo. Como gran aliada irónica y paradójica del yo, por supuesto. La ficción y el yo, no hay nada en esta asociación que hubiera podido sorprender a Freud. Para pensar bien es necesario haberlo leído, sin duda. Para entender tanto el mundo como el yo, con sus espejismos de la voluntad y sus espectaculares puestas en escena, en privado o en público, hay que conocer el poder y el funcionamiento de la ficción. No es a través de la autobiografía o el documento cómo se accede a la maquinaria profunda y los mecanismos íntimos de ambas instancias. La puerta privilegiada, de múltiples accesos y tamaños, es la de la ficción. La realidad ha sido siempre virtual en la medida en que nuestras percepciones no son infalibles ni definitivas. Una vez más, éste es el increíble poder de lo simbólico sobre lo fáctico (de la estética singular de un artista sobre el rigor mortecino de la historiografía oficial) que festeja con audacia y desparpajo la maravillosa película de Tarantino: cambiar las historias de la historia, las variadas versiones de la misma, para conferir todo el poder a los que no lo tenían, expresando al mismo tiempo el más contemporáneo malestar de la cultura de masas. ¿Otra ficción quizá? Sin duda, pero ejemplar esta vez. Otro triunfo del yo sobre los diversos poderes que buscan atenazarlo o destruirlo. Ética y, sobre todo, estética del yo. O, lo que es lo mismo: principio de placer vs. principio de realidad. No se hable más…]
«Freud ha muerto», proclama Charlotte Gainsbourg en Anticristo, la impresionante película de Lars von Trier, para explicar por qué desdeña los sueños premonitorios de su marido, un psiquiatra inquisidor (Willem Dafoe) intrigado por el enigma femenino en la vieja tradición inquisitorial inaugurada por Freud como intérprete de sueños y traumas individuales y colectivos. Detrás de ese gesto despectivo de la mujer se oculta, sin embargo, una investigación desgarradora sobre el crimen histórico del patriarcado: ese crimen comunitario (el "ginocidio") en que, según Freud, se funda el orden represivo de la realidad. Como atestigua el escalofriante epílogo, la multitud de mujeres sin rostro que ascienden por la ladera boscosa por la que desciende el psiquiatra asesino (acaba de claudicar ante el caos y la irracionalidad, como tantos otros antes de él, estrangulando a su mujer) no son sino víctimas de la violencia masculina que ahora podemos ver con la lucidez visionaria (y culpable) con que nunca pudo hacerlo el maestro fundador.
Y es que Freud metió el dedo en la llaga de la especie, por así decir, aunque muchos de sus discípulos acabarían creyendo que la llaga era la equivocada, y muchos de sus adversarios que el dedo más bien parecía otra cosa. En todo caso, lo verdaderamente asombroso de sus descubrimientos psiquiátricos, como piensa Philippe Sollers, reside en toda esa alucinante historia humana en torno de unos cuantos orificios orgánicos.
El acoso freudiano
El acoso freudiano
Detrás de todo caso clínico, latía la palpitante desnudez de la cosa, lo que Freud más temía descubrir o conocer y no cesaba de acosar con metódica impertinencia, el continente oscuro del deseo femenino. «¿Qué quieren las mujeres?», se preguntaba con falsa ingenuidad y genuina preocupación en uno de sus ensayos. Su impaciencia ante sus pacientes menos dóciles, normalmente afectadas de derivas lésbicas y errancias histéricas, delata muchas de sus contradicciones doctrinales. La visión del cuerpo desnudo de su madre, Amalia, durante un viaje en tren, precisamente, desde Leipzig a Viena cuando contaba cuatro años constituye uno de sus encuentros más traumáticos con el enigma de la mujer, como lo denominara Sarah Kofman. Freud parecía hablar desde la experiencia cuando declaró: “Para ser en la vida amorosa verdaderamente libre y feliz sería necesario…haberse familiarizado con la representación del incesto con la madre o la hermana”. Su gran discípulo francés, Jacques Lacan, corroboró esta visión anticonvencional de lo humano acuñando un imperativo incontestable: « ¡Goza tu síntoma!».
En una carta a Wilhelm Fliess, su colega y confidente íntimo, Freud confesará haber preferido siempre la compañía cómplice del amigo a la de la mujer, incluida la de la suya, Marta Bernays, o la de su cuñada, Minna, con la que se rumoreaba que había tenido un affaire sexual (para irritación de Carl Gustav Jung, celoso rival y brillante discípulo). Y eso que Freud se vio rodeado de mujeres desde el principio en una familia judía de dominante femenina. Y luego lo acompañaron, en distintos momentos de su vida, discípulas y colegas hacia las que mostraba una actitud ambivalente y a veces admirativa: Helen Deutsch, Marie Bonaparte, Melanie Klein, Joan Riviére, o su propia hija, Anne Freud, a la que enviaba en su nombre a dar conferencias por el mundo. Por no hablar de Lou Andreas-Salomé, la personalidad femenina más fascinante de su tiempo, seducida también por el diván del psicoanálisis. Fue la confidente intelectual de Freud, comprendió sus tesis mejor que otros y, por si fuera poco, dirigió críticas certeras a sus argumentos más débiles. Lou representaba un tipo singular: la mujer libre que puede codearse con la más alta inteligencia masculina y medirse con ella, al mismo tiempo que seduce al hombre que la encarna o se entrega carnalmente a él.
Según Peter Gay, su biógrafo más riguroso, no consta, sin embargo, que Freud mantuviera ninguna clase de relación sexual después de los 37 años, ni dentro ni fuera del matrimonio. Así que Freud asumió la máscara de un buen burgués que consideraba la monogamia, no sin ironía, un precio demasiado alto que la vida psíquica de los sujetos debía pagar al grupo social, conforme a un extraño principio de economía libidinal, a cambio de su funcionalidad reguladora y normativa.
Una parte del conflicto de Freud con el género femenino, aparte de los prejuicios sexistas de su época, se reducía a cuestiones fisiológicas. «La anatomía es un destino», declaraba sin complejos, mientras consideraba por error que el clítoris era un émulo diminuto del pene y, por tanto, un actor insignificante en la escena mental (así, el terrible gesto de la mujer en Anticristo, al practicarse la ablación de clítoris tras atacar a golpes el pene del marido, ¿no supone otra afrenta (pos)freudiana?). No obstante, en un contexto social y moral de denegación hipócrita de la sexualidad femenina, Freud, con todos sus desaciertos y cegueras, errores instintivos y espejismos intelectuales, sabía más de mujeres, mucho más, que el puritano psiquiatra suizo (Jung), desde luego, o que el gran Leonardo (de cuya sublime (homo)sexualidad, por cierto, ofrecería un análisis tan imaginativo como sintomático de sus propios dilemas), el celebérrimo creador de la enigmática Gioconda, una efigie virilizada que parece sugerir la frigidez como forma suprema del goce femenino. Con todo, Freud actuaría como un libertador paradójico de las mujeres al haber expuesto sin tabúes su problemático papel en la comedia humana y la guerra (traumática) de los sexos.
La novela familiar
La novela familiar
Durante la infancia, que el adulto tiende a olvidar por razones obvias, la niña vería humilladas sus pretensiones de poder primero ante el hermano más o menos real y después ante la madre, dotada de un falo simbólico que la hija no tardará en descubrir como falso y rechazará enseguida mientras el hijo, consciente de su falta, lo ubicará en otras zonas del cuerpo de la madre, ahora deseada como mujer mutilada a la que el infante bien armado se ofrecería a poseer y proteger en detrimento del padre, ignorante del melodrama inconsciente que se estaría librando en casa mientras él se consagra a la búsqueda del sustento o la gestión de sus negocios. Pero la hija ya tendría previsto un recurso de guión infalible para salvar el honor sexual del padre, desplazar su esfera de interés hacia él como único poseedor del poder representado por el falo en contra de la madre y, por qué no, del mermado hermanito.
Con esta historieta doméstica, más propia de una película de Todd Solondz, una ficción de Robert Coover o un cómic de Robert Crumb que de una teoría científica seria, Freud creía, como Edipo, haber descifrado parcialmente el secreto de la Esfinge (“Vita est femina”). Cuando amigos y colegas le regalaron en su quincuagésimo cumpleaños un medallón que en una cara mostraba esa terrible figura mitológica, encarnación del misterio insoluble de lo real, y en la otra el perfil del primer psicoanalista de la historia no estaban cometiendo, precisamente, un lapsus freudiano como los que el maestro había dilucidado en su Psicopatología de la vida cotidiana. En su despacho, desde hacía años, colgaba una reproducción del cuadro de Ingres, descubierto en el Louvre durante un viaje a París, donde un apuesto varón académico se encaraba a una esfinge feminizada y seductora. No es difícil imaginar a “Herr Profesor”, como lo llamaba Jung con resentimiento visceral, poniendo palabras a la escena muda que alegorizaba el secreto motivo de su vocación. Entre espesas bocanadas de humo, su adicción al tabaco acabaría causándole un tumor oral incurable, concebiría Freud el acertijo vital con que la portentosa criatura no dejaría de torturar la inteligencia del detective edípico: “¿Cuál es el único animal enfermo sobre la tierra que posee todos los sexos por la mañana, se vuelve monosexual por la tarde y cuando llega la noche apenas si le queda energía para responder a las solicitaciones del deseo?”.
Una alegría enigmática
Una alegría enigmática
La frontera entre lo normal y lo aberrante, según Freud, era lábil y debía ser explorada de manera rigurosa, sin duda, pero también a través de la fantasía y la vida imaginativa. Tal vez por esto algunas de las críticas “científicas” que se le dirigen hoy, desde las neurociencias y las ciencias cognitivas, lo tachen de autor de ficciones teóricas y hasta de vulgar “novelista de la psique”. En todo caso, Freud consideraba, al revés de muchos de sus continuadores, que entre las obligaciones del psicoanalista nunca se debía contar la de emitir juicios morales. Freud construyó así un corpus teórico de una libertad intelectual y expresiva sin precedentes sobre las cuestiones más escabrosas y confidenciales de la experiencia humana. Su lectura, en este sentido, sigue constituyendo una taxonomía insuperable de conductas inapropiadas, anomalías eróticas, obsesiones psicopatológicas, o desviaciones vitales, que funciona como complemento analítico perfecto de la reprimida novelística decimonónica. Ya que con la excepción del naturalista Émile Zola, que era por eso uno de sus contemporáneos preferidos, casi todos los novelistas de su tiempo se atuvieron a un pudoroso código de representación de la vida que excluía el acto turbador o la tendencia perturbadora.
No consta, sin embargo, que Freud, al contrario que Jung, leyera a Joyce (“el escritor por excelencia del enigma”, según Lacan), pero su influencia en el diseño psicosomático de los protagonistas y la obscena verborrea de Ulises y de Finnegans Wake (publicada en 1939, el mismo año de su muerte) es el mayor homenaje que le ha brindado la literatura moderna. No en vano, cuando le preguntaban con malicia por el doctor vienés, Joyce respondía que ambos, en sus respectivas lenguas, significaban la misma alegría.
La alegría del enigma velado o desvelado, según la perspectiva.
Esto de la mujer libre "que puede codearse con la más alta inteligencia *masculina* y medirse con ella"... ayyy...no sé; no es que me ofenda, pero ay. Prefiero pensar que ese tipo singular de mujer libre (y suficientemente inteligente) puede codearse con la más alta inteligencia, así, a secas, porque ¿es masculina la inteligencia de un hombre, femenina la de una mujer? No sé, pero creo que no.
ResponderEliminarOtra cosa es lo de seducir a quien la encarna (la alta inteligencia), hombre o mujer, pretensión para la que siempre hay que medirse con inteligencias híbridas, metamórficas (¿hay otro tipo de inteligencia?) Estoy picajosa, ya ves.
Voy a por el volumen 2.
Un abrazo.
Comprendo tu suspicacia, pero te aclaro que la frase trata de simplificar una cuestión histórica, no necesariamente actual, donde ya sabemos que la inteligencia ni puede ser masculina ni femenina ya que sencillamente no es...
ResponderEliminarIronías aparte, en ese pasado en el que sí existía inteligencia constatada y ésta muy a menudo venía encarnada públicamente en un cuerpo masculino era habitual la presencia de mujeres como Lou Andreas que, sin haber creado una obra significativa ni contar con patentes o descubrimientos reconocidos, atraían a los intelectuales o los artistas con sus encantos femeninos y los subyugaban con sus indudables cualidades intelectuales. Lou Andreas hizo esto no sólo con Freud sino con Nietzsche, con Rilke y con algunos más. Así era también la mamá de los Klossowski, y tantas mujeres que sólo han pasado a la historia por esta razón. Por descontado que este tipo de mujer no tiene nada que ver con la mujer artista o escritora o pensadora, y ésa es la paradoja que trato de indicar. Lou Andreas no es que no pueda ser considerada la igual de Freud, es que tampoco creo que pueda considerársela la igual de Marie Sklodowska (más conocida como Marie Curie), Pardo Bazán, Victoria Kent, Djuna Barnes, George Eliot, María Zambrano, Méret Oppenheim, Gertrude Stein, Isak Dinesen, entre otras muchas contemporáneas que se me ocurren.
Creo que ahora todas las suspicacias, debidas sobre todo a las simplificaciones del lenguaje divulgativo, podrían suspenderse, si no me equivoco...
En todo caso, gracias, Raquel, por obligarme a precisar este concepto algo especioso.
Suspendidas las suspicacias, convencida yo.
ResponderEliminarAún no he podido afrontar el volumen 2. Lo dejo para mañana. La prueba de que la inteligencia "no es" está en fichar a las 8 y en que todos los compañeros de la oficina vistan retrocamisas a rayas azules. Los buenos chicos de la administración pública me miran de soslayo por los vaqueros y la chupa de cuero burdeos. Muy duro, muy gris, muy temprano.
Interesantísima la entrada, por cierto. Gracias por la precisión del resbaladizo asunto.
Un abrazo.
Vaya estupendo aluvión de ideas y asociaciones para tomar nota y sin perder el humor: Crumb!
ResponderEliminarDesde luego un cambio urgente y turgente.
Me lo vuelvo a leer, y ya van dos, que van aflorando las imágenes.
Un saludo.