viernes, 6 de marzo de 2009
CANTAVELLA x DOS
UNO: Un viaje alucinante al marcapasos de la siesta española
Si uno se molesta en acudir, antes de nada, a la extensa dedicatoria final donde Robert Juan-Cantavella, el autor de esta novela insólita[1], aclara sus deudas reales (no todas monetarias) o simbólicas (no todas sexuales), lo primero que le llamará la atención es el agradecimiento a “los concejales de urbanismo y otros mafiosos del ladrillo, que aparte de cargarse el país me han dado un tema sobre el que escribir”. Y, poco después, a “los políticos, así en general, por demostrar con su majadería que el sueño americano es posible en cualquier rincón del planeta”. Si además tenemos en cuenta que, durante este viaje demoledor por una España a punto de hipotecarse para siempre, se satiriza la visita papal a Valencia en 2006 y, además, se especula con la demencia de los promotores y usuarios de la megalópolis turística de Marina D´Or, los abusos de la SGAE, el exterminio en diversos atentados de todas las testas coronadas del planeta y parte de la aristocracia española, la bancarrota de la clase media y la familia nuclear, habría que concluir que Robert Juan-Cantavella (o su corrosivo alter ego, Trebor Escargot) es uno de los “terroristas” literarios con mejor puntería y sentido del humor del panorama narrativo español (donde no abundan, por razones que ni el Ministerio del Interior ni el CNI podrían explicarnos sin incurrir en demasiadas contradicciones).
No podía ser de otro modo, ya que estamos hablando del gran discípulo europeo de Hunter S. Thompson. El autor de Miedo y asco en Las Vegas fue el inventor del estilo gonzo, esa modalidad de la crónica que se traviste de reportaje alucinado (o “aportaje”, como lo rebautiza Cantavella). Una aplicación periodística del científico principio de incertidumbre, donde es imposible distinguir entre lo que ha ocurrido de verdad ante los ojos atónitos del periodista enviado al lugar de los hechos para ofrecer una versión normalizada de lo sucedido y la tempestad que se ha desatado en su cabeza como consecuencia de la ingesta intencionada de toda clase de drogas de diseño con objeto de que ocurra por fin algo digno de reseñar. En suma, el formato informativo que no se recomienda en las escuelas ni gustaría a ningún pope periodístico, que lo consideraría una prueba de flagrante locura. Es una lástima, sin duda, ya que en la era de la información en red los lectores ganaríamos mucho con reporteros que cubrieran conflictos o acontecimientos recientes con el desparpajo y el ingenio “deconstructor” con que Cantavella da cuenta de su estancia en el paraíso vacacional más hortera de la Eurozona (y, de paso, denuncia los desmanes urbanísticos de la zona levantina, de los que ya una espléndida novela como Crematorio, de Rafael Chirbes, había hecho un certero análisis tremendista, o, más bien, apocalíptico, frente al estilo más carnavalesco de Cantavella) o la multitudinaria sacralización del Papa Ratzinger como icono mediático del siglo veintiuno (ahhh!, si Andy Warhol levantara la albina cabeza...).
Esta novela extraordinaria participa así de una estética híbrida. Un periodismo pervertido en sus métodos y fines hasta extremos impensables y una literatura dividida entre la atención a la grosería masiva de lo real y la preservación de la inteligencia y la ironía frente a la avasalladora pretensión de tales eventos de acabar con cualquier capacidad de juicio y discernimiento crítico. Ambos extremos de la experiencia más contemporánea son retratados por Cantavella en una tentativa de agresión al lector fundada en un principio apelativo de gran eficacia retórica: “inocularte a bocajarro una buena dosis de realidad deslumbrada o de periodismo diferido o de costumbrismo malversado o de literatura en directo o de lo que sea”.
La tradición literaria en la que se inscribe El Dorado es, pues, la de todos los autores de la historia (pienso en la picaresca, El Quijote, Quevedo o Rabelais lo mismo que en Guillermo Cabrera Infante, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Robert Coover o David Foster Wallace) que han hecho de la parodia, es decir, del desmontaje cómico de las creencias dominantes en un orden social determinado, el recurso principal de sus hilarantes invenciones. Conviene recordar que si la novela más famosa de Thompson se subtitulaba “Un viaje salvaje al corazón del sueño americano”, la gamberrada novelesca de Cantavella bien podría subtitularse “Un viaje alucinante al marcapasos de la siesta española”.
El Dorado es, pues, una novela imprescindible para cualquier lector al que preocupe el estado de postración crónica de la realidad española, o quiera profundizar en las causas de su digitalización histórica y reconversión en parque temático, sin soportar el soporífero análisis de los expertos o las hábiles manipulaciones de los políticos para encubrir su complicidad en el fenómeno. Tras participar en esta desternillante catarsis, el lector experimentará una inmediata mejoría en sus facultades mentales.
DOS: El arte del plagio
En la cultura occidental, la tradición es el plagio. Copias de copias, búsquedas inútiles del original perdido, reclamaciones de autenticidad más o menos verificables. Ya en el siglo XVI, el poeta aragonés Pedro Manuel Ximénez de Urrea anteponía un prólogo a su Penitencia de amor donde contrarrestaba las acusaciones de plagiar La Celestina en estos términos contundentes: “Ya no va nadie a infierno syno por lo que otros han ydo; ninguno puede hazer ni decir cosa que no paresca a lo dicho y hecho; nadie puede trobar syno por el estylo de otros, porque ya todo lo que es a ssido”[2].
En un contexto donde la propiedad intelectual y los derechos de autor se están transformando en pura paranoia opresiva, aparece un libro de relatos como Proust Fiction [3], de Robert Juan-Cantavella, para recordarnos cómo las estratagemas estéticas del plagio, la imitación o la apropiación han formado parte de la creatividad cultural y literaria desde siempre. Como explica acertadamente Steven Shaviro: “todos los textos hacen implícitamente lo que se atribuye explícita y abiertamente a las obras postmodernas: “samplean”, se apropian, hibridan, distorsionan, remezclan y recombinan los detritos ya existentes de la cultura”[4].
Por otra parte, la recreación de motivos ajenos también ha tenido siempre la función de renovar la lectura de los clásicos. Así, en “El deslumbrado”, el relato que inaugura este brillante libro de relatos, Cantavella propone una ingeniosa relectura de una escena prototípica del Quijote cruzándola con ecos de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti, y Esperando a Godot, de Beckett. Aquí son un grupo de gigantes los que durante un tiempo interminable aguardan “muertos de asco y embutidos en tres simples molinos” la llegada del caballero. Cuando aparece al fin, los gigantes, desesperados, se han eliminado entre sí y sólo quedan los molinos.
Pero también puede el plagio o la canibalización de una obra extranjera reactivar el sueño creativo en el que se ensimisma una determinada literatura nacional. Esa alquimia transnacional la realiza “Badajoz”, una extensa narración que podría retranscribirse como "Miedo y asco en Badajoz" aludiendo a su fuente de inspiración mayor que es la novela Miedo y asco en Las Vegas del gran Hunter S. Thompson, a quien va dedicada como homenaje póstumo. No es, sin embargo, la pobre noción de homenaje la que correspondería con exactitud a este robo estético, sino un afán de reclamar para sus propios fines la condición inclasificable y excéntrica del estilo periodístico gonzo de Thompson. Como señalaba Julio Ortega en su reseña del libro en Babelia: “Se impone, así, una poética del plagio, que convierte a la literatura en propiedad anónima”. En todo caso, la crónica alucinante y alucinada de un congreso extremeño de arqueología narrada por un periodista cultural a quien lo han invitado por error y que además huye de un crimen absurdo que no ha cometido acaba convirtiéndose en una narración extrema e imprevisible que se cierra sobre sí misma, después de incontables peripecias y desdoblamientos textuales, como el nudo de la soga alrededor del cuello del narrador.
La cima del libro, no obstante, es la desternillante novela corta que le presta su insólito nombre, "Proust Fiction". En “Badajoz” la mención de una cierta “magdalena tarantiniana” sirve como aviso del principio estético fundamental de este texto programático: el encuentro de la literatura de Proust y el carisma cinematográfico de Tarantino como emblema del matrimonio postmoderno de la vanguardia y el pop, la alta cultura del modernismo y la baja cultura o cultura comercial. Todo ello, por cierto, aderezado con la historia de un nieto del futurista Marinetti aquejado de un prurito poético vinculado a los últimos desarrollos tecnológicos. Así, la archisabida descripción proustiana del impacto de la magdalena y el té en su memoria hipersestésica se metamorfosea, tras ser procesada por un traductor automático de Internet, en el poema vanguardista “La magdalena”, que pasa a ser considerado un paradigma de la “poética judicial” defendida por el poeta apócrifo Giacomo Marinetti. La muerte del autor, en este caso al menos, multiplica las posibilidades de lectura de su obra.
No exagero: Proust Fiction es una de las novedades narrativas imprescindibles de la década[5].
[1] El Dorado, Mondadori, Barcelona, 2008, pág. 350.
[2] La cita, como digo, procede del “Prólogo” de la poco conocida Penitencia de amor (Burgos, 1514), del escritor y poeta aragonés Pedro Manuel Ximénez de Urrea Fernández de Yxar (Híjar) (1486-c.1530). Ximénez de Urrea trataría de justificar, con esa declaración sorprendente, el sospechoso parecido existente entre su obra, combinación de novela dialogada y romance sentimental, y La Celestina. Con ello, quizá sin pretenderlo, Ximénez no haría sino producir (en los alegres tiempos del Renacimiento, donde la copia, la imitación de obras modélicas y la apropiación artística constituían una perversión casi platónica en la preceptiva aristotélica) uno de los alegatos más fundamentados en favor del "plagio", tal y como, algunos siglos después, lo tipifican (como delito) las sociedades burguesas y pequeñoburguesas, basadas en el régimen (desaprensivo) de la propiedad privada. Como se ve, por regresar al aspecto más relevante del concepto, este sentimiento terminal y este agotamiento o fatiga estética se han experimentado en todas las culturas con carácter cíclico. También en el antiguo Egipto hubo escribas que protestaban contra la imposibilidad de escribir algo original, como recordaba John Barth en su célebre ensayo “La literatura de la plenitud”, brillante expresión de esta situación cultural en el nuevo contexto de la postmodernidad, donde autores como Barthelme, Coover, Pynchon o el mismo Barth practicaban la parodia o el plagio creativo con tal desparpajo que habrían dado escalofríos y subidón de fiebre a tantos y tantos socios de honor o miembros de a pie de la SGAE (institución tan amiga, por cierto, de Cantavella como de Rodríguez Menéndez, salvando las distancias entre ambos personajes). Otro ejemplo paradigmático, ya citado, sería el de Cabrera Infante, sobre quien Michael Wood ha escrito no hace mucho una acertada reflexión crítica que se podría erigir en programa creativo de apropiación y malversación de propiedades textuales ajenas: “Cabrera Infante´s tag suggest that everything, or at least too much, has already been said, and said sententiously. Our escape from this overproduced world, if there is an escape, would not be into originality but into mischief, a kind of linguistic wrecking operation, or rather into a form of construction where wrecking and building are indistinguishable, where what you mean and what you dare not mean, what seems plausible and what no one in their right mind would say, surface in the same words”. Sobre todo esto, por cierto, ya se había explayado Roland Barthes en El placer del texto sin que, al parecer, se le hiciera demasiado caso en el momento de su publicación (circa 1973), quizá porque fue entendido por algunos interesados como una abjuración inoportuna u oportunista del viejo credo semiótico. [He preferido no citar los Palimpsestos de Genette, la obra cumbre del género, por no parecer que estaba saqueando o expoliando el programa de doctorado de alguna universidad norteamericana de la costa este. Nada más lejos de mi intención.]
[3] Proust Fiction, Poliedro, Barcelona, 2006.
[4] El plagio se genera de manera ontológica, podría decirse, a partir de esta misma idea borgiana sobre el simulacro como categoría de la realidad. Por tanto, una de las visiones más revolucionarias que cabría sostener ante el confuso estado de cosas existente: o bien que el mundo es un puro fenómeno y carece de sustancia o entidad, si hacemos una lectura filosófica, o bien que está únicamente compuesto por estereotipos y clichés que anteceden y sobreviven a la existencia de los sujetos que los encarnan, si la reducimos a sociología o antropología.
[5] Hasta el punto de que, según me informan “con suma cautela” (sick!) mis infiltrados en la benemérita institución, habría “serios indicios” (sick!!) en este momento para pensar que, tras la jugosa y meditada lectura de El Dorado, algunos directivos de la SGAE estarían planeando financiar con dinero público un “club de fans” (sick!!!) nacional del escritor Robert Juan-Cantavella. ¿Tendremos que esperar, una vez más, a que un medio sin remedio como “Intereconomía Te Ve" (sick!!!!) destape el escándalo para darnos por enterados?...
Una cosa que me preocupa -una cosa que me ocupa desde hace años como editor, autor y lector, y de la que deseo hacerte partícipe-. Mencionas con inteligencia las fuentes paródicas de una estrategia de narrar, en la que en efecto puede situarse la novela de robert, y acudes con acierto a la novela picaresca, al quijote, a quevedo y rabelais... y, de pronto, saltas en el tiempo y la tradición, y enlazas con coover y wallace, en un salto monumental. bien. ahora bien, ¿desde el XVII ya no existen referentes hispánicos de esta forma de narrar?, ¿el único referente es la narrativa en lenguas distintas al castellano, preferentemente el inglés, de autores extranjeros del siglo XX, preferentemente made in usa?
ResponderEliminarTienes toda la razón, Sergio, por simplificar no creí necesario incluir nombres de escritores españoles contemporáneos. Lo he reparado en parte incluyendo a tres clásicos de la modernidad hispánica (Cabrera Infante, Goytisolo y Ríos) y lo completo ahora, instado por ti, citando un elenco de autores vivos de diversas generaciones que cultivan la parodia con tanta perseverancia y humor como éxito artístico (además de Cantavella y yo (sorry Ferré!) mismo). Por orden alfabético: Ramón Buenaventura, Javier Calvo, Eloy Fernández Porta, Javier Pastor, Isaac Rosa, Manuel Vilas, Manel Zabala, entre otros. Como ves la nómina es lo bastante nutrida y heterogénea como para no preocuparnos por la extinción de esa corriente corrosiva de nuestras letras…
ResponderEliminarLlego a varias conclusiones:
ResponderEliminar1- para cultivar la parodia con perseverancia, humor, y éxito artístico, no es necesaria la falsa modestia;
2- tus notas a pie de página (o columna) igualan en magnitud (no sólo física) a las de DFW; en uno y otro caso, nunca dejo de leerlas;
3- tengo que leer a Cantavella;
4- ese Pedro Manuel Ximénez de Urrea me cae estupendamente;
5- tengo también que mejorar mi inglés para leer (entre otros) a Michael Wood (y para encontrar trabajo en la CAM);
6- mi amor platónico resulta cada vez más sólido y fundado.
Un abrazo.
Muchísimas gracias, Raquel, por tu inteligencia y tu complicidad. Sin lectores como tú el blog no tendría sentido. Y, sí, la falsa modestia es un pleonasmo, como decía Borges, porque todas lo son...
ResponderEliminarNo te contesté a otro comentario donde hablabas sobre Oliveira por falta de tiempo. El principio de incertidumbre es una maravilla, no te la pierdas, así como El valle Abraham...
Magnífico texto, Juan Francisco. He disfrutado un montón. Amén de estar de acuerdo con lo que dices.
ResponderEliminar¿pero es que queda alguna duda hoy por hoy de que toda creación tiene un buen componente de plagio, en el sentido más noble o innoble de esa palabra? ¿Dónde termina el simulacro y comienza el plagio? O una pregunta que para mí es fundamental: si el plagio es tan "malo", ¿por qué gusta, por qué triunfa? ¿No será porque es necesario? ¿O no será que el plagio en cuanto alguien lo ejercita deja de ser plagio ya que pasa a ser contaminado por una nueva personalidad? Y en base a esto último ¿No será que el auténtico e insoportable plagio es cuando un autor se copia a sí mismo, no cuando le copian los demás? ¿No será esto último el motivo por el cual los lectores (consumidores), no soportamos que alguien se plagie a sí mismo, se repita, pero sí nos gusta cuando un autor palgia a otro autor?
Los aciertos, a mi modo de ver, están en redistribuir la riqueza del plagio, descontextalizarlo, para darle otro sentido a lo plagiado. Trabajar esa frontera, cuando proceda, de nuevos signicados.
Eso sí, hay que citar siempre las fuentes.
Un saludo
Agustín
Magnífico texto, Juan Francisco. He disfrutado un montón. Amén de estar de acuerdo con lo que dices.
ResponderEliminar¿pero es que queda alguna duda hoy por hoy de que toda creación tiene un buen componente de plagio, en el sentido más noble o innoble de esa palabra? ¿Dónde termina el simulacro y comienza el plagio? O una pregunta que para mí es fundamental: si el plagio es tan "malo", ¿por qué gusta, por qué triunfa? ¿No será porque es necesario? ¿O no será que el plagio en cuanto alguien lo ejercita deja de ser plagio ya que pasa a ser contaminado por una nueva personalidad? Y en base a esto último ¿No será que el auténtico e insoportable plagio es cuando un autor se copia a sí mismo, no cuando le copian los demás? ¿No será esto último el motivo por el cual los lectores (consumidores), no soportamos que alguien se plagie a sí mismo, se repita, pero sí nos gusta cuando un autor palgia a otro autor?
Los aciertos, a mi modo de ver, están en redistribuir la riqueza del plagio, descontextalizarlo, para darle otro sentido a lo plagiado. Trabajar esa frontera, cuando proceda, de nuevos signicados.
Eso sí, hay que citar siempre las fuentes.
Un saludo
Agustín
Gracias, Agustín, quién mejor que tú para decirlo. Como prueba de las duplicaciones especulativas de que hablamos, publico duplicado tu comentario así como publicaré duplicado mi comentario a tu comentario (como ves, yo también vuelvo siempre a los pezones y, sólo después, a Wittgenstein, cómo no). No me canso, sin embargo, de insistir en esta idea: las generaciones anteriores malinterpretaron el sentido de Pierre Menard en el sistema borgiano. Borges podría haber dicho: Pierre Menard c´est moi con total descaro si el establishment modernista de su tiempo no se le hubiera echado encima enseguida para reconducirlo al orden apolíneo. Pierre Menard ha sido considerado una aberración borgiana, otro minotauro encerrado en su laberinto de espejos, cuando es la figura central, el paradigma de todo el sistema, como entendieron, cada uno por su cuenta, Gilles Deleuze y John Barth ya en los sesenta. De todos modos, para fomentar un uso creativo del plagio es necesario asumir con anterioridad la idea del simulacro, a riesgo de incurrir si no en el mimetismo vacuo (el pastiche, la imitación estilística, la repetición formal, etc.) que esteriliza una parte de la narrativa del momento. Ahí es donde el Baudrillard de la "precesión" de los simulacros (gran relectura larvada de los planteamientos de Borges y de su aplicación a la postmodernidad) sigue vigente casi treinta años después de su primera formulación...
ResponderEliminarGracias, Agustín, quién mejor que tú para decirlo. Como prueba de las duplicaciones especulativas de que hablamos, publico duplicado tu comentario así como publicaré duplicado mi comentario a tu comentario (como ves, yo también vuelvo siempre a los pezones y, sólo después, a Wittgenstein, cómo no). No me canso, sin embargo, de insistir en esta idea: las generaciones anteriores malinterpretaron el sentido de Pierre Menard en el sistema borgiano. Borges podría haber dicho: Pierre Menard c´est moi con total descaro si el establishment modernista de su tiempo no se le hubiera echado encima enseguida para reconducirlo al orden apolíneo. Pierre Menard ha sido considerado una aberración borgiana, otro minotauro encerrado en su laberinto de espejos, cuando es la figura central, el paradigma de todo el sistema, como entendieron, cada uno por su cuenta, Gilles Deleuze y John Barth ya en los sesenta. De todos modos, para fomentar un uso creativo del plagio es necesario asumir con anterioridad la idea del simulacro, a riesgo de incurrir si no en el mimetismo vacuo (el pastiche, la imitación estilística, la repetición formal, etc.) que esteriliza una parte de la narrativa del momento. Ahí es donde el Baudrillard de la "precesión" de los simulacros (gran relectura larvada de los planteamientos de Borges y de su aplicación a la postmodernidad) sigue vigente casi treinta años después de su primera formulación...
ResponderEliminarY te doy toda la razón. Como en cualquier economía libidinal que no se funde en la constipación normativa, más vale que sean los otros quienes te expolien, saqueen, prostituyan, degraden, corrompan, adulteren, apropien, magreen, violen, malversen, deformen, abusen, sodomicen, destruyan, etcétera, antes que tú mismo, fotocopia sin sustancia, fantasma de una sola identidad reiterada al infinito para corresponder a una imagen desgastada, para preservar un narcisismo esterilizante. El destino de un texto con posteridad no es otro que la promiscuidad. Así que, como bien dices, la tradición es el plagio, se quiera o no...
ResponderEliminarY te doy toda la razón. Como en cualquier economía libidinal que no se funde en la constipación normativa, más vale que sean los otros quienes te expolien, saqueen, prostituyan, degraden, corrompan, adulteren, apropien, magreen, violen, malversen, deformen, abusen, sodomicen, destruyan, etcétera, antes que tú mismo, fotocopia sin sustancia, fantasma de una sola identidad reiterada al infinito para corresponder a una imagen desgastada, para preservar un narcisismo esterilizante. El destino de un texto con posteridad no es otro que la promiscuidad. Así que, como bien dices, la tradición es el plagio, se quiera o no...
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