[Margaret Atwood, Oryx y Crake, Salamandra, trad.: Juanjo
Estrella, 2024, págs. 445]
Norteamérica tiene dos cerebros o, en todo caso,
un solo cerebro partido en dos hemisferios cerebrales. Uno estadounidense, el
más conocido y mayoritario, el que preside la cultura de masas de la cultura
global, y otro canadiense, más minoritario y selecto, que sirve como correctivo
moral e intelectual a los desafueros del otro cerebro o del otro hemisferio. Si
hay un cine que demuestre esta función de lo canadiense en la cultura
norteamericana es el de David Cronenberg, sin duda, y si hay una literatura que
realice el mismo papel, esa es la literatura de Margaret Atwood, la famosa
autora de El cuento de la criada (1985), la ficción feminista más popular
de la última década, una alegoría sobre el heteropatriarcado y la teocracia estadounidense
escrutados desde una perspectiva canadiense, tan cargada de humor negro como de
refinada perversidad.
Atwood ha rechazado en numerosas ocasiones, para
escándalo de los fans más epidérmicos del género, su adscripción a la etiqueta narrativa
de la ciencia ficción. Algunos críticos serios han caído en la trampa y, para
celebrar el logro artístico de esta novela inaugural de la “Trilogía de Maddaddam”, han
llegado a declarar que su enorme calidad prohibía que se la relacionara
mínimamente con el subgénero de marras. Solo un sabio académico como el difunto
Fredric Jameson, con un pie situado en cada uno de los lados de la delicada cuestión, resolvió el dilema planteado por la literatura de Atwood respecto de su filiación
estética señalando que, al fin y al cabo, en un tiempo como el nuestro, todas
las ficciones se aproximan de un modo u otro a la ciencia ficción. Y Oryx y Crake, como dice
Jameson en su ensayo “The Religions of Dystopia” (incluido en su último libro
publicado, Inventions of a Present),
contiene nada menos que dos distopías distintas, antes y después de la hecatombe, y una sola utopía verdadera. (Y es por esta singularidad artística, entre otras cosas, por lo que la novela de Atwood y sus secuelas se erigen como modelo antagónico de La carretera (2006) de Cormac McCarthy.)
Y ahí es donde, por otra parte, reside la originalidad de la mirada de Atwood. En la manera de inscribirse en los tópicos del género, en la forma de manejarlos y la invención de un estilo que corresponda a lo que pretende narrar con independencia de si, al hacerlo, transgrede fronteras, permite la permeación o admite la intromisión de cuestiones consideradas impuras o espurias por los dómines más dogmáticos del medio literario. Para acallar voces críticas, Atwood ha reivindicado sus relaciones con la sátira menipea, y, en particular, con Jonathan Swift y Los viajes de Gulliver en esta novela. Y muchas de sus invenciones proceden de ahí, sin duda, y de H. G. Wells (La isla del Dr. Moreau, en especial).
Publicada en español hace veinte años y reeditada
ahora por cuarta vez, dado su éxito, Oryx y Crake (2003) es una de las
grandes novelas de nuestro tiempo, más allá de que sea el inicio de una saga
narrativa fascinante, compuesta por dos espléndidas novelas posteriores como El
año del diluvio (2009) y Maddaddam (2013). El primer acierto
de Atwood consiste en contarnos el fin del mundo de un modo retrospectivo, al
mismo tiempo que nos describe el día a día del único superviviente humano (“Hombre
de las Nieves”) en compañía de una tribu de nuevas criaturas (los crakers) creadas en un laboratorio de tecnología
ultravanzada por un científico (Crake) amigo del protagonista. En pleno siglo
XXI, una extraña pandemia vírica se expande por el planeta Tierra, eliminando
de la superficie
del mismo, en
apariencia, todo rastro de existencia humana. Al final, esta certidumbre trágica,
que preside gran parte de la trama, es puesta en cuestión y se abre la
interrogante novelesca que origina la continuación.
El segundo acierto de Atwood consiste en atribuir el
apocalipsis no a una causa natural, ni a una catástrofe, sino a la voluntad de
poder de un científico misántropo que piensa que la humanidad, por su afán
expansivo y su repulsivo modo de vida, es dañina para el conjunto de la vida
terrestre. El demiurgo Crake personifica, en este sentido, la ideología
ecologista más radical y ejecuta su programa sin temor a las consecuencias al
tiempo que genera una nueva especie genética, fascinante y encantadora, exenta
de las taras y vicios congénitos de los humanos.
El tercer acierto de Atwood es conceder protagonismo a Oryx, una actriz porno infantil y joven prostituta asiática reconvertida en musa adoptada y amante de los dos protagonistas, y diosa protectora de los crakers del futuro. Este gesto geopolítico es el que, finalmente, da todo su valor ético a esta magistral novela de Atwood.
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