El sexo es un asunto demasiado serio para dejarlo en las manos de la industria del porno o de cualquier religión o iglesia fanática, o de los sexólogos y psicólogos, que tratan de refrenar su fuerza perturbadora refinando la represión con moderneces ideológicas. Y el erotismo lo es aún más, si creemos que el placer sexual es mucho más importante que la reproducción. En este sentido, es un gran acierto reeditar una obra libertina de Sade tan licenciosa y estimulante como esta (L’Histoire de Juliette, ou les Prospérités du vice; 1797) en una época donde los malos imitadores del Marqués colman el mercado con sus mercancías sucedáneas. Esas depresivas historietas sobre la incapacidad de gozar y, sobre todo, la impotencia de elevar un discurso sobre el deseo, el goce y los apetitos del cuerpo a la altura de las exigencias de la carne, la inteligencia y el espíritu que las anima. Nunca en la historia moderna el sexo se exhibió con tanto descaro, el erotismo se envasó al vacío con tanta publicidad, las imágenes de la desnudez y el apareamiento genital se tornaron tan familiares en un contexto social tan promiscuo y, al mismo tiempo, indiferente al poder de perturbación primordial relacionado con el erotismo. La banalización en curso que ha sometido el erotismo a la misma lógica mercantil de todos los demás productos es uno de los males que más favorece la expansión del discurso reaccionario del puritano o el fanático religioso de cualquier signo.
Una literatura puede ser juzgada por los escritores que
produce, como signos culturales de su potencial expresivo y como síntomas de
sus conflictos y dilemas internos. Una literatura como la francesa, que ha
producido escritores extremos como Rabelais y Sade, o Flaubert y Baudelaire,
destilados decimonónicos de ambos, es una literatura que ha de ser considerada
excepcional en razón de la producción misma de escritores que son excepciones
totales en el contexto de la literatura mundial.
En el caso de Sade (1740-1814), esta tesis se puede probar
centrándonos en su obra maestra absoluta, esta singular historia de una mujer
de voluntad libertina que nunca cede al imperativo de sus deseos y placeres: Juliette o las prosperidades del vicio,
una de las escasas novelas del pasado de las que el lector, no digamos la
lectora, sale de su lectura tan aturdido y perturbado como de las experiencias
más intensas de la vida. Tenemos la fortuna, además, de que esta nueva edición
(Cátedra, 2022) está encargada, junto con la traducción, a la catedrática Lydia
Vázquez, gran experta académica española en literatura libertina francesa (y en
Sade muy especialmente).
Hay muchos tópicos que desechar antes de abordar con
provecho una lectura de tal envergadura literaria y filosófica. Nadie ha
resumido tan bien las condiciones de legibilidad de esta novela sadiana como el
crítico y escritor Guy Scarpetta. La primera condición sería la de aceptar que
la lectura de Juliette requiere una
cierta implicación libidinal y un gran sentido del humor y del erotismo. La
segunda, participar de manera cómplice y distanciada al mismo tiempo de los
fantasmas sexuales desplegados en sus páginas: esta paradoja permite disfrutar
libremente de algunos platos del menú erógeno propuesto, no de todos, conforme
al gusto individual. La tercera condición supone saber diferenciar los placeres
ligados a lo imaginario, a los que nos podemos prestar sin temor, de los que
encontraríamos gratificantes si se hicieran reales. Y la cuarta, y quizá la más
complicada de tolerar en nuestra época, ya que constituye uno de los tabúes
mayoritarios del nuevo siglo, es el reconocimiento de nuestra inclinación
íntima a la voluptuosidad del mal: «Tel est sans doute, le véritable scandale,
aux yeux des bien-pensants de tous les temps: cette façon d´explorer (et de
nous permettre de recconaître) une virtualité vicieuse ou criminelle dont
personne n´est exempt, puisqu´elle se lie aux resorts les plus intimes de la
“volupté”» (Pour le plaisir, p. 304).
La insaciable Juliette, avezada agente del vicio, aprende a
prosperar en sociedad volviéndose cómplice sexual de todos los criminales burgueses
y libertinos aristocráticos, de uno u otro sexo, con los que traba contacto
durante años en un encadenamiento interminable de orgías, crímenes,
transgresiones, perversiones y lubricidad sin límites. El principio de placer que ha
de gobernar la lectura de esta extensa y jugosa novela picaresca lo expresa a
la perfección Juliette, la heroína disoluta de tantas aventuras eróticas, al
concluir el relato orgiástico de su vida depravada ante el cuarteto de
libertinos que la escuchan embobados, reconociendo su triunfo amoral sobre los
valores convencionales: “La naturaleza no ha creado a los hombres sino para que
se diviertan con todo sobre la Tierra; es su ley más preciada, será siempre la
de mi corazón”.
En esta extraordinaria novela, las mujeres libertinas,
lesbianas en muchos casos, como lo es la propia Juliette (“Hombre en mis gustos
como en mis principios…quiero ser tu amante, tu esposo, quiero gozar de ti como
un hombre”, proclama ante el ano encantador de la recién seducida duquesa
Honorine de Grillo, prometiendo traer en la próxima sesión instrumentos más penetrantes
que la lengua o los dedos); como decía, mujeres libertinas como Juliette,
siguiendo el modelo de la secta de las anandrinas
de Pidansat de Mairobert (Confession de
Mademoiselle Sapho; 1784), alcanzan el máximo protagonismo en los actos y
los discursos, lo que dota al texto de una deliciosa preocupación por el
orgasmo femenino (“No es posible imaginarse lo que se obtiene de las mujeres
haciéndolas descargar”), que es una de sus expresiones más innovadoras y
avanzadas, muy afín a las preocupaciones de escritoras como la revolucionaria
Anne-Josèphe Théroigne de Méricourt (1762-1817) y sus opúsculos incendiarios
como el Manual del Libertino o el Catecismo libertino de 1791.
Al final de Juliette,
ella misma, oficiando como la condesa Mme. de Lorsange, se asume como escritora
o cronista de su vida, autobiógrafa
en el sentido pleno de la expresión, y proclama el designio filosófico de su
vida libertina y de su autobiografía registrada en forma novelística de la
siguiente manera: “¿Por qué temer publicarla…cuando la verdad misma arranca los
secretos de la naturaleza, aunque los hombres tiemblen por ella? La filosofía
debe decirlo todo”. Sade habría diseñado el personaje de Juliette, según Pierre
Klossowski, como un quiasmo de perversa sexualidad en que los papeles masculino
y femenino cambian de actor según la acción ejecutada y el cuerpo concreto
sobre el que se ejecuta, de modo que Juliette sería su semejante absoluto como
mujer: una heroína andrógina, con cuerpo, inteligencia, sensibilidad y deseos
femeninos y alma perversa de escritor libertino. Por esta razón, Sade no duda
en encomendar la gozosa lectura de esta obra protofeminista a las “mujeres
voluptuosas y filósofas”.
Un pensador como Michel Foucault nos recuerda una idea nada descabellada que subvierte las valoraciones históricas y literarias de Sade: el relato sadiano de las rocambolescas vicisitudes y peripecias libertinas de la aventurera Juliette era la obra que clausuraba el período clásico de la cultura, del mismo modo que El Quijote cervantino lo había abierto con su crítica al idealismo caballeresco y sus excesos de perspectiva subjetiva. Como anuncia Foucault en Les mots et les choses: «Sade parvient au bout du discours et de la pensée classiques. Il règne exactement à leur limite» (p. 224). La figura del libertino sería el nuevo caballero andante de las luces y la ilustración, en el momento histórico de cambio en que el último libertinaje aristocrático del mundo occidental se enfrentaba a su era crepuscular para dar origen a la “edad de la sexualidad”: «le libertin, c´est celui qui, en obéissant à toutes les fantaisies du désir et à chacune de ses fureurs, peut mais doit aussi en éclairer le moindre mouvement par une représentation lucide et volontairement mise en œuvre» (ibídem).