lunes, 29 de abril de 2019

MONSTRUOS, COYOTES, GORILAS Y OSITOS DE PELUCHE



[Donna Haraway, Las promesas de los monstruos, Holobionte ediciones, trad.: Jorge Fernández Gonzalo, 2019, págs. 301]

Ya no hay marcha atrás. La tecnociencia es el régimen de lo contemporáneo. Un mundo donde la frontera entre ciencia-ficción y realidad social, como dice Haraway, se ha colapsado creando un ecosistema tan monstruoso como fascinante. Haraway, eminente científica y teórica, lleva más de treinta años enseñándonos el camino para liberarnos de los dualismos culturales que frenan el devenir revolucionario del nuevo milenio: hombre y mujer, humano y animal, naturaleza y cultura, ciencia y sociedad, occidental y no occidental, etc.
La doctora Haraway es bien conocida por haber acuñado el concepto “ciborg”, en un famoso manifiesto, para definir la subjetividad posmoderna más allá de géneros o razas. Blancos y negros, asiáticos e indígenas americanos, mujeres, hombres, intersexuales o transexuales, todos acogidos a esa categoría múltiple que explica la compleja inscripción del cuerpo y el cerebro de los sujetos en las sociedades de avanzada tecnología del siglo XX.
Esta magnífica colección reúne cuatro de sus ensayos más influyentes y una instructiva entrevista. En “La promesa de los monstruos”, el más extenso y programático, aboga por una redefinición de la idea romántica y humanista de la naturaleza, la técnica, la cultura, los sexos y las razas a fin de alcanzar un conocimiento de la realidad que permita “cambiar los mapas del mundo, construir nuevos colectivos a partir de lo que no representa más que una plétora de actores humanos y no humanos”. Estos actores incorporan humanos y animales, pero también máquinas, es decir, una remediación de la vida a través de la tecnología que erradique los antagonismos y barreras que nos impiden habitar la Tierra. Así llama Haraway a ese “lugar-otro” donde las distancias y distinciones entre seres y artefactos son abolidas. Es la promesa de futuro contenida en la existencia de los monstruos: los seres naturales y artificiales que conviven en interacción promiscua compartiendo el mismo espacio, real o virtual.
En sus libros, Haraway sostiene una crítica rigurosa de la razón científica y su mirada distorsionada sobre el mundo, demostrando que la “verdad objetiva” es una ficción tan arbitraria como otras ficciones de la cultura que, al menos, reconocen su condición de tal. Para Haraway toda ciencia es ciencia-ficción en la medida en que sus especulaciones sobre la realidad se sustentan en tesis previas cuya primera causa es puramente ideológica. La ciencia, en la visión feminista de Haraway enunciada en “Testigo_Modesto@Segundo_Milenio”, es la quintaesencia de la mentalidad y la mirada masculinas en su relación agresiva con la naturaleza y lo femenino. Y sus experimentos, por tanto, no solo tienen detrás una historia patriarcal, sino que revelan una práctica altamente sospechosa de sexismo, racismo y maltrato animal. Y en “Conversaciones de otro mundo” defiende una relación productiva con el animal como experiencia de la otredad.
En “El patriarcado del osito Teddy” aborda la perversa relación de los mitos y valores del patriarcado declinante a principios del siglo XX con la explotación de la fauna africana (gorilas y elefantes, sobre todo) por parte de aquellos miembros masculinos (y alguno femenino) del mundo científico y el capitalismo monopolístico que fundaron el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. El pretexto de los agudos análisis de Haraway, nutridos de un feminismo sagaz, es la extraordinaria biografía de Carl Ethan Akeley, el taxidermista infatuado de naturalista, cazador y fotógrafo, cuya mayor creación fueron los impresionantes dioramas de ese museo popular y, muy especialmente, el célebre “Salón africano”: una instalación artística donde se proporciona al visitante, como en las novelas de Raymond Roussel, no solo instrucción científica sino una reproducción realista de la exótica fauna y flora africanas recurriendo a las prodigiosas técnicas de la pintura, la escultura, la iluminación y la taxidermia.
La mayor parte de los especímenes allí expuestos (como el fabuloso gorila macho de “El gigante de Karisimbi”, precursor de King-Kong) fueron cazados en las expediciones que el propio Akeley organizaba periódicamente con el fin de abastecerse de animales espléndidos para ocupar esos escaparates espectaculares y mostrar a los visitantes la belleza de la naturaleza, esa madrastra aristotélica. (Para Akeley la era de los Mamíferos había pervivido en África más que en otros lugares de la Tierra y era obligación del hombre salvarla de la amenaza de su destrucción a través de la taxidermia, la fotografía o el cine.)
De las pinturas parietales de Altamira o Lascaux hasta los hábitats simulados del Museo de Historia Natural, la razón es idéntica: los humanos han sentido siempre una extraña atracción por el mundo animal al que pertenecieron un día en condiciones de igualdad y del que viven separados por una extraña pantalla de tabúes y mitos llamada cultura. Así, cada vez que alguien mira con ternura un oso de peluche debería recordar que detrás de su génesis, más allá de la anécdota original con Teddy Roosevelt, está la idea de que la vida artificial vale más que la vida natural, o tiene más futuro, porque desconoce la muerte y la putrefacción.
En todo su pensamiento, sea cual sea la cuestión abordada, la ciencia-ficción es inspiradora para Haraway como ficción que abre la ciencia a las infinitas posibilidades de la realidad y también como medio de expresión metafórica. Así lo muestra esta reflexión, perfecto sumario del ambicioso ideario de la autora: “El chip, el gen, la bomba, el feto, la semilla, el cerebro, el ecosistema y la base de datos constituyen los agujeros de gusano que lanzan a los viajeros modernos hacia los mundos contemporáneos”.

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