La monstruosidad de la carne no es un retorno al estado de la naturaleza,
sino una creación de la sociedad, una vida artificial.
-M. Hardt & A. Negri, Multitud-
Antes de
preguntarnos por lo que es Frankenstein,
deberíamos preguntarnos por lo que es la vida. Con demasiada facilidad,
tendemos a sacralizarla e idealizarla con nuestra ideología de la normalidad y
la salud sin haber llegado a comprender el horror visceral y la monstruosidad en
que se funda. Cualquier mujer del siglo XXI, en el momento de dar a luz, ese
cenit de la experiencia fisiológica de la vida, es asistida por todo un sistema
sanitario que suprime todos aquellos elementos que harían traumático y horrendo
el acto de nacer. Con lo que en una sociedad como la nuestra, tan dominada por
la ciencia y la higiene como apartada de la monstruosidad innata de los
procesos naturales, Frankenstein, o el
moderno Prometeo nos restituye, en toda su dimensión radical, una visión de
la vida desnuda que quizá haya sido superada por la historia, a causa de la
tecnología, pero no por la imaginación o la fantasía. Lo que hace tan
influyente este libro en los últimos dos siglos, ya sea en el cine, en la
literatura o en el pensamiento, es precisamente el descubrimiento terrible de
que eso que llamamos vida, para sublimarla, y eso que llamamos muerte, para
infundirnos temor, son dos realidades indiferenciables en la carne de la que
estamos hechos. La historia de la cultura está ligada a la historia de la
mortalidad y, en este sentido, su mayor empeño consiste en negar esta verdad
inaceptable. La vida de la carne, en todo su esplendor y fascinación, está
alimentada por el poder de la muerte.
En esto mismo
reside la admiración secular por el mito creado por Mary Wollstonecraft Godwin,
más conocida por su nombre de casada, Mary Shelley (1797-1851). Como ella misma
declaró, escribiendo esta novela tuvo la sensación de “salir de la infancia y
entrar en la vida”. Esto es, en el conocimiento de la muerte. El monstruo
creado por el doctor Victor Frankenstein con trozos de cadáveres es, entre
otras muchas cosas, una imagen de cada uno de nosotros, criaturas nacidas para
morir sin acabar de entender del todo el designio de nuestros días en la tierra
ni los motivos que pudo tener el creador, llámese como se llame, para darnos la
vida. Esta poesía genesíaca y prometeica de la novela es la que ha alimentado
todas las adaptaciones cinematográficas conocidas: desde esa versión inaugural
(Frankenstein) y su portentosa
secuela (La novia de Frankenstein),
debida al talento visual para la escenografía gótica de James Whale y a la
potencia totémica de Boris Karlof, donde la criatura, al revés que en la
novela, era privada de voz y de mirada sobre su dramática historia, hasta las
perversiones literales generadas por la productora Hammer con la complicidad
creativa del gran Terence Fisher, donde el fin principal era denunciar la
inmoralidad originaria de la ciencia en plena era atómica sin renunciar a la
explotación del horror sensacionalista y el mórbido erotismo de la carne
femenina. No obstante, ninguna de estas lecturas, más allá de sus encantos
estéticos y de su innegable atractivo visual, ha sido capaz de superar el poder
de sugestión de la novela epistolar en que se basan y la riqueza y originalidad
de su planteamiento filosófico.
La vida de Mary
Shelley, la creadora genuina del monstruo que es esa novela germinal publicada
por primera vez en 1818, por más privilegios o comodidades que tuviera al ser
hija de un matrimonio burgués compuesto por un escritor y filósofo ilustrado a
la manera inglesa (William Godwin) y una heroica precursora de la lucha por los
derechos de las mujeres (Mary Wollstonecraft), no fue en gran parte más que un
cúmulo de vivencias relacionadas con el infortunio y la muerte. Su madre muere
entre horribles padecimientos a los diez días de dar a luz a la propia Mary, su
segunda hija. Durante la agonía, el cuerpo de Mary Wollstonecraft, activa
precursora del feminismo, se transformó en un monstruo, deformado hasta
extremos indecibles por el mal que le corroía las entrañas e infectaba su
sangre. Las criadas de la casa le extraían sin descanso cantidades ingentes de
placenta en descomposición y se empleaban cachorros de perro para succionar la
leche acumulada en sus senos y disminuir su morbosa hinchazón. Años después,
Mary Shelley daría a luz a una hija prematura que moriría recién nacida y a dos
hijos más, Clara y William, muertos en plena infancia entre 1818 y 1819. A
pesar de lograr la supervivencia de su único hijo, Percy Florence, en el verano
de 1822 otro aborto natural frustró sus expectativas de tener más hijos de su
infiel marido, el poeta Percy Bysse Shelley, que moriría ese mismo verano en un
naufragio. Si hago estas luctuosas precisiones es para explicar algunas
características de Frankenstein, su
creación más perdurable, a la luz de la vida de su creadora. Una vida
romántica, con su lado bohemio y libertino, desde luego, y su lado burgués, por
supuesto, pero una vida terrible sobre la que la sombra de la muerte proyectaba
una y otra vez la misma figura alargada y siniestra, un fantasma compuesto de
carne muerta reanimada con galvanismo blasfemo. No es extraño, por tanto, que
Mary Shelley, mucho antes de completar la tragedia de su vida, ya tuviera los
componentes necesarios para engendrar (a partir de un sueño premonitorio y una
velada de tempestuosa creatividad en compañía de cómplices y rivales de la
talla de Shelley o Byron) a su horrible criatura, como muestra Remando al viento, de Gonzalo Suárez,
una de las aproximaciones más lúcidas al mito y a la biografía traumática de su
autora.
Como las
grandes tragedias griegas, Frankenstein
toma la apariencia de una “novela familiar” (con resonancias freudianas avant-la-lettre), una novela que
convierte en motivo sangrante de su escritura los dramas vitales de la
maternidad, la paternidad, el parentesco y la filiación, regados con un
espectacular despliegue de carne y de vísceras palpitantes, y los consigue
proyectar a una dimensión más abstracta y universal con el propósito, como dice
Žižek, de “dinamitar el mito familiar desde dentro”. Al final de la novela,
ambientado en las aguas heladas del Ártico, como una profecía poética del
porvenir de un mundo dominado por la ciencia, la tecnología y el capitalismo,
cuando el monstruo vengativo llora sobre el cadáver del doctor Frankenstein y promete
inmolarse en una pira hiperbórea al cobrar conciencia de que una vida
labrada en la desgracia no se resuelve con la muerte de su creador, Mary
Shelley pone en escena la ironía suprema de su ideario narrativo. Con ello
quizá sólo pretendiera demostrar que la privilegiada hija de dos filósofos
ilustrados, reconocidos propagadores del librepensamiento y la conducta
liberal, no tenía por qué crear su novela con ideales biempensantes y valores
progresistas, a pesar de que iba dedicada con malicia a su autoritario padre (a
menudo Godwin se sentía simplemente God), sino dando cuerpo
monstruoso e insuflando vida maligna a una visión pesimista y en extremo cruel
de la existencia humana.
En este mismo
sentido, si Frankenstein admite una
lectura política e histórica de signo conservador se debe también a que su
autora, además de contemplar con mirada clínica los entresijos del melodrama
familiar en que transcurrieron sus días, supo ser testigo excepcional de los
acontecimientos más tumultuosos de su tiempo, con la Revolución francesa como
paradigma de la criatura que se libera de su creador para convertirse en un
ente terrorífico y criminal. El monstruo de Frankenstein representa así, con su
génesis patológica, no sólo el horror de la vida material, el horror y la
fealdad de la naturaleza, sino el horror de cuanto el ser humano, con los
instrumentos de la violencia política o la violencia científica aplicadas a la
transformación de la realidad, pueda producir en nombre del progreso, la
explotación o la racionalidad absoluta. En plena era industrial, tras los
cataclismos sociales y políticos de finales del siglo XVIII, Mary Shelley supo
canalizar en su novela todas las fuerzas devastadoras que iban a transformar la
vida humana en algo aún más peligroso y maléfico. La modernidad científica,
económica y tecnológica no era entendida así por la joven autora como remedio
de los males endémicos de la condición humana sino como agravamiento de estos.
Su gesto moral prefigura, de modo sorprendente, el de todos aquellos que hoy,
enfrentados al poder tecno-científico que amenaza con reconfigurar con sus
manipulaciones biogenéticas el sentido mismo de la vida, denuncian los peligros
y las secuelas de este modelo de ciencia e invitan a decir “basta” a todo ello,
como hace Bill McKibben. No obstante el interés de esta postura crítica, quizá
quepa otra posición mucho más realista y no menos lúcida frente a esta
redefinición física y psíquica de lo humano. Se trataría, en suma, de afirmar
que por más que pretendan escapar a su sino carnal a través del recurso a los
artilugios de la tecnología o las promesas espurias de la ciencia, los seres
humanos se encontrarán una y otra vez, como el doctor Frankenstein y su deforme
criatura, enfrentados a los dilemas de la finitud y la carnalidad.
En
este nuevo siglo, corresponde al monstruoso capitalismo tecno-científico, más
que a ningún otro sistema de pensamiento o de organización surgido en la
historia, realizar la tarea de “superar lo humano”, cumpliendo sin pretenderlo
el mandato intempestivo de Nietzsche al dinamitar las estructuras sociales,
culturales y sentimentales que preservan intacta esa condición desde sus
orígenes. Como dicen Hardt y Negri: “Es en el nuevo mundo de los monstruos
donde la humanidad ha de aprender su futuro”. Un nuevo origen para la especie quizá. El nuevo
génesis de la vida surgido del pudridero de la carne, como soñaba, ebrio de
poder, el doctor Frankenstein.
Sencillamente acojonante.
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