Comencé
a leer en serio a John Barth, como he contado ya, en el invierno de 1993,
incitado por la lectura de Palimpsestes
de Gérard Genette, donde se hacía un elogio desmesurado a El plantador de
tabaco y a otros autores y obras de la
corriente posmoderna. Desde hacía algunos años, sin saber por qué, me había dedicado a coleccionar
libros de Barth traducidos al español, cada vez que me los encontraba por azar en
librerías o sabía de su aparición. Los adquiría enseguida y curioseaba sus páginas sin llegar a imaginar que algún día los leería en cadena con la
avidez adictiva con que solo se lee a los escritores verdaderamente grandes. Tras devorar entonces,
es un decir, El plantador de tabaco,
proseguí mis tareas de lectura heroica con Quimera, Perdido en la casa encantada,
La ópera flotante. El final del camino y Sabático. Durante un viaje a Londres en la primavera
de 1993, en que descubrí la pérdida de interés por los posmodernos en el mundo
anglosajón (confirmada en California solo un año después), rastreé todas las
librerías posibles en busca de obras de Barth y de otros colegas afines. Tuve
la suerte de encontrar, perdidas en un mercadillo de libros de ocasión, una
edición original de Letters (¿se
traducirá alguna vez esta obra magna, suma total de la obra barthiana?) y una edición
de bolsillo de Giles Goat-Boy, ambos ejemplares
muy manoseados pero perfectos para lo único que quería de ellos. Leerlos cuanto antes. Cosa que hice con pasión, asombro, atención extrema y excitación incomparable a mi regreso. Después de esto, Barthelme, Gaddis y Coover cubrieron la vacante
de Barth y no volví a leer a este autor hasta que Sexto-Piso decidió editar (o
reeditar) algunas de sus obras fundamentales hace ahora cuatro años. Leerlo
hoy, para mí, nunca puede ser lo mismo que entonces, con apenas treinta años, pero
sigo creyendo que pretender discutir en el presente sobre las formas de la
ficción sin haber leído a Barth, aunque sí a algunos de sus epígonos, es un
grave error crítico. A Barth y a Pynchon, por supuesto, a Coover y a Barthelme,
a Gass (¿para cuándo El túnel?) y a
Gaddis. En suma, a todos los autores norteamericanos de la segunda mitad del
siglo XX que elevaron el poder de la ficción literaria a la máxima potencia creativa,
mucho más que la novela del boom latinoamericano, en un momento histórico en
que en Europa se dudaba sobre todo, por razones obvias, y se cuestionaba la
validez del arte y no solo de la narrativa y se vivía una crisis de
formas y no solo de pensamiento. Leer hoy al genial y exuberante Barth de los sesenta y
setenta, en medio de este reinado de la medianía comercial y la literatura sin demasiadas calorías, es una disciplina de placer estético y también de exigencia intelectual
para las mentes más despiertas. Ya está dicho todo...
[John Barth, El final
del camino Sexto Piso, trad.: Mariano Peyrou, 2017]
“En la vida no hay
personajes que sean esencialmente principales o secundarios. En ese sentido,
toda la ficción y la biografía, y casi toda la historiografía, son mentira.
Todo el mundo es, por necesidad, el protagonista de la historia de su vida…Por
lo tanto, en este sentido, la ficción no es una mentira en absoluto, sino una
verdadera representación de la manera en que todos distorsionamos la vida”.
-J. B., El final del
camino, p. 420-
Se atribuye a Stendhal una célebre frase que, en
realidad, pertenece al historiador y polígrafo Vichard
de Saint-Réal: “Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”.
Este pensamiento lo dispuso Stendhal como epígrafe del capítulo XIII de “El
Rojo y el Negro” y se ha convertido desde entonces en el eslogan preferido de los
defensores del realismo literario, incluidos aquellos que lo citan por error
como tesis del gran maestro de la novela francesa decimonónica. No sé hasta qué punto Barth la tuvo en mente mientras
escribía esta novela y, sobre todo, al titularla. Lo evidente tras su lectura
es que Barth suscribe los términos de la misma con ironía literal y los lleva
hasta las últimas consecuencias.
En efecto, esta novela extraordinaria es un
espejo que se pasea a lo largo del camino de la vida de sus personajes y se
rompe en mil pedazos al llegar al final de su trayecto, donde una mujer se
dispone a sufrir un aborto ilegal en un quirófano improvisado. Yo no sé si esto
es realismo, el colmo del realismo, la expresión de la imposibilidad del
realismo o el final estético del realismo. Lo que sí sé es que este desenlace es
una de las escenas más terribles de la literatura del siglo XX. Hiperrealismo
de la mejor calidad sin sensacionalismo gratuito ni detalles escabrosos o
grotescos. La superación técnica, con el motivo del aborto como metáfora realista, de, entre otros, Hemingway (“Colinas como elefantes blancos”), Faulkner (Las palmeras salvajes) y Sartre (La edad de razón) y el anuncio de una estética literaria totalmente
nueva e indefinible. Toda la novela conduce a ese final escalofriante con una
maestría narrativa en el dominio del lenguaje, la voz y la perspectiva, los
diálogos y los monólogos reflexivos, la descripción de espacios, personajes y
mentalidades, con tal exactitud y rigor que haría sonrojar a todo el que
después se atreva a proclamarse realista.
Ya el primer enunciado pone sobre aviso: “En
cierto sentido, soy Jacob Horner”. El narrador y protagonista de esta fábula
filosófica es un sujeto de identidad inconsistente, una psique dubitativa paralizada
por un mal llamado “cosmopsis” que encuentra por azar a un enigmático
afroamericano, el doctor Dockey, que lo somete a una cura radical que se revela
una locura metódica: un tratamiento a su bloqueo vital fundado en la “mitoterapia”,
es decir, en la noción de que en la vida asumimos roles y para hacerlo con éxito
es necesario reconocer esa máscara sin ambages, como ficción del yo. Lo más sorprendente
del tratamiento y la trama que diseña en paralelo es que conduce a una tragedia
sangrienta al mismo tiempo que confirma con décadas de antelación los hallazgos
del neurocognitivista Antonio Damasio y sus fascinantes teorías sobre la pugna
mental entre un yo singular y un yo autobiográfico.
La escisión psíquica de Horner, agravada por la terapia
ficcional que lo induce a actuar, y su antagonismo moral con otro personaje
masculino, Joe Morgan, encarnación de la razón pragmática en estado puro, solo
se resuelven con un aborto chapucero y la inicua muerte de una mujer manipulada
hasta el extremo por la racionalidad absurda de los dos hombres de su vida, su
marido intransigente y su amante perplejo.
Al final del camino, el espejo se quiebra en mil
pedazos y los trozos del espejo, como en el cuento de Andersen, se dispersan
por el mundo sembrando el caos y se confunden con la belleza y fealdad de la
vida, generando una innovadora estética literaria (la posmoderna) para un
tiempo de plenitud de la ficción como nueva clave de interpretación de la
realidad.