viernes, 28 de noviembre de 2014

EL NADADOR Y LA NADA


[William Kotzwinkle, El nadador en el mar secreto, Navona, trad.: Enrique de Hériz, 2014, págs. 92]

Hay dos días señalados en el calendario de nuestras vidas. El día de nuestro nacimiento y el día de nuestra muerte. Si aprendiéramos a verlos como un solo día, entenderíamos lo que es en realidad la vida en toda su dimensión de radical fragilidad. La vida desnuda. Tendemos quizá a sacralizarla e idealizarla en exceso sin haber llegado a asumir el horror de fondo en que se funda. La verdad terrible que Mary Shelley plasmó en su inmortal Frankenstein: la vida y la muerte son realidades indiferenciables. La vida de la carne, en todo su esplendor y fascinación, es alimentada siempre por el poder de la muerte, como supo ver Bataille.
De todo eso habla, a su manera lírica y descarnada, esta espléndida novela corta de William Kotzwinkle que, con el paso del tiempo, ha sido considerada un pequeño clásico, apreciado por un selecto club de lectores. Sin ir más lejos, Ian McEwan en su reciente novela Operación Dulce le rinde un irónico y a la vez emotivo homenaje al convertir El nadador en el mar secreto en la única lectura compartida por la extraña pareja, de gustos tan disímiles, formada por la narradora espía Serena Frome y su amado Tom Haley, cargado de veleidades postmodernistas: para Tom este es un libro “de bella factura” mientras para Serena es solo “sabio y triste”.
Como suele ocurrir, el lector aplaude la forma (intensa y perfecta) y la lectora el fondo (desolador y desengañado). ¿Quién tiene razón? Los dos, naturalmente. Esa escisión sexual del gusto es propia de una época antigua: los años setenta en que se ambienta la enrevesada trama de McEwan, la misma década en que se publicó por primera vez esta conmovedora ficción de Kotzwinkle. Como creía Nietzsche: solo los que no son artistas pueden llegar a diferenciar el fondo de la forma en una obra de arte, como si fueran realidades separadas.
El nadador en el mar secreto (cuyo bello título aliterativo original se pierde en la traducción: Swimmer in the Secret Sea) es un cuento de horror oculto tras una pantalla de emociones familiares. Kotzwinkle maneja los dos registros narrativos con tal inteligencia que consigue equilibrarlos en cada página, conjurando con éxito los espectros simétricos del sensacionalismo y la cursilería.
Reuniendo de nuevo las fuerzas de lo masculino y lo femenino, como hace la naturaleza en el coito, tenemos una pareja treintañera en el foco de la historia. Él, Johnny Laski, es escultor y padre de la criatura a punto de nacer. Ella, Diane, es una mujer embarazada, artista también y objeto obsesivo del amor y el arte de Laski desde que se encontraron por azar en Nueva York. Ambos conviven en una cabaña situada en un bosque canadiense. Diane rompe aguas en plena noche mientras Laski, dormido a su lado, sueña con luminosas criaturas subacuáticas. Y ahí comienza la narración, con la metáfora marina anegando las difíciles situaciones que vivirán tras esa inundación inicial.
El áspero invierno envuelve la vida en un manto de nieve que acaba sirviendo como mortaja del bebé nacido muerto y de las ilusiones anímicas de la pareja. Diane había sido desahuciada por la ginecología y el embarazo poseía un atributo milagroso: significaba el triunfo del amor de la pareja por encima de la imposibilidad reproductora de la mujer. El estilo de Kotzwinkle brilla con la eficacia incisiva de un bisturí durante la impresionante secuencia del parto y la muerte del bebé desangrado en el vientre de la madre. La soledad existencial de los progenitores se ahonda entonces hasta límites insoportables: Diane confinada a una cama de hospital mientras se recupera del trauma y Laski vagando a la deriva por una ciudad extraña y regresando a la desabrida cabaña del bosque en vez de refugiarse en un confortable hotel.
El tercio final de la historia es escalofriante y cruel. El bebé ha sufrido una autopsia atroz en el tanatorio del hospital. Sus padres reclaman el cuerpo destrozado. Se lo entregan con frialdad clínica envuelto en telas y plásticos como un paquete cualquiera. Laski fabrica una caja de madera para enterrarlo en el bosque donde viven. Antes, se enfrentan juntos al cadáver eviscerado y sanguinolento del bebé que ha vivido en escasas horas todas las edades de la vida (del estado fetal avanzado a la vejez repentina de los rasgos faciales tras la muerte). Ambos experimentan un espanto idéntico al del lector: la vida y la muerte fundidas “en un mar calmo y brillante que no tenía fin”. 

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