[Charles
Baudelaire, La Fanfarlo, El Desvelo Ediciones,
2014, págs. 120]
Es Cabrera Infante, refinado lector de
Baudelaire, quien propone en La Habana
para un infante difunto esta cómica homofonía del nombre del
poeta moderno por excelencia. En su búsqueda frenética del amor de las mujeres,
el narrador conoce a una lectora adicta a las fragancias tóxicas y los perfumes
venenosos de Las flores del mal de la
que se enamora inútilmente. Ella no encuentra su alma tan fascinante como la de Baudelaire.
Este episodio paródico sirve al cubano para burlarse, con ironía, del vínculo
perverso que unía al poeta francés con el sexo femenino.
Al releer a Baudelaire hay que prestar especial
atención: la paradoja y la ironía de sus postulados conducen al malentendido
fundamental de toda relación humana y de toda creación. En el caso de las
mujeres, los incisivos aforismos y sentencias misóginas que las convierten en fetiches
adorables e ídolos cosméticos, declarando su belleza y atractivo inversamente
proporcionales a su inteligencia y hondura anímica, escandalizan a muchas
lectoras sin comprender la sutileza del juego mundano que les propone
Baudelaire con un guiño satírico hacia sus congéneres.
No está claro si “La Fanfarlo” (1846) es un
relato sumario o el esmerado esbozo de una novela. En cualquier caso es la
constatación de que la licencia filosófica del libertinaje se abría paso de
nuevo en la literatura a través del raído corsé del romanticismo. Como en un enredo
erótico concebido por el ingenio malicioso de Crébillon, Vivant Denon o Laclos,
Baudelaire orquesta un cuarteto de relaciones amorosas como caricatura
ilustrativa de uno de sus aforismos infames: “Lo que hay de intolerable en el
amor es que se trata de un crimen que uno no puede cometer sin un cómplice”. En
toda su obra Baudelaire pondría al desnudo con lucidez las imposturas y
supercherías de la sentimentalidad humana, pero nunca con tanta mordacidad como
en esta historia del rapsoda romántico (Samuel Cramer) que, para resucitar un desvaído
amorío de juventud (la señora de Cosmelly), acepta seducir a una bailarina
fogosa y sensual (la Fanfarlo) que tiraniza con su hechizo y exuberancia
venérea al señor de Cosmelly.
Baudelaire reproduce así una estrategia calumniosa
que había empleado para seducir a una actriz por la que sentía una pasión
indigna, motivo recurrente de su ideario esteticista. Para el dandy Baudelaire,
la mujer es la divinidad carnal, objeto de veneración y desprecio al mismo
tiempo, de deseo y repulsión visceral, encarnación pulposa de la vulgaridad natural
en que sucumbe el anhelo lírico del infinito. Con cuánta ironía se enfrenta
Baudelaire a su fantasma mórbido al hacer que el poeta idealista que ve con
clarividencia la abyección del amor personificada en el cuerpo erógeno de la
bailarina, cuyos sicalípticos movimientos en el escenario o en el dormitorio dotan
a su carne de un fulgor irresistible, claudique ante ella y la multiplicidad de
máscaras teatrales con que se entrega al placer y el delirio de los sentidos. La
Fanfarlo no es una fémina fatal cualquiera sino la imagen suprema de la
fatalidad de lo femenino, el signo atávico del fracaso masculino, confirmando la
confusión mental de idealismo y materialismo que genera las fantasías y
equívocos del amor entre sexos antagónicos.
En el novelesco
desenlace, impropio de un relato patológico escrito a la manera impecable de
Poe, la eternidad ambicionada por el poeta se trueca en maternidad de la amante
y los placeres prohibidos de la pareja acaban en caída irremediable en un
concubinato prosaico. Es la venganza de Baudelaire
contra el aburguesamiento romántico. Una purga estética que le permitirá
emprender, en el futuro, empresas artísticas mucho más exigentes.
Buen escrito.
ResponderEliminarLa Habana para un infante difunto, quizás sea lo mejor de Cabrera Infante.
Un saludo.