El malentendido entre Kurt Cobain (Nirvana) y William Burroughs podría ser uno de los más trascendentales (y significativos) de la cultura de fines del siglo XX, con insólitas prolongaciones en el XXI. El Viejo de la Montaña dijo: “Nada es verdad, todo está permitido”. Y el viejo Burroughs lo completó, constatando la raíz del mal presente y futuro: “Donde todo es verdad, nada está permitido”…
In that moment, he knew its purpose, knew the reason for suffering,
fear, sex, and death. It was all intended to keep human slaves imprisoned in
physical bodies while a monstrous matador waved his cloth in the sky, sword
ready for the kill.
-William Burroughs, Cities of Red Night-
[Servando Rocha, Nada
es verdad, todo está permitido, Alpha Decay, 2014, págs. 374]
El malentendido manda en el mundo como una
maldición genética. Hablas en serio y te toman a broma, decía Lewis Carroll en Sylvie & Bruno, hablas en
broma y te toman en serio. El mayor éxito de la carrera de Kurt Cobain, líder
de Nirvana, el grupo grunge más emblemático de los noventa, fue
la canción “Smells Like Teen Spirit”. El título del himno insurgente provenía
de un grafiti (“Kurt Smells like Teen Spirit”) pintado en el dormitorio de
Cobain por Kathleen Hanna, vocalista de la banda de punk feminista Bikini Kill.
Cobain entendió que Hanna profetizaba la proyección de su música en el siglo veintiuno,
cuando lo único que había querido hacer público la irónica cantante y letrista era
que Cobain estaba liado con la batería del grupo (Tobi Vail), que perfumaba su
esbelto cuerpo con el popular desodorante Teen Spirit. En el vídeo musical de la exitosa
canción, para fomentar aún más la confusión y los equívocos, un típico grupo de
animadoras deportivas porta en sus jerséis la marca “A” de la anarquía desorganizada
y animan con su coreografía insinuante a una sudorosa banda de punk.
Si algo mató a Cobain, pues, fue su malogrado deseo
de superar el cinismo y frivolidad de la época con un romanticismo ruidoso y
desangelado que suspendiera el peso de los malentendidos y falsedades que
corrompían el mundo e impedían soñar con cambiarlo. La gran invención de Cobain
fue la terapia musical de un nirvana instantáneo
y soluble para adolescentes perpetuos: el nirvana
inmanente de los que no soportan crecer ni envejecer pero aspiran, por un
tiempo al menos, a “liberarse del dolor y el sufrimiento del mundo exterior”,
según consignaría Cobain en sus Diarios.
La expansiva e irreverente música de Cobain y Nirvana pretendía funcionar, en vano, como
antídoto contra la infecciosa moral de la cultura yuppie de comienzos de los
noventa. La cultura extendida del psicópata Patrick Bateman y su clan de clones reaganianos (cf. American Psycho).
Otro malentendido necesario fue la creencia de
que podían establecerse alianzas con figuras carismáticas de generaciones
anteriores. Así Cobain con William
Burroughs, el escritor más subversivo e innovador de la literatura
norteamericana del siglo veinte, autor, como apunta Rocha, “de una de las
mayores óperas literarias jamás escritas”. Sobre el encuentro ocasional de
ambos y los testimonios fotográficos conservados del mismo orbita este
fascinante libro, creando una productiva red de círculos excéntricos que
examinan el acontecimiento desde una enciclopédica multitud de enfoques y
líneas de fuga temáticas.
En 1992 ya habían grabado, a iniciativa del
cantante, un tema titulado “The Priest They Called Him”, estridente combinación
de un siniestro relato de drogadicto recitado por Burroughs como una salmodia
criminal y los guitarreos desgarrados de Cobain. El 21 de octubre de 1993
Cobain no pudo reprimir más el deseo de conocer a su héroe cultural y viajó
hasta Lawrence (Kansas), donde Burroughs vivía refugiado de todas las
asechanzas económicas y políticas del momento. Vista desde fuera, la reunión
del viejo patriarca literario, endiosado por la contracultura pop-rock desde
los sesenta, y la joven estrella musical fue tan misteriosa como cabía
imaginar.
Al despedirse, Burroughs piensa que hay algo disfuncional
en Cobain, un desajuste sintomático. En febrero de 1994, Burroughs le envía
como regalo de cumpleaños un collage donde las pinceladas rosa enmarcan una
fotografía de Cobain encerrado en la
“caja orgónica” diseñada por Wilhelm Reich que Burroughs tenía en su jardín
trasero. El biógrafo del cantante lo malinterpreta como un chiste escabroso (retrato
de la estrella en el retrete). No está claro, sin embargo, si el angélico Cobain
llegaría a entender el guiño afectivo de Burroughs
como signo seductor de la vida.
Cuando Cobain se suicida en abril, Burroughs, que
rechazaba el suicidio como claudicación ante los poderes del enemigo, se
sumerge en la música primigenia de su último disco (In Utero) para tratar de comprender el gesto trágico de su amigo y
admirador. La incomprensión no pudo ser más terrible: “Matarse no fue para Kurt
un acto voluntario. En mi opinión, ya estaba muerto”.