Hace
veinte años leí El
plantador de tabaco
de John Barth por primera vez en la edición de Cátedra y en la magnífica
traducción de Eduardo Lago que ahora se reedita. De Barth
solo había leído hasta entonces los espléndidos relatos de Perdido en la casa encantada y la
magistral deconstrucción mitológica de Quimera. El plantador lo descubrí en los Palimpsestos
de Genette, una de mis obras teóricas de cabecera en aquel tiempo. Tras concluir
la relectura de ese carnaval rabelesiano ambientado en la Virginia del
diecisiete, me sumergí en todo lo que pude encontrar de Barth, en español o en
inglés. La ópera flotante, El final del camino, Sabático, Letters, Giles
Goat-Boy (esta última, junto con El
plantador, una de las novelas supremas
del siglo veinte y una de las cimas narrativas de la posmodernidad). No había
vuelto a releerlo en años, aunque no me cansé nunca de recomendarlo a diestro y
siniestro, no siempre con éxito. Me alegra saber que Sexto-Piso se plantea con
Barth la misma operación de rescate que con Gaddis. Es una prueba de que el
cáncer de la mediocridad minimalista no ha hecho tantos estragos como cabía pensar.
Ahora que tantos celebran los excesos de la fastuosa “fiesta de la forma”, como
la llamaba el gran Gass, en compañía de Wallace, Powers y Vollmann, conviene homenajear
al maestro de todos ellos como corresponde. En cualquier caso, la conexión con la inventiva literaria
del siglo dieciocho que la novela de Barth devuelve a la actualidad quizá tenga
más relevancia de la que se suele reconocer y merece que se reflexione sobre
ella. La ilustración es una provocación irónica y un guiño a Leslie Fiedler, que supo celebrar en su momento el genio excéntrico de Barth y la estética pop del roman porno entre el capitán Smith y Pocahontas como nadie, con humor y complicidad. Una convicción maximalista para terminar: Quien al concluir la lectura de El plantador de tabaco no crea que Burlingame es uno de los grandes personajes creados por la literatura en toda su historia, no importa el país o la lengua, no ha entendido nada del genuino arte de la novela...
[John Barth, El plantador de tabaco, Sexto Piso, trad.: Eduardo Lago, págs. 1173, 2013]
No deja de ser irónico
pensar que John Barth (1930) tras escribir en 1960 una novela de esta envergadura
estética (más de mil páginas desbordantes de imaginación, humor, malicia
narrativa y pirotecnia estilística de la mejor ley) publicara en 1967 un
célebre ensayo titulado “La literatura del agotamiento” donde, con la excusa de
enterrar el modernismo literario con sus búsquedas estériles de una novela sin
personajes ni trama, puro texto autista, pura voz inane, encumbrara al mismo
tiempo al pináculo de las letras posmodernas, como precursores de su proyecto
literario, a Borges y a Nabokov.
Y es que un gran
fabulador como Barth, a pesar de su juventud, solo podía medirse con los más
grandes fabuladores de su tiempo, como lo hacían sus colegas generacionales
Pynchon y Coover. La gran diferencia entre Barth y otros posmodernos consistía,
sin embargo, en la extrema atención que aquel prestaba desde sus comienzos a
los textos sagrados de la era premoderna y que alimentarían toda su narrativa
hasta su irremediable agotamiento a principios de los ochenta. Me refiero a
esas enciclopedias del saber narrativo que son Las Mil y una noches, Gargantúa
y Pantagruel, El Quijote, Tom Jones, Joseph Andrews, o Tristram
Shandy, entre las más influyentes.
Para recuperar la plenitud
novelesca de los maestros antiguos y superar el bloqueo improductivo de la
modernidad, a Barth no se le ocurrió idea mejor que escribir una novela del
dieciocho. Pero no un pastiche estilístico ni una imitación vulgar. A la manera
del Pierre Menard de Borges cuando pretendía reescribir “El Quijote” para la
cultura del siglo veinte, Barth se propuso escribir una gran novela dieciochesca
que no se pareciera a ninguna novela escrita en el siglo ilustrado, y, al mismo
tiempo, supusiera la consumación del modo imaginativo, la construcción libérrima,
la truculencia cómica y el estilo filosófico de escribir novela de Voltaire,
Fielding, Diderot o Sterne. Como se ve, Barth no renunciaba a ser original
incluso en la copia, imponiendo el valor de la novedad y la invención a través
de la parodia creativa. Con El plantador de tabaco, Barth revitalizaba la
magia literaria de los novelistas anteriores a la fosilización decimonónica del
género con una sensibilidad contemporánea de la contracultura y el arte pop. Como
él mismo dijo: “me parecía que había modos de ser completamente contemporáneo y
a la vez acercarse al arte de un modo que te permitiese contar historias
complicadas, simplemente por el placer estético de la complejidad, de la complicación
y la solución, de la intriga y todo lo demás”.
Por fortuna para
todos, esa gozosa restauración de formatos no se tradujo en vacuo formalismo sino
en conocimiento del mundo. Mediante ese expediente, Barth acertó a novelar la genuina
génesis de la nación americana fabulando los episodios más turbulentos de la vida
virginal del poeta laureado de Maryland Ebenezer Cooke, autor de un poema
satírico al que la novela roba el intraducible título. Con el sortilegio hilarante
de un argumento vertiginoso, Barth recrea la etapa histórica menos ejemplar de
un país aún inexistente liberándola con ironía de las patrañas y
mistificaciones que la propaganda patriótica le impuso durante dos siglos. La
imagen carnavalesca de la América colonial donde transcurre la parte más trepidante
de la intriga es más propia, en este sentido, de una novela picaresca que de
una epopeya fundacional.
A pesar del
deslumbrante despliegue de recursos y artificios con que anima la barroca trama,
donde el fabuloso genio de Barth resplandece es en la versión pornográfica del
romance roussoniano entre el capitán
Smith y la india Pocahontas, de virgo inexpugnable, intercalada como “diario”
de proezas inconfesables. Otro mito sentimental sobre la inocencia americana
desmantelado por Barth a la manera chistosa de Rabelais. Con grandes risotadas
del espíritu. Y es que, en definitiva, no debemos olvidar que la corrupción de
la inocencia (ya sea la de la representación histórica y la realidad contemporánea,
con sus versiones idealizadas o sublimes, como la de la conciencia anestesiada del
lector) es no solo un motivo jugoso sino uno de los fines fundamentales del
discurso novelesco…
Posdata: A algunos quizá sorprenda la alusión cifrada en el título
del post a La saga/fuga de J. B.
Como saben algunos buenos amigos gallegos especialistas en la obra de Torrente
Ballester, sostengo la tesis desde hace años de que el título de su obra
maestra ya encierra una broma culta sobre John Barth, cuya literatura pudo
descubrir Torrente durante su estancia en los Estados Unidos en los sesenta, su período de apogeo creativo, y
cuya influencia es notoria, entre otras, en la original amalgama de mito-crítica
galaica y fabulación posmoderna inscrita en La saga/fuga. [Por si fuera poco, Torrente perpetraría, años
después, una hilarante parodia del posmodernismo en Fragmentos de Apocalipsis.]
Por otra parte, casi nadie recuerda que una obra como El nombre de la rosa, tan influyente, para mal, en la gestación de
ese subproducto despreciable que es la novela historicista, de moda entre los
mercachifles desde hace al menos dos décadas, se lo debe todo a Barth y a
Pynchon, pero sobre todo a Barth (como también Carlos Fuentes y Salman Rushdie, por cierto).
Así lo reconoce el propio Umberto Eco, con honestidad ejemplar, en las valiosas
Apostillas a El nombre de la rosa, aunque para sus innumerables imitadores el
nombre de Barth, como el de Pynchon, sea aún impronunciable en sociedad. Ironías
sin cuento de la vida literaria nacional...
Apunto otra sospecha: ¿No hay en el Off Side de Torrente multitud de guiños a Los reconocimentos de Gaddis? Está claro que su estancia en Albany fue fecunda.
ResponderEliminarBien visto, bien visto, amigo anónimo (o no tanto quizá). En todo caso, es evidente que a Torrente B. su estancia en Albany le permitió no quedarse in albis!...
ResponderEliminarEl Zeitgeist de ambas novelas es el mismo: el S(ch)ein. Además, Torrente Ballester es, quizá a su pesar, o quizá no, ese Gaddis/Galdós que como bien dice usted de ningún modo es Gaddis. Por cierto: estoy encantado de que Pálido fuego nos traiga de nuevo su Vuelta al mundo.
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