miércoles, 12 de junio de 2013

MASCARADA VENÉREA


 ¿Qué hace eterna o inmortal una historia? ¿Cómo se logra que una historia siga resonando en la mente de sus lectores como si estuviera escrita en el presente? ¿Por qué hay algunas historias que preservan su poder de conmoción transcurrido mucho tiempo? Borges sostenía que la historia de la literatura se compone de unas pocas historias, tres o cuatro argumentos sustentados sobre un fondo mítico o metafórico que se repiten una y otra vez con variaciones significativas.
Eso sucede con esta excepcional novela de Arthur Schnitzler (Relato soñado) publicada en 1926 y que no ha dejado de fascinar, desde entonces, a todo el que se ha sumergido en su paradójico mundo: onírico y cotidiano a la vez, tan romántico y libertino como ciertas óperas de Richard Strauss. Relato soñado es, en este sentido, un remake freudiano de la Odisea homérica, enfatizando episodios eróticos de seducción frustrada y atracción peligrosa, que se entrecruza, según el gusto burgués de la época, con una historia moderna de fantasmas digna de Henry James.
Fue Stanley Kubrick, portentoso creador de esa fantasmagoría terrorífica titulada El resplandor, uno de los primeros en interrogar el decadente caleidoscopio de imágenes de la novela en su magistral obra póstuma (Eyes Wide Shut). Kubrick se llevó a la tumba los misterios morbosos y secretos inconscientes que su privilegiado cerebro había conseguido desvelar en el primer montaje de la película, abortado por los productores. No es casual que ahora sea una novela gráfica (Relato soñado, Nórdica, trad.: J. A. García Román, 2013), obra del ilustrador berlinés Jakob Hinrichs, la que proponga una renovada exploración de los arcanos libidinales de la intrigante pieza de Schnitzler, reinventándola a partir de las posibilidades estilísticas de un dibujo de línea esquemática, trazo colorista muy expresivo y un vistoso diseño de cada viñeta narrativa. Esta recreación visual de Hinrichs acierta al subrayar los rasgos estéticos que convierten Relato soñado, como entendió Kubrick mejor que nadie, en un alucinante teatro de marionetas movidas por la lujuria y el deseo, con la máscara como símbolo de intercambio entre la morada doméstica familiar y el oscuro dominio de las fantasías y los fantasmas.
 
 Relato soñado narra la deriva venérea del doctor Fredolin en la fría noche vienesa en busca de una respuesta racional al gran enigma freudiano: “¿qué quieren las mujeres?”. En las diversas versiones de la historia, el ingenuo Fredolin descubre con perplejidad “los deseos escondidos y apenas sospechados” del elenco de mujeres singulares con que se relaciona a lo largo de la condensada trama: Albertine, su reprimida y caprichosa mujer; Marianne, la impulsiva hija del consejero muerto; Mizzie, la prostituta sifilítica; la nínfula Pierrette, que se prostituye en la tienda de disfraces por cuenta de su padre; y por último la Baronesa Dubieski, la más desconcertante, con la que flirtea durante la celebración de una orgía de máscaras antes de que ella se sacrifique para salvarlo entregando su cuerpo desnudo a los siniestros señores de la mansión. Tiempo después, al contemplar su cadáver tendido en la morgue, el desengañado doctor no podrá reprimir la pulsión necrófila de besarla en reconocimiento quizá a la mórbida belleza de su carne y la gratuidad inexplicable de su gesto.
Las diferentes estaciones mentales de este viaje perturbador a los confines de la negra noche del deseo y los dormitorios humanos conducen a Fredolin, finalmente, a descubrir un cúmulo de verdades que la cultura barroca ya había ilustrado a su manera espectacular y que los siglos posteriores, por un prurito puritano, prefirieron olvidar: la frontera entre vivir y soñar es permeable y cristalina, el mundo es un escenario abigarrado, el juego social una mascarada carnavalesca y el deseo carnal, como quería Lacan, no solo un malentendido entre los sexos sino un espejismo, otro sueño evanescente.

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