Eso sucede con esta excepcional novela de Arthur
Schnitzler (Relato soñado) publicada
en 1926 y que no ha dejado de fascinar, desde entonces, a todo el que se ha
sumergido en su paradójico mundo: onírico y cotidiano a la vez, tan romántico y
libertino como ciertas óperas de Richard Strauss. Relato soñado es, en este sentido, un remake freudiano de la Odisea homérica, enfatizando episodios eróticos
de seducción frustrada y atracción peligrosa, que se entrecruza, según el gusto
burgués de la época, con una historia moderna de fantasmas digna de Henry
James.
Fue Stanley Kubrick, portentoso creador de esa
fantasmagoría terrorífica titulada El
resplandor, uno de los primeros en interrogar el decadente caleidoscopio de
imágenes de la novela en su magistral obra póstuma (Eyes Wide Shut). Kubrick se llevó a la tumba los misterios morbosos
y secretos inconscientes que su privilegiado cerebro había conseguido desvelar
en el primer montaje de la película, abortado por los productores. No es casual
que ahora sea una novela gráfica (Relato soñado, Nórdica, trad.: J. A.
García Román, 2013), obra del ilustrador berlinés Jakob Hinrichs, la que
proponga una renovada exploración de los arcanos libidinales de la intrigante
pieza de Schnitzler, reinventándola a partir de las posibilidades estilísticas
de un dibujo de línea esquemática, trazo colorista muy expresivo y un vistoso diseño
de cada viñeta narrativa. Esta recreación visual de Hinrichs acierta al
subrayar los rasgos estéticos que convierten Relato soñado, como entendió
Kubrick mejor que nadie, en un alucinante teatro de marionetas movidas por la lujuria y el
deseo, con la máscara como símbolo de intercambio entre la morada doméstica familiar y el
oscuro dominio de las fantasías y los fantasmas.
Relato
soñado narra
la deriva venérea del doctor Fredolin en la fría noche vienesa en busca de una
respuesta racional al gran enigma freudiano: “¿qué quieren las mujeres?”. En las
diversas versiones de la historia, el ingenuo Fredolin descubre con perplejidad
“los deseos escondidos y apenas sospechados” del elenco de mujeres singulares con
que se relaciona a lo largo de la condensada trama: Albertine, su reprimida y
caprichosa mujer; Marianne, la impulsiva hija del consejero muerto; Mizzie, la
prostituta sifilítica; la nínfula Pierrette, que se prostituye en la tienda de
disfraces por cuenta de su padre; y por último la Baronesa Dubieski, la más desconcertante, con la que flirtea durante la
celebración de una orgía de máscaras antes de que ella se sacrifique para
salvarlo entregando su cuerpo desnudo a los siniestros señores de la mansión. Tiempo
después, al contemplar su cadáver tendido en la morgue, el desengañado doctor no
podrá reprimir la pulsión necrófila de besarla en reconocimiento quizá a la mórbida belleza de su carne y la gratuidad inexplicable de su gesto.
Las diferentes estaciones mentales de este viaje perturbador
a los confines de la negra noche del deseo y los dormitorios humanos conducen a Fredolin, finalmente, a descubrir un
cúmulo de verdades que la cultura barroca ya había ilustrado a su manera
espectacular y que los siglos posteriores, por un prurito puritano, prefirieron
olvidar: la frontera entre vivir y soñar es permeable y cristalina, el mundo es un
escenario abigarrado, el juego social una mascarada carnavalesca y el deseo
carnal, como quería Lacan, no solo un malentendido entre los sexos sino un espejismo, otro
sueño evanescente.
Qué mono me ha entrado de leer cierto libro ahora
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