viernes, 21 de junio de 2013

UNA COMEDIA FILOSÓFICA



Dice Fernando Savater en el prólogo televisivo (“Carta de ajuste”) de esta instructiva “pieza de cámara” (kammerspiel) concebida para las cámaras (El traspié, Anagrama, 2013) que “la comedia es el género propio para retratar el empeño filosófico desde sus comienzos”. El iniciador del género fue un filósofo presocrático, Tales de Mileto, quien al caer a un pozo mientras escrutaba el cielo nocturno sembrado de estrellas provocó las carcajadas groseras de una criada. Como en una comedia de Aristófanes o Plauto, la ignorancia y la inmadurez se burlan, a través de la risa de los siervos, del saber pretencioso de los filósofos. Una comedia filosófica es, pues, una comedia donde el filósofo, como engreído emblema del conocimiento inútil, se expone al ridículo, o descubre el sentido del ridículo en la mirada despectiva del otro. El pensador ilustre aparece en escena con todas sus ínfulas histriónicas para provocar la risa del espectador descreído. Esa risa vulgar es tan filosófica, en suma, como el desliz inevitable del filósofo.
 
El humor de Savater es refinado como los puros que ostenta a menudo en sus fotografías para darse humos de hedonista inteligente. Aquí decide darse al humor sin profilaxis moral. Al elegir gastarle una broma simpática a un filósofo preferido (“uno de los primeros filósofos que leí y uno de los últimos que dejaré de releer”), el lector debe entender que la broma se la gasta también a sí mismo. Arthur Schopenhauer es el representante eximio del pesimismo decimonónico más acendrado, pero Savater lo retrata con ingenio meridional en compañía de una hermosa escultora (Elisabet Ney) que trata de inmortalizar su espíritu singular en un busto de arcilla, materia primigenia con que Elohim esculpió a sus criaturas edénicas antes de infundirles dramática vida. Mientras el idealista Schopenhauer, al concluir la sesión de posado, desgrana su ideario desengañado sobre lo divino y lo humano, la fascinación femenina de la artista por la vehemencia viril del pensador septuagenario se contagia a este, creando un clima de coqueteo inofensivo entre ambos.
 
La tentación galante del filósofo misógino, defensor acérrimo de la renuncia al deseo vital, se ve comprometida, como en las mejores comedias de salón, por la irrupción de un tercero discordante, Rodrigo de Zúñiga, seguidor español de Schopenhauer que pretende publicar un breviario traducido de sus geniales aforismos. Savater confiesa en el epílogo (“Despedida y cierre”) que se inventó a este intrépido personaje de “cabo a rabo”. La relevancia del “rabo” es solapada, sin embargo, en lo que ocurre durante la sesión de espiritismo a la que el trío se entrega impelido por la curiosidad irracional del filósofo acerca del más allá. En esta escena rubrica la obra su designio mordaz y alcanza un clímax de picardía erótica. Mientras el adusto filósofo se embelesa con la patraña espiritista, el falso médium se aprovecha de la equívoca situación, más digna de un entremés cervantino que de un drama de su admirado Calderón, seduciendo delante de sus metafísicas narices a la atractiva escultora.
 
La primera versión de El traspié fue escrita en los ochenta para la vieja TVE de Pilar Miró, aquel proyecto de revolución audiovisual seria en un país que se tomaba la televisión a risa por culpa de la censura. Es obvio que Pilar, como indica la dedicatoria, miró y admiró la pieza original, tal es la malicia con que Savater escenifica, en el papel o en la pantalla, su comedia filosófica sobre los maleficios del deseo y las gratificaciones del goce en un mundo desolador. Nunca el rigor germano de Schopenhauer fue tan cómplice del libertinaje francés de Crébillon o la ironía inglesa de Sterne.

miércoles, 12 de junio de 2013

MASCARADA VENÉREA


 ¿Qué hace eterna o inmortal una historia? ¿Cómo se logra que una historia siga resonando en la mente de sus lectores como si estuviera escrita en el presente? ¿Por qué hay algunas historias que preservan su poder de conmoción transcurrido mucho tiempo? Borges sostenía que la historia de la literatura se compone de unas pocas historias, tres o cuatro argumentos sustentados sobre un fondo mítico o metafórico que se repiten una y otra vez con variaciones significativas.
Eso sucede con esta excepcional novela de Arthur Schnitzler (Relato soñado) publicada en 1926 y que no ha dejado de fascinar, desde entonces, a todo el que se ha sumergido en su paradójico mundo: onírico y cotidiano a la vez, tan romántico y libertino como ciertas óperas de Richard Strauss. Relato soñado es, en este sentido, un remake freudiano de la Odisea homérica, enfatizando episodios eróticos de seducción frustrada y atracción peligrosa, que se entrecruza, según el gusto burgués de la época, con una historia moderna de fantasmas digna de Henry James.
Fue Stanley Kubrick, portentoso creador de esa fantasmagoría terrorífica titulada El resplandor, uno de los primeros en interrogar el decadente caleidoscopio de imágenes de la novela en su magistral obra póstuma (Eyes Wide Shut). Kubrick se llevó a la tumba los misterios morbosos y secretos inconscientes que su privilegiado cerebro había conseguido desvelar en el primer montaje de la película, abortado por los productores. No es casual que ahora sea una novela gráfica (Relato soñado, Nórdica, trad.: J. A. García Román, 2013), obra del ilustrador berlinés Jakob Hinrichs, la que proponga una renovada exploración de los arcanos libidinales de la intrigante pieza de Schnitzler, reinventándola a partir de las posibilidades estilísticas de un dibujo de línea esquemática, trazo colorista muy expresivo y un vistoso diseño de cada viñeta narrativa. Esta recreación visual de Hinrichs acierta al subrayar los rasgos estéticos que convierten Relato soñado, como entendió Kubrick mejor que nadie, en un alucinante teatro de marionetas movidas por la lujuria y el deseo, con la máscara como símbolo de intercambio entre la morada doméstica familiar y el oscuro dominio de las fantasías y los fantasmas.
 
 Relato soñado narra la deriva venérea del doctor Fredolin en la fría noche vienesa en busca de una respuesta racional al gran enigma freudiano: “¿qué quieren las mujeres?”. En las diversas versiones de la historia, el ingenuo Fredolin descubre con perplejidad “los deseos escondidos y apenas sospechados” del elenco de mujeres singulares con que se relaciona a lo largo de la condensada trama: Albertine, su reprimida y caprichosa mujer; Marianne, la impulsiva hija del consejero muerto; Mizzie, la prostituta sifilítica; la nínfula Pierrette, que se prostituye en la tienda de disfraces por cuenta de su padre; y por último la Baronesa Dubieski, la más desconcertante, con la que flirtea durante la celebración de una orgía de máscaras antes de que ella se sacrifique para salvarlo entregando su cuerpo desnudo a los siniestros señores de la mansión. Tiempo después, al contemplar su cadáver tendido en la morgue, el desengañado doctor no podrá reprimir la pulsión necrófila de besarla en reconocimiento quizá a la mórbida belleza de su carne y la gratuidad inexplicable de su gesto.
Las diferentes estaciones mentales de este viaje perturbador a los confines de la negra noche del deseo y los dormitorios humanos conducen a Fredolin, finalmente, a descubrir un cúmulo de verdades que la cultura barroca ya había ilustrado a su manera espectacular y que los siglos posteriores, por un prurito puritano, prefirieron olvidar: la frontera entre vivir y soñar es permeable y cristalina, el mundo es un escenario abigarrado, el juego social una mascarada carnavalesca y el deseo carnal, como quería Lacan, no solo un malentendido entre los sexos sino un espejismo, otro sueño evanescente.

martes, 4 de junio de 2013

ESPAÑA CADÁVER, O EL REGRESO DEL REALISMO FUNERARIO



 
Realism does not mean that we are able to state correct propositions about the real world. Instead, it means that reality is too real to be translated without remainder into any sentence, perception, practical action, or anything else. [Realismo no significa que seamos capaces de enunciar proposiciones correctas sobre el mundo real. Significa, en cambio, que la realidad es demasiado real para ser traducida íntegra en cualquier oración, percepción, acción práctica, o cualquier otra cosa.] 

-Graham Harman- 

Si es usted concejal de urbanismo o especulador inmobiliario o notario o banquero o mero propietario, no se moleste en leer este libro (Rafael Chirbes, En la orilla, Anagrama, 2013). Esta novela no es para usted, ni para ninguno de los cargos políticos o económicos que cometieron durante décadas este desfalco incalculable.
Hablemos claro, como hace esta demoledora novela de Chirbes. La historia española reciente es la historia del saqueo descarado y el expolio obsceno de un país por sus clases dirigentes. La historia picaresca de unos políticos oportunistas y sin escrúpulos y unos empresarios desaprensivos empeñados en cobrarse deudas históricas o rentabilizar influencias y relaciones o vivir como reyes fingiendo generar riqueza y bienestar para el resto. Así fue durante décadas, hasta que la bancarrota institucional y la ruina manifiesta dejaron el presente español tan esquilmado y exhausto como las cuentas de los excluidos y desahuciados del negocio, todos los que pagan ahora, sin haber participado en ella más que tragándose la farsa y alimentándose con los despojos, la orgía grosera e inmunda que se ha vivido aquí con una intensidad y una dedicación dignas de más nobles causas.


Hay dos estrategias posibles para escribir sobre esta situación devastadora. Una más globalizada y compleja, conectada a las realidades mediáticas y financieras de la escena internacional. Y otra más apegada al espacio local, de perspectiva más realista en el sentido tradicional, pero limitada al pequeño relato de las sórdidas experiencias de los protagonistas regionales de la crisis. Ambas opciones narrativas son igualmente válidas siempre que se realicen con talento y vigor verbal. Es obvio que Chirbes, por afinidad moral y estética literaria, ha escogido la última vía, la más plausible para muchos, aquella en la que su idiosincrasia artística, de matriz tremendista, podía ejecutarse con mayores garantías de éxito.
En este sentido, el inventario de males elaborado por Chirbes contiene verdades como puños, una contundente tanda de patadas y puñetazos a diestro y siniestro, nunca mejor dicho, golpes duros en la integridad política de sociatas y peperos, consentidores de los vergonzosos desmanes de sus cómplices empresariales. Un puñado de verdades dichas, además, con estilo malhumorado, grave, corrosivo y áspero para que todos se sientan aludidos. No hay inocentes en esta historia cruel, contada con todo el ruido y la furia de que es capaz un irónico discípulo de Faulkner y de Bernhard. A todos mancha esta corrupción generalizada de la realidad. A todos humilla, es lo que más duele en el fondo al que la lee sin prevenciones ideológicas. A todos avergüenza y ofende, incluso al escritor que maldice el mundo como un profeta ateo, disimulado tras la voz amarga de sus fallidas criaturas.
Esto no es una novela al uso. Esto es un ajuste de cuentas en toda regla. Una autopsia despiadada e intempestiva de la realidad española. La revancha implacable de un novelista desengañado contra un tiempo histórico degradado, desde el horror de la inmediata posguerra hasta nuestros días de liquidación total, donde la rapiña y la iniquidad fueron transmitiéndose como una tara genética de generación en generación. Una novela terrible sobre cómo se ha organizado en nuestra historia reciente el reparto del botín entre los secuaces según quien ocupara la poltrona del poder y administrara las prebendas del capital. Y, muy en especial, las últimas décadas, con el esperpento nacional batiendo todas las plusmarcas y acabando con las ilusiones creadas de que España fuera alguna vez algo más que una grotesca caricatura de Europa y la cultura europea. Sí, esa misma Europa neoliberal y tecnócrata que ahora fiscaliza la carroña del déficit y la masacre de los presupuestos y amenaza con doblegarnos a sus intereses mezquinos como castigo ejemplar por nuestros vulgares excesos y chabacanería secular.


Chirbes ha escrito una novela descarnada y feroz que hace justicia a la historia moderna de España. Una justicia que ningún tribunal sería capaz de impartir sin traicionar sus fines legales. La justicia de la literatura no cree en el cielo de los sentimientos, esa cursilería biempensante, ni en el infierno de las intenciones, ese puritanismo castrador, solo en la vileza, el encanallamiento, la degeneración y la ceguera moral de hombres y mujeres. Y ni siquiera eso. Solo en la fuerza del discurso para acabar con las mentiras y mitos que sostienen la realidad. Quizá sea esta violencia verbal, en definitiva, lo que alguien con la lucidez de Céline llamaría realismo.