Julien Gracq (1910-2007) fue uno de los
grandes maestros de la literatura francesa del siglo veinte. El sumo sacerdote,
si se quiere, del oficio litúrgico de la literatura concebida como creación
pura, al margen de las corrientes dominantes en una literatura como la francesa
que ha sobresalido a lo largo del siglo pasado tanto por la calidad de sus
autores como por su increíble capacidad para generar modas, escuelas o
tendencias seguidas con mimético arrobo en todas partes.
La escritura inimitable de Gracq ha
adoptado todos los disfraces genéricos que los críticos académicos suelen
reconocer en las formas literarias. Ha publicado libros de poemas (Liberté Grande, de 1947, o Prose pour l´étrangère, de 1953); teatro
(Le Roi pêcheur, de 1948); un volumen de nouvelles
(La Presqu´île, de 1970). Y cuatro
novelas: Au chateau d´Argol, su espléndido debut, un cruce de romance nervaliano y parodia gótica, empapada de
pasión por Wagner y los surrealistas; Un
beau ténébreux, una fábula amoral escrita con el espíritu luciferino de
Lautréamont y el don de Proust para la observación de la conducta mundana de
las clases superiores; y a continuación dos obras maestras absolutas: Le Rivage des Syrtes (1951), una epopeya
en prosa elegantísima sobre la historia y la metahistoria occidental, en clave
de decadencia y estancamiento, por la que recibió un merecido Premio Goncourt
que su dignidad ética y artística le impidió aceptar; y Un balcón en forêt (1958), un relato que comienza siendo un
trasunto de su propia experiencia durante lo que los franceses denominaron la drôle de guerre, el desastre militar que
abrió la puerta infernal a la ocupación alemana en 1940, y acaba constituyendo
un luminoso viaje interior, en compañía de una mujer fascinante, por los
senderos del bosque europeo.
Y, por supuesto, espléndidos y polémicos
libros de crítica: La littérature à
l´estomac (1950), Préferences (1961),
o los dos volúmenes de Lettrines
(1970 y 1974, respectivamente). Pero su mejor libro de no ficción es, sin
ningún género de dudas, En lisant, en écrivant (1980), más
allá de los acuerdos o desacuerdos (su discutible crítica a figuras ejemplares
como Bataille y Céline, por ejemplo) que pueda suscitar una obra tan ambiciosa
y personal como esta. Al revisar ahora, con mirada renovada, el índice del
libro, vuelve a evidenciarse la cualidad más asombrosa del mismo, constituir
una suma incomparable de historia y cultura literarias: reflexiones de una
sutileza sin igual sobre las relaciones entre literatura y pintura, literatura
y cine, o literatura e historia; inteligentes análisis del fenómeno
intransitivo de la lectura y la escritura; consideraciones inusuales sobre la
memoria y la historia, o la difícil historización de la literatura; la
importancia de Alemania en el surgimiento de la conciencia literaria europea y
la del surrealismo en el desarrollo de la sensibilidad moderna; etc. Una obra
de madurez, en todos los sentidos de la palabra, de un autor excepcional que se
inscribe de pleno derecho en una tradición novelesca que conoce perfectamente
en todos sus matices, variedad y evolución: una tradición fecunda que comienza
con Balzac y Stendhal y se prolonga a lo largo del diecinueve con Flaubert,
Zola o Huysmans para consumarse en Proust. Precisamente, la inseminación
surrealista y la influencia de autores admirados como Ernest Jünger (la
extraordinaria Sobre los acantilados de
mármol es un precedente moral de Le
Rivage des Syrtes) o Dino Buzzatti (la hipnótica fábula de El desierto de los tártaros, aún más) le
proporcionaron a Gracq ese componente diferencial que necesitaba su escritura
singular para prolongar en otro contexto histórico y cultural esa vigorosa
tradición narrativa con un eslabón más, de una riqueza admirable.
La littérature à l´estomac anticipa muchos de los
puntos de vista desarrollados en estos otros libros de Gracq, pero el tono de
su intervención es más polémico y visceral. Tras el refinado análisis de las
condiciones de marginación en que ha de desarrollarse la literatura bajo el
imperio insidioso de los medios de comunicación, la opinión gregaria, la
manufactura industrial y el afán de lucro de las editoriales comerciales se
oculta a veces un ajuste de cuentas privado contra algunas escuelas y modas,
como el existencialismo sartriano, cuya notoriedad a Gracq le parecía
desproporcionada y fundada en motivos escasamente literarios.
Gracq concibe la liturgia de la
literatura de modo tan exigente que su contaminación por las nuevas
circunstancias sociales y culturales de la posguerra francesa no podía sino
causarle disgusto y perplejidad. No obstante, este estilizado panfleto funciona
como un eficaz bisturí a la hora de incidir en los abscesos y tumores que,
desde el momento de su publicación, no han hecho sino expandirse por todo el
cuerpo de la literatura occidental. Uno de los más infecciosos es la pérdida de
criterios estéticos en el juicio que merece una obra literaria, la carencia de
una crítica rigurosa, el peso excesivo de la imagen pública o la leyenda publicitaria
del autor.
De todos modos, como Gracq advierte en la
Nota final, su denuncia de la corrupción del gusto literario no va unida a la
reivindicación de una “literatura anodina” o inofensiva, ni aparece teñida por
ninguna forma sospechosa de nostalgia. Todo lo contrario. Como indica su título,
se trataría de un discurso revulsivo escrito en defensa de una literatura
creativa concebida como empresa rebelde a toda estrategia de domesticación. Y,
sobre todo, extraña a las mediaciones académicas, políticas o sociológicas de
los profesores, los periodistas y los críticos, por no hablar de los lectores,
causantes, hoy como ayer, del triunfo de lo no literario sobre lo literario.
Muchos años después, Gracq condensaría
así una de las ideas más provocadoras de este alegato intempestivo de extrema
vigencia, escrito con envidiable libertad de espíritu: “Qué bufonería, en el fondo, y qué impostura, el oficio de crítico: ¡un
experto en objetos amados! Después de todo, si la literatura no es para el
lector un repertorio de mujeres fatales, y de criaturas de perdición, no vale
la pena que nos ocupemos de ella” (traduzco desde mi viejo y desgastado
ejemplar de En lisant, en écrivant; José Corti, París, 1985 (9ª reimp.),
pp. 178-179).
Hola, creo que necesito una aclaración, entiendo lo de la bufonería de ser un experto en objetos amados, ahí no puedo evitar sentirme aludido y reconocerme imbécil. La dificultad me surge de la segunda parte que me parece que sólo metafóricamente puede encontrar un significado: entender la obra como mujer fatal que nos saca de nosotros mismos y nos abre un mundo en el que perderse. Voy bien?.
Gran artículo para un escritor secreto y discreto de las letras francesas de prosa extraorinariamente rica,la apropiación magistral de la herencia del surrealismo y la asombrosa capacidad para la creación de imágenes poéticas,convierten sus obras en obras capitales de la narrativa francesa contemporánea.Sus textos dan cita a la tradición y el legado de la vanguardia estética que ha presidido una producción literaria de gran parte del siglo XXI. Yo solo he podido leer El mar de las Sirtes,Los ojos del bosque y La península y es una lástima que no sepa leer en francés.Y,respecto a El desierto de los tártaros,me parece un poeta tan intenso que te deja en calzoncillos,sobre todo cuando el personaje regresa a su casa,a su habitación abandona,oscura,ese paso del tiempo sin nosotros.
ResponderEliminarAprovecho para desearte unas felices fiesta,amigo.
Un fuerte abrazo.