Si la cultura sirviera para algo más que para lo que sirve, prefiero no entrar en detalles, los acontecimientos del 11-S deberían marcar una inflexión decisiva en nuestra comprensión de la historia, la sociedad, la política y la propia cultura, desde luego, pero también, visto lo visto, la economía. Inmersos en la crisis más grave de la historia reciente, una crisis económica que es también una crisis de valores, no cabe engañarse sobre sus implicaciones en el detonante de la misma. Podría decirse, en este sentido, que los atentados terroristas que tuvieron lugar en el undécimo día del noveno mes del primer año del siglo veintiuno causaron una despresurización automática del sistema. Como cuando en un avión de pasajeros se abre una brecha en el fuselaje que modifica las condiciones en el interior de la cabina y tiene consecuencias impredecibles para sus ocupantes. No en vano, en el movimiento del 15-M aparece, como inclusión en su programa local de una reivindicación global, la exigencia de esclarecimiento de la verdad del 11-S. La propuesta se presenta con un elocuente eslogan (STOP NEW WORLD ORDER) donde se sugiere la vinculación necesaria entre los atentados y el nuevo orden económico mundial surgido de la crisis.
El 11-S ocurrieron, por otra parte, dos acontecimientos culturalmente relevantes: el “apocalipsis” se transformó en icono pop y programa estrella de televisión y se democratizó la tragedia histórica al poner los votantes y consumidores de a pie toda la carne y la sangre del sacrificio. En este contexto, la revisión de algunos documentos culturales posteriores a la catástrofe puede resultar instructiva para explorar el (sin)sentido global de nuestra existencia en este nuevo siglo, de origen tan traumático como espectacular.
La caída de las torres
Ballard, el autor de «Crash» y «Rascacielos», no pudo imaginar una “exhibición de atrocidad” de tal magnitud: dos aviones de pasajeros estrellándose en todas las televisiones contra los rascacielos más emblemáticos del mundo. Ballard, erigido en guía del nuevo milenio, había proclamado que la cultura postmoderna occidental, obsesionada con el fin del mundo y los acontecimientos extremos, sólo podía aspirar a embriagarse con lo que denominaba “el dulce aroma del exceso”: “Más sexo y violencia en televisión y no menos. Ambos son poderosos catalizadores del cambio social, en momentos en que se necesita desesperadamente un cambio”. De hacer caso a las predicciones de quien había explorado en sus novelas la erótica del accidente automovilístico, las escenas violentas o los tumultos y sublevaciones sociales, tras el derrumbamiento de las dos torres debería haberse producido un desencadenamiento de energía libidinal y episodios de locura colectiva similares a los que se constataban en las epidemias medievales de peste. Por desgracia, la caída televisada de las dos torres neoyorquinas en horario de máxima audiencia no sólo supuso el afianzamiento de Bush y su equipo al frente de la Casa Blanca (como confirmó el Episodio III de «Star Wars»), sino un auténtico “tsunami” de lugares comunes, cursilería moral, nacionalismo irredento, pánico comunitario, valores tradicionales, represión estatal, recortes de la libertad de expresión y demás enfermedades del espíritu liberal, avaladas por todas las iglesias y sectas, partidos y grupos de opinión mayoritarios, como único antídoto contra el veneno anímico generado por los terribles ataques.
A éstos, en gran parte, debemos el conservadurismo y el puritanismo reinantes en este siglo controlado por todopoderosos señores de la guerra dispuestos a enfrentarse a perpetuidad en el vasto tablero del planeta por un poder que ya nadie se atreve a llamar por su abyecto nombre. Las similitudes ideológicas entre quienes planearon los ataques como un mazazo moral y material al corazón financiero del mundo y quienes les declararon la guerra total son innegables. El fundamentalismo cristiano y el islámico se dieron la mano a través del espacio devastado de la “zona cero” señalando al mismo antagonista como responsable moral de la masacre: la decadente vida contemporánea. El pretexto de preservar este modo de vida supuestamente amenazado servía ahora al poder hegemónico como tapadera cínica para imponer en casa una variante local de la misma moral dogmática que había concebido los atentados. En «Milenio Negro», la penúltima novela de Ballard, uno de los terroristas de clase media, de modo bastante delirante, inscribe los atentados en la lógica de un proyecto general de abolición del siglo XX: “El ataque al World Trade Center en 2001 fue un valeroso intento de liberar a América del siglo XX”.
Lo que ocurrió hace diez años, en suma, dejó con el culo al aire a todo un país y al sistema que lo monopoliza de modo abusivo. Fue un acto brutal por el que quedó a la vista de cuantos quisieran mirar sin escrúpulos la desnudez total de un sistema de organización del mundo fundado en incontables mixtificaciones y mitos banales. Detrás de la ostentosa fachada del World Trade Center no había nada más que otra fachada y eso ni siquiera los terroristas, creyentes en sólidos fundamentos y ontologías trascendentes, aunque devotos de la nada en el fondo de sus corazones, fueron capaces de preverlo. El acontecimiento se les fue de las manos a todos, los que lo planearon y realizaron y los que debían haberlo evitado, y todos, por tanto, quedaron con sus nalgas expuestas al aire recalentado por la combustión del queroseno de los aviones estrellados. El espectáculo mereció la pena sólo por esta revelación fundamental. Sin los dos mil ochocientos muertos, que actuaron de pantalla para un poder que los tomó como rehenes a fin de encubrir sus flagrantes insuficiencias y retorcidos intereses, lo habríamos podido ver todos con más claridad. Sin esa devastadora perturbación que suponían los cuerpos destrozados o la gente saltando al vacío desde las ventanas de las torres, no habrían podido ocultarlo con tanta eficacia.
Con su habitual provocación crítica, Baudrillard señaló acertadamente, y le llovieron insultos y descalificaciones de todas partes por tratar de ser coherente con un pensamiento tan incómodo como el suyo: “la violencia de lo mundial pasa también por la arquitectura y, por lo tanto, la oposición violenta a esta mundialización también pasa por la destrucción de esa arquitectura. En términos de drama colectivo, podría decirse que el horror...de morir en esas torres es inseparable del horror de vivir en ellas, el horror de vivir y trabajar en esos sarcófagos de hormigón y acero”. Igualmente atroz puede parecernos entonces vivir o morir sirviendo al capital transnacional como único amo y señor de nuestras vidas y destinos y recibiendo además los crueles golpes de sus enemigos conjurados. Como muestra «Milenio Negro», la desmoralización y el hastío de la clase media acabarán convirtiéndose tarde o temprano en la mayor amenaza revolucionaria para el sistema.
La exhibición de atrocidades
Frédéric Beigbeder escribió una novela comprometida sobre el álgebra de la catástrofe («Windows on the World», 2004) situando la acción en un doble plano: el exterior de las torres (las víctimas potenciales, los espectadores) y el interior (las víctimas reales). Beigbeder se escandalizaba por la censura impuesta a la exhibición del horror: podían mostrarse hasta la obscenidad, y así se sigue haciendo en esta conmemoración del décimo aniversario, nada ha cambiado desde entonces, las imágenes de los aviones estrellándose contra el cristal líquido de las fachadas, o el colapso aparatoso de las dos torres, desde todos los ángulos imaginables, en todos los canales, incluso ralentizadas, en bucle interminable. Pero nunca se mostraron los cuerpos abrasados o destrozados de las víctimas, nunca se permitió que la audiencia oyera los aullidos de terror de los que se asomaban a las ventanas o se arrojaban desesperados al vacío mediático. El consenso censor en la supresión de imágenes crueles de la carnicería perseguía un fin hipócrita: negarle a la conciencia americana el acceso visual al conocimiento del horror. El acto brutal mediante el que la muerte hacía su reaparición estelar en una sociedad empeñada en expulsarla de sus representaciones convencionales.
Con esa política tan reaccionaria como cínica al mismo tiempo se suprimía también un par de décadas de efervescente creación artística y literaria en las que el cuerpo había ocupado el centro del escenario, atraído los focos de la fama y practicado toda clase de rituales, más o menos obscenos, más o menos espectaculares, con el fin de representar las mutaciones de la carne en la postmodernidad. Numerosos artistas (Andrés Serrano, Cindy Sherman, Mike Kelley, Bob Flannagan, Robert Gober, Carole Schneeman, Paul McCarthy, Kiki Smith o Barbara Kruger, entre otros muchos) habían procedido a desconectar el cuerpo humano de cualquier forma de trascendencia y restaurado su inmanencia más agresiva o visceral, menos asimilable por el gusto medio normalizado. Este mismo campo venía siendo explorado desde los años setenta por el cineasta David Cronenberg. En todas sus películas se examinan, con exactitud quirúrgica y pasión glacial, las derivas psicopatológicas de comunidades sin dioses ni cultos sublimes, individuos sometidos a toda clase de experiencias terminales, entregados a la experimentación con innovadoras tecnologías y nuevas formas de sexualidad. Por tanto, si en lugar de ese siniestro pacto de silencio entre los medios (des)informativos y el poder gubernamental se hubiera encargado la cobertura del “tiempo muerto” del acontecimiento a Cronenberg o, en su defecto, a cualquiera de los artistas citados, contaríamos hoy con uno de los documentos culturales más escalofriantes sobre la barbarie, un retrato incomparable y pavoroso de nuestra existencia corpórea en la fase histórica del capitalismo tardío y sus sórdidos aledaños fanatizados.
Beigbeder veía en la “envidia cultural” la raíz de los bárbaros atentados. Así lo entendió DeLillo, en un primer momento, al señalar que el objetivo simbólico de los terroristas era “la capacidad de la cultura norteamericana para traspasar todos los muros y penetrar en cada hogar, cada vida y cada mente”. En uno de sus ensayos, David Foster Wallace propone otra interpretación de ese malestar cultural. Con lucidez irónica, Wallace analiza la catástrofe “pixelizada”, esto es, vista (y vivida) en la pantalla televisiva, como forma consumada del entretenimiento. Y, en especial, el momento trágico en que “el Horror”, como lo llama metafóricamente, le revela por televisión que la América que los fundamentalistas han querido destruir es, en gran parte, la que él representa como escritor y la de la cultura descerebrada del consumo que lo circunda como líquido amniótico. En su novela póstuma, «El rey pálido», Wallace da un paso más al alegorizar el hundimiento total de América en términos puramente económicos.
DeLillo de fondo
¿Qué puede hacer un escritor cuando cobran realidad sus intuiciones más terribles? Ésta es posiblemente la pregunta que Don DeLillo se planteó a raíz del 11-S. En todas sus novelas, el espectro del terrorismo y la muerte masificada ronda el hiperespacio de los supermercados, los aeropuertos, los centros comerciales, los distritos financieros o las zonas residenciales como reverso tenebroso de las brillantes superficies, códigos comunicativos, pantallas ubicuas, múltiples mercancías e intercambios constantes de la sociedad de consumo. Sin proponérselo, DeLillo profetizó la matanza cuando se tomó novelísticamente en serio las especulaciones de Baudrillard sobre la identidad espectacular de la lógica terrorista y la lógica televisiva. O, como en «Cosmópolis», novela posterior al 11-S, donde postula la similitud de fondo entre la violencia productiva del capitalismo y la violencia aparentemente improductiva del terrorismo, como un efecto colateral de su funcionamiento incontrolable.
Tras los atentados, DeLillo declaró en un artículo: “Hoy, una vez más, la narrativa mundial se halla en manos de terroristas”. La narrativa fundamental del 11-S consistió, por tanto, en desviar la gigantesca tecnología del sistema y ponerla al servicio de la más enérgica destrucción de sus baluartes inexpugnables. Nunca antes sonaron tan verdaderas sus palabras: “la tecnología es nuestro destino, nuestra verdad”. Pues el choque cognitivo descomunal de los atentados, así que pasen una, dos o tres décadas de su comisión, lo sigue representando esta colisión calculada de la más avanzada tecnología del siglo XXI con una aberración nihilista de la mentalidad medieval generada en plena mundialización económica.
Seis años después, DeLillo se propuso en «El hombre del salto» afrontar el acontecimiento desde una perspectiva más humana, reflejando el impacto consciente e inconsciente que tuvieron los atentados en la gente que los vivió en tiempo real, a uno y otro lado de la pantalla. En este sentido, podría considerarse esta novela como un acto de expiación simbólica. En ella, el protagonista, un superviviente de los atentados, experimenta el sentimiento de pérdida en toda su radicalidad ontológica: no es posible creer en nada, ya sea la familia, Dios, la sociedad o el amor, en un mundo donde ocurren cosas tan terribles como éstas. El choque narrativo entre las vivencias de las víctimas (ciudadanos cuya ideología es la lógica capitalista del espectáculo) y las experiencias e ideario de los terroristas (el absolutismo religioso y el misticismo cruento del sacrificio) escenifica el antagonismo moral de sus respectivas versiones de la realidad, expresado en una de las opiniones más polémicas de la novela: “¿No se levantaron las torres como fantasía de riqueza y poder para que algún día se convirtiesen en fantasías de destrucción? Una cosa así se construye para verla caer. La provocación es evidente”. Con esta confrontación dialéctica, DeLillo logra construir un escenario nada maniqueo de la situación mundial.
Escenarios extremos
Acaba de aparecer en Francia la novela «Los cuatro colores del Apocalipsis», donde su autor, Éric Sadin, asume la inteligencia combinatoria de un experto del Pentágono, un guionista profesional o un terrorista imaginativo a fin de diseñar, declinando los códigos tecnológicos de la sociedad de la información, escenarios (im)probables para atentados posibles en un territorio globalizado que pasa por Nueva York, Madrid y Londres, pero también por otros espacios geopolíticos de conflicto. Al mismo tiempo, Sadin publica un ensayo esclarecedor («La sociedad de la anticipación») donde muestra hasta qué punto, como secuela irreversible del 11-S, nuestro mundo se ha vuelto fanático de la seguridad y no puede tolerar la injerencia del azar o la indeterminación y, por tanto, consagra los medios más sofisticados a la construcción de modelos virtuales en todos los ámbitos de la vida, incluido el terrorismo, imponiendo un régimen de vigilancia global sobre los procesos de la realidad que pasa, como en “Minority Report”, “Dejá vu” o “Código fuente”, por su anticipación tecnológica y policial.
De modo más radical, Maurice Dantec describió el 11-S como el “Último-Día-del-Mundo-tal-y-como-lo-habíamos-conocido” en su novela «Villa Vortex» (2003), un delirio maximalista de ciencia y política-ficción centrado obsesivamente en el “agujero negro” del atentado como máquina generadora del fin de los tiempos y América como “laboratorio del mundo” donde el futuro se imagina y prepara conforme a los patrones de la ficción científica: “Lo más extraño y lo más altamente significativo, en esa giromancia de aviones de línea desviados para estrellarse contra las altezas gemelas, residía precisamente en el hecho de que esta catástrofe anunciada, aunque imprevista, era obra del hijo descarriado de un empresario de la construcción beduino. Constructor de autopistas y desiertos, unas y otros unidas en el ciclo mágico del dólar petrolífero, su culminación no podía ser otra que la de engendrar al hombre que un día iba a abatir las torres del centro económico mundial”. En su novela posterior («Artefact», 2007), el narrador, un arcángel visionario del fin de la historia, acude al corazón del infierno de las torres a punto de desplomarse para rescatar a una extraña niña en quien se cifra el poder salvífico de un mundo entregado a la guerra y la destrucción total. Esta visión mesiánica y apocalíptica del atentado es compartida, a pesar de su compleja amalgama de religión, ciencia y tecnología, por una parte de la comunidad americana, afín al fundamentalismo cristiano.
Increíblemente cómica resulta, en este sentido, la exégesis paródica del atentado que incorpora Bolaño en su mamotreto “pop-apocalíptico” «2666». Preguntado por los motivos de sus actos, el exaltado líder de una excéntrica hermandad de afroamericanos que se manifiesta en Manhattan enarbolando un enorme retrato de Bin Laden explica “lo conveniente que había sido el ataque contra las Torres gemelas para cierta gente”: “Gente que trabaja en la bolsa…gente que tenía papeles comprometedores guardados en las oficinas, gente que vende armas y que necesitaba un acto así”. Y los aviones, en esta versión novelesca del atentado, los pilotaban terroristas incontrolados del Ku-Klux-Klan o pacientes anónimos de manicomios del Medio Oeste a las órdenes de la CIA.
En «Contraluz» (2006), la gran novela de la década pasada, Thomas Pynchon se hace eco de la catástrofe en términos mucho más políticos y también alegóricos, señalando las complicidades internas, los beneficios particulares y la pugna tecnológica, corporativa y financiera que estaban detrás de los ataques a “la gran ciudad sobre la que se abatió el dolor y la ruina”: “De aquella noche y aquel día de ira desenfrenada, la gente habría esperado que una ciudad, si sobrevivía, saliera completamente renovada, renacida, purificada por las llamas, una vez superadas la codicia, la especulación inmobiliaria, el politiqueo local”. En otros entresijos de la compleja trama, Pynchon reconoce con lucidez que las “Víctimas Inocentes” eran sólo una excusa “en cuyo nombre esbirros uniformados salían a abatir a los Monstruos que Realizaron el Acto”.
Obama contra Osama
Estas metafóricas palabras, como otros crípticos pasajes de la novela, se refieren veladamente a Bin Laden, el “Darth Vader” islamista. En una entrevista, Pynchon expresaba sus dudas sobre la versión oficial y afirmaba, desengañado, su desconfianza en el interés de la administración Bush por capturar al archienemigo del imperio americano. En «El hombre del salto» aparecen unos niños que están convencidos de que las torres no han caído y que “Bill Lawton”, así pronuncian el exótico nombre de Bin Laden, ese todopoderoso señor de la guerra, una suerte de genio maligno digno de una fantasía pueril a lo Harry Potter, volverá pronto a atacar la ciudad. Los niños se pasan el día intercambiando misteriosas contraseñas que intrigan a los adultos y escrutando el cielo de Manhattan en busca de señales de su ominosa presencia. Bush, como escribí en mi novela «Providence», no podía tener ningún interés “en ahorcar de un raquítico árbol afgano, con una vieja soga recuperada de una anticuada película del oeste, al nuevo Viejo de la Montaña y líder renovado de la secta criminal y narcotizada de los Hassissin, por la sencilla razón de que preservando su vida para que siga dirigiendo operaciones terroristas espectrales y enviando de tanto en tanto comunicados apocalípticos a un mundo que ha dejado de tomárselos a risa, es como cumple a la perfección con el papel que se le ha asignado en esta comedia sangrienta cuyo escenario geopolítico ocupa hoy toda la tierra”.
No es casual, por tanto, que haya sido Obama quien pusiera fin a los días y las noches orientales de Osama (Bin Laden). No importa mucho, en este sentido, que otro líder fanático haya ocupado enseguida su puesto vacante al frente de Al Qaeda, desde el momento en que el villano absoluto que concibió los atentados como una superproducción cinematográfica de espectaculares efectos especiales había sido suprimido para siempre del guion planetario. Con gran eficacia táctica, Obama habría logrado neutralizar, desde luego, el siniestro escenario de pesadilla con que Bush y sus secuaces “neocon” mantuvieron amedrentada a la población americana (y europea) durante más de siete años. Pero también reavivar, en cierto modo, las verosímiles sospechas sobre las implicaciones locales de los atentados en que se funda la paranoia del complot que los envuelve aún en un halo de intriga corporativa y terror doméstico (como ratifica la teleserie reciente «Rubicon»). Estas versiones suspicaces basan su fuerza de convicción en demostrar, como hace Naomi Klein, la definitiva importancia del “shock” colectivo causado por las catástrofes en las estrategias mediáticas del poder político y económico asociado al capitalismo neoliberal.
Lo que está claro es que esos escenarios extremos y estas teorías “conspiranoicas”, como tantas otras que circulan por internet, suponen una prueba más de que el “Expediente-X” del 11-S permanecerá abierto en la imaginación por mucho tiempo.
Muy buena lectura comparativa-literaria del maestro Ballard y sus habilidades para mostrarnos un padasito del futuro... nada que suceda en el futuro no estara escrito en un cuento o una novela con anterioridad.
ResponderEliminarpd: Gracias por venir a la Argentina espero que lo estes disfrutando.
Diego
Primero: un saludo admirado por su literatura y reflexiones críticas. Llegué asu blog siguiendo el rastro de la polémica provocada por Agustín Sánchez mallo y su remake borgiano censurado (injusta e inmerecedidamente). Este fin de semana le he leído más tranquilo, con mayor detalle, destilando tanto complicidades como asombros, en todo caso admirado por sus textos, por sus ideas, sus maneras de expresión, que siento muy cercanas a mis intereses existencles, creativos, estéticos...
ResponderEliminarMe atrevo a hacer mi primera aportación personal, mi comentario, a este espléndido texto acerca del 11-S. Es un tema que por muchos aspectos me ha interesado y provocado mi reflexión. Rescato un texto que escribí hace un par de años al hilo del libro de DeLillo (vaya pareado, lo siento). Lo he restaurado para su consideración...
"El 11 de septiembre de 2001, todo el mundo ––y no es un tópico o una frase hecha–– asistió en primera fila de sus hogares a la más fantástica y espectacular ceremonia de violencia de las últimas décadas; más aún incluso que las grandes masacres del siglo anterior, independientemente de la cifra de sus víctimas, la exagerada eficacia de sus respectivos verdugos o el signo de sus ideologías.
Tal excepcional significación y espectacularidad se debieron tanto al lugar donde se produjo ––New York, capital financiera y cultural de los EE. UU. y, por extensión, del mundo occidental––, como por los edificios simbólicos elegidos ––The World Trade Center–– y sobre todo al hecho de que fuera un acontecimiento visual “sacramental” visto y compartido (por pura empatía especular, masiva e indiferenciadamente) por la humanidad en su conjunto. Además sus terribles imágenes fueron repetidas sin pudor ni control durante días, semanas, hasta quedar grabadas tan profunda y perennemente como ninguna cualquier otra imagen ha sido proyectada y grabada a “fuego divino” en nuestro imaginario consciente o inconsciente, individual o colectivo.
En muchos aspectos el colapso de las torres gemelas de New York, la matanza indiscriminada de sus inocentes, fue un acto no sólo de absoluta violencia política ––sagrada, justificaban sus artífices–– sino sobre todo la ceremonia sacrificial de un chivo expiatorio colectivo que pagaba involuntariamente ––y no sé si también purificaba con su muerte–– los pecados de la sociedad occidental representada en esta catástrofe: los del gobierno y la sociedad norteamericanos, los de Occidente en general, la contagiosa arrogancia de la ciudad, la soberbia de sus arquitecturas, los modos de ser y estar en el mundo de las víctimas, sus empresas, y también su violencia anónima, funcional, global, teledirigida.
Los psiquiatras recomendaron entonces hablar, verbalizar el sufrimiento a todos aquéllos que se sintieran afectados y deprimidos, escribir y describir sus sentimientos. En realidad pienso que estaban previniendo una “afasia colectiva” a causa del shock traumático de contemplar tal violencia y tan insistentemente a escala universal; acaso una afasia por compasión, tal como le sucedió a Nietzsche tras el episodio del caballo en Turín…
Estoy convencido que aquella masacre, aquella gigantesca ceremonia sacrificial “presenciada” por la casi totalidad de la humanidad, fue el acto fundacional de un nuevo mundo que tuvo su origen entonces y del cual apenas conocemos e intuimos sus futuros consensos y leyes, sus futuras instituciones y rituales, sus símbolos, himnos e imágenes representativas que nos significarán… Lo único que conocemos por experiencia propia son sus inmediatas consecuencias: la venganza indiferenciada, el miedo anónimo, el repliegue nacionalista, la diseminación indiferenciada de lo “políticamente correcto”; quizás también la especulación que nos deslumbró, sus daños colaterales, la crisis económica y sus diversas catástrofes secuenciales que todavía que nos asolan sin esperanza alguna por ahora, por ejemplo…
(continúa)
Aun con todo creo que estas manifestaciones no son las propias del nuevo mundo, sino respuestas irracionales a la irracionalidad de la barbarie inmediata, reacciones y efectos meramente mecánicos, actos reflejos, inercias de la misma sustancia que la violencia que las engendró. El nuevo mundo, el nuevo arte que lo exprese ––digo “expresar” en su sentido más humano y subjetivo porque no estoy seguro que pueda ser “representado” esteticamente––, serán otros… sin duda. Hago acto de fe ciega al afirmar este deseo irresponsable, lo confieso…
ResponderEliminarHasta el colapso de las torres gemelas de New York, todas las anteriores sucesivas y persistentes catástrofes de la humanidad, la demolición de sus grandes verdades y seguridades en cada uno de sus tiempos de crisis, eran seguidas por periodos de ilusión, de afán reconstructivo, al fin al cabo de melancolía creativa. Del inmenso basurero de los restos residuales, rescatados a duras penas, se elegían y utilizaban para su deseado renacimiento fragmentos todavía útiles, estructuras remozadas, rehabilitadas, metafóricamente hablando. No es extraño pues que el arte propio del siglo XX, de la modernidad en todas sus sucesivas fases, haya sido el collage: el ensamblaje de imágenes, objetos, ideas, conceptos, palabras, no siempre afortunados, coherentes entre sí, a menudo frágiles e insostenibles. Y así fue siempre hasta la próxima catástrofe, reconstruir y restaurar nuevos-viejos edificios simbólicos inestables e inseguros…
Sin embargo, en la catástrofe del 11 de septiembre de 2001 ya no hubo fragmentos que recolectar ni reutilizar; sólo polvo y humo… El collage y la cita melancólica no son posibles en este paisaje desolado, por supuesto… Entonces, ¿qué arte tras la catástrofe; luego de aquella ceremonia universal de la violencia y la expiación absolutas? ¿El silencio anticipado por los postmodernos o “el gorgoteo y resuello como los que hace el agua por la noche en tuberías atrancadas” que anunciaba la voz del “más feo de los hombres” a Zaratustra?...
En estos últimos años he predicado que el nuevo arte, el nuevo mundo tras la crisis sacrificial del 11 de septiembre y sus indignas consecuencias y daños colaterales, deberían constituirse desde esta ausencia de fragmentos que collagear, sin melancolía. Un arte y un ser humano nuevos, renacidos sagradamente sólo a partir del polvo y humo… sus líquidos íntimos: sangre, orina, saliva, esperma, flujo vaginal, sangre menstrual, lágrimas…
Un buen punto de partida para un mundo, un arte, por renacer… ¿no?"
Saludos desde el otro lado, bajo el volcán Xitle, exiliado.
Pau Llanes