La “comedia humana” de Balzac, deformada ya por los duros martillazos de Flaubert y Zola, encuentra en Céline su demolición definitiva. Céline se volcó en la literatura, como dice Sollers, en “una tentativa desesperada de comprensión de la Historia como patología”. El siglo XX es el siglo de la podredumbre del ambicioso proyecto burgués: todos los sueños decorativos y todas las ilusiones, perdidas u olvidadas ya, se transforman, para disimular la carnicería en ciernes, siempre hay alguna en el horizonte, en fantasías de pacotilla, escenarios degradados, historietas a gusto del gran público, ñoñas películas de Hollywood. Y Céline, cronista desesperado de esta debacle histórica y cultural, se convierte en el profeta vociferante y provocador de la edad de las masas. El anti-Proust, si se quiere, o el sarnoso Proust de la plebe y el arrabal: su obra compone otro vasto ciclo narrativo fundado esta vez en una autobiografía carnavalesca y truculenta, hecha desde la promiscuidad material y lingüística, nada demagógica, con las clases desfavorecidas, con los perdedores de la historia, los prisioneros, los enfermos, los desclasados, miserables y marginados del juego social. Sartre lo entendió así, desde el principio, y lo plagió con ínfulas intelectuales en La náusea, hasta que se dio cuenta, como Aragon y sus amigos estalinistas, de que con Céline era imposible construir el paraíso proletario con que soñaba en voz alta como un iluminado. Pero tampoco lo quería la extrema derecha, en cuyas exiguas bibliotecas el apestado Céline nunca ocupó el lugar preeminente que le correspondía entre el fusilado Brasillach y el suicida Drieu La Rochelle. Testigo privilegiado de la hecatombe moderna, Céline pasó por las infames colonias y por el tumultuoso período de entreguerras y por dos guerras mundiales a cual más atroz como un observador clínico de los agudos síntomas del malestar de la civilización, y, para colmo, en la posguerra se vio acusado de crímenes de colaboración ideológica con el enemigo. Había que buscarle un chivo expiatorio al desastre nacional y él, con su peculiar tendencia exhibicionista, se ofreció para el ingrato papel de comediante paranoico. Como escribió al comienzo de De un castillo a otro, primer volumen de su tétrica trilogía de “crónicas” (a completar con Norte y Rigodón) sobre la debacle alemana y la maldición del exilio: “Para hablar sinceramente, así, entre nosotros, termino peor que empecé”.
Se habla mucho, en este sentido, de su pesimismo antropológico, saludable, genuino, pero muy poco de su incisiva ironía y de su incomparable humor negro, de su mordacidad cínica y de su asombroso don para burlarse de todo cuanto pasa en sociedad por sublime o por abyecto, ya sean las ilusiones colectivas, los ideales elevados, las pulsiones sexuales, los intereses prosaicos o los melodramas sentimentales. Se habla mucho de su violencia verbalizada, pero muy poco de su delicadeza sensorial, de su enorme sensibilidad para captar las impresiones, las sensaciones, los rasgos y los detalles concretos de la realidad más impura. En el fondo, en el tratamiento del lenguaje, de los diálogos, de las percepciones y descripciones, es uno de los escritores más realistas y crudos de la historia. En comparación, cualquier otro retrato de la realidad parece anodino, abstracto. Realismo, naturalismo, impresionismo, expresionismo, surrealismo: los supera a todos por exceso de recursos, por hiperestesia expresiva, por voracidad estilística, por talento performativo. No, no es Céline un escritor realista al uso. Por eso su estilo, delirante y desmitificador, es inimitable. Un arma absoluta de destrucción selectiva de todo lo impostado y falso que hay en la vida. No se trata de remedar, con más o menos gracia, una supuesta habla popular, ni de intercalar forzadas interjecciones en un discurso espasmódico o puntos suspensivos como calculadas afasias retóricas en un monólogo insensato, sin destinatario reconocible, que parece brotar como una blasfemia contra la creación divina de la boca retorcida de un demente. No. La apocalíptica versión del mundo de Céline surge de un estilo arrebatador, una combinación de visualidad alucinada y musicalidad espectacular, que se apodera de su mente como un fármaco de efectos hipnóticos y la arrastra sin remedio a la perdición de los sentidos y el juicio. La fusión total con una realidad caricaturizada hasta lo grotesco.
Léon Bloy clasificaba a los escritores, según su mayor grado de compromiso con el mal y la podredumbre del mundo, en beluarios y porqueros. Céline es un caso excepcional, un híbrido de ambos, síntoma de la modernidad: combatir el mal implica padecerlo en grado extremo, contagiarse sin remedio, hasta el fin, como hiciera Semmelweis para dejar en evidencia la criminalidad de sus colegas. No hay otra solución. Céline, como se ha visto hace unos meses con motivo del cincuentenario, sigue siendo motivo de escándalo intelectual para los franceses. Céline es vituperado de nuevo por la ideología higiénica que infecta como un virus por igual los idearios de la derecha y la izquierda. Y yo me alegro de lo que está pasando: jamás un escritor como Céline debe ser recuperado por el estado, por la cultura, por las instituciones, por los políticos, por el poder. Su grandeza es simétrica a su infamia moral, a su genialidad maléfica, a su escandalosa intransigencia. Todos los que lo admiramos como escritor lo queremos así, ofensivo, inasimilable, asocial. Un energúmeno patológico, sí, y qué. Leer a Céline ha de ser una experiencia revulsiva, incluso repulsiva, visceral, perturbadora, radical. El día impensado en que le erijan un monumento en la plaza pública su fuerza negativa comenzará a desinflarse, a perder el poder de trastornar nuestras pequeñas categorías conformistas, nuestro miedo atávico a la verdad más amarga. Nuestro idealismo impostado. Nuestra tendencia ciclotímica a pasar, según las épocas, del deseo de muerte y matanzas a la cursilería consoladora y propagandística. Céline, como la literatura que representa como pocos, supondrá siempre una amenaza para el no-pensamiento dominante en nuestras frágiles democracias capitalistas. Ahora sí tiene sentido indignarse. No se hable más.
Estaba esperando estos post. Recuerdo que leí a Céline hace algunos años y el shock fue espectacular, tanto El viaje como Muerte a Crédito(los únicos que terminé, De un Castillo y Rigodón quedaron sólo mordisqueados) fueron experiencias catárticas, libros difíciles de olvidar.Incluso en los libros de la trilogía que nunca terminé era fantástica aquella prosa iracunda ''me lo birlaron todo''. Y, claro, también estaba su humor, que fue lo que más me atrapó, no sé porque no se habla más a menudo de eso, Céline es hilarante. Me has convencido; a pesar de la grima que me causa el hecho de ver polémicas con respecto a su nombre a estas alturas. Quizás es mejor que sea así, que un escritor de un virus tan dulce como él no merezca ningún homenaje en una sociedad obsesionada por el simulacro de la asepsia y la corrección. Grandiosos tus post.
ResponderEliminarPreciso y precioso texto, Juan Francisco. Perdóname por la pedantería, pero es una de las mejores cosas que he leído sobre Céline desde que cayó en mis manos (y leí) la reseña de Viaje al fin de la noche que publicó Siegfried Krakauer en el Frankfurter Zeitung (9/4/1933)
ResponderEliminarUn saludo afectuoso.
pequeña corrección: quise escribir Kracauer (por si interesa a alguien, el texto al que hago referencia está recogido en Siegfried Kracauer, "Estética sin territorio", Murcia, Colección de Arquilectura (51), 2006)
ResponderEliminarenhorabuena again y saludos
No veo pedantería alguna en tu comentario, muy al contrario. Me encanta la comparación, y te la agradezco, a pesar de que las teorías de Kracauer, sobre todo en el cine como redención de la realidad, me parezcan algo discutibles. Pero sí reivindico De Caligari a Hitler, fascinante estudio del cine "expresionista" alemán, que anticipó con su estética y sus temas el surgimiento del nazismo, junto con Lotte Eisner son los dos grandes scholars alemanes en la materia...
ResponderEliminarNo he leído el texto que dices, y lo lamento, pero imagino que, por lo que conozco de Kracauer, lo que más le interesaría de Céline sería la cuestión del realismo. Es el capítulo que echo en falta en la Mímesis de Auerbach, Céline y Joyce frente a frente renovando y destruyendo la idea decimonónica del realismo...
De todos modos, me gustaría saber qué pensaría Kracauer de Céline después de la guerra. Imagino que cambiaría de opinión, a pesar de todo, en parte con razón...
Mil gracias por el comentario y las precisiones que aporta.
Un abrazo,
JF
Como curiosidad añado a todo esto, ya que pasaba por aquí, que Sartre dijo, en alguna ocasión (lo leí y no recuerdo dónde), de todos nosotros sólo quedará Céline. No sé quiénes serían esos "nosotro", supongo que los otros, los que no son Céline.
ResponderEliminarSólo eso, por romper una lanza en favor del pobre Sartre, un perro muerto del que ya nadie se acuerda -y eso que esta sociedad es más existencialista que nunca.
Un saludo.
Javier.
Todo mi respeto, crítico, para Sartre, por si te interesa, Javier, lo expresé en este post: http://juanfranciscoferre.blogspot.com/2010/10/sartre-ad-nauseam.html
ResponderEliminarEn cuanto a su relación con Céline, es obvio que todo cambió tras la guerra. Durante los años treinta fue uno de sus mayores defensores. Los ataques posteriores contra Céline, aprovechándose de la debilidad pública de éste y de la mediática notoriedad de Sartre, fueron tan feroces que merecieron un panfleto de Céline, A l´agité du bocal, donde lo ridiculiza hasta el extremo de cambiarle el nombre, tildándolo de Juan Bautista en su calidad de defensor de una causa dudosa de la que otro más dotado sería, con toda seguridad, el Mesías prometido...
Un saludo,
JF
Leído y someramente sopesado, como corresponde a la velocidad cibernética ésta en que nos manejamos. Y además estoy de acuerdo. Y además eso es lo que me resulta más entrañable de todo: la amalgama sartreana tiene dos virtudes, a mi entender, una es la constancia en el error (silogismo de pacotilla: si verdadero es lo que eternamente es igual así mismo, un error constantemente erróneo, ¿no es, a su vez verdadero? Lo que nos lleva al punto que usted señala en su "post ad nauseam" La suplantación de lo real por imágenes que no imaginación -supongo que aquí se incluye, y distingue, algún tipo de volición o intencionalidad o no y tal vez da igual-. Esto convierte de facto a Sartre en la imagen más idónea para ser reabsorbida por el capitalismo. Salto y recuerdo, Mishima, otro que tal baila, cito de memoria, si permitimos que la política actue con la irresponsabilidad del juego del arte la vida quedará reducida a una ficción descabalada). Punto dos, ¿cómo nos llamamos posmodenos, por así decirlo, cuando somos precisamente más modernos que nunca? O dicho de otra manera, comprendo que las líneas de pensamiento actuales busquen salidas a todo esto, que el arte, que se mueve por cierto según le apetece, intente nuevas vías, pero y en líneas generales, lo que se percibe es la máxima actualidad y vigencia posibles del romanticismo alemán, la hipertrofia de la subjetividad y, en esa medida, pienso, a veces, que el posmodernismo sólo es la decadencia del modernismo, que se mueve con el innegable encanto de aquellos viejos nobles dandies que despilfarraban sus fortunas decimonónicas con sonrisa cínica. Conste que no le acuso a usted de posmoderno, es sólo que ésta etiqueta parece ser la única cabeza visible en cualuier línea de pensamiento actual que quiera problematizar la realidad -jesús qué palabra. Por cierto y hablando de subjetividades exageradas decía Nietzsche, quien tenía mucha gracia, sobre la cuestión obrera que no conocía mejor forma de disolver algo que haciendo de ello una cuestión. Y pregunto, si hacemos una cuestión de la ficción en que se ha convertido la realidad la disolveremos y saldrá a relucir la verdadera realidad-como pepita de oro desenterrada?, ¿y si hay dos realidades y problematizamos la que es y la disolvemos sin querer? ¿Nos quedamos en matrix? ¿O sólo hay una red extensa, horizontal, anudada, rizomática, perspectiviana, papirofléxica o cómo se quiera llamar? No sé, no sé. Como dijo Dinio, me confundo yo solo.
ResponderEliminarUn saludo.
Javier.
No creo que seamos modernos, ni postmodernos, tout court, creo que estamos en vías de superación de todo este confuso bagaje, ya lo he dicho en otros comentarios. En ese sentido, la actualidad del romanticismo alemán y demás fenómenos histriónicos y circenses (de un ego circense e histriónico transformado en protagonista clónico del espectáculo) que mencionas no me parecen otra cosa que residuos, restos de otras épocas reactualizadas por las modas o el capricho de algunos árbitros, sin mayor trascendencia. En cuanto a la cuestión de la realidad, creo que tus preguntas son retóricas y como tales se contestan solas. Sólo sabremos si hay Matrix u otra cosa cuando sepamos con certeza a qué versión de la realidad nos adherimos. Escapar de Matrix sólo con el pensamiento es más difícil de lo que parece. Hay esperanza, como diría Kafka, pero no para nosotros...
ResponderEliminarEnhorabuena y gracias. Siempre es un placer encontrar a alguien que no confunde explicar a Céline -y su lucidez al explicarlo ha sido pasmosa- con perdonarle la vida.
ResponderEliminarGracias a ti, Álex. Los amigos de Céline son siempre mis amigos...
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