PROVIDENCE
ALEJANDRO LILLO
Ojos de Papel
Providence, de Juan Francisco Ferré, es una obra extraña. Desbordante y provocadora, irrita tanto como fascina, pues toda ella es un gran exceso, pura desmesura. A algunos les seducirá, otros querrán arrojarla por la ventana, pero no dejará indiferente a nadie. No esperen, por tanto, encontrar en este libro una novela convencional. Se trata más bien de una obra que utiliza los recursos que pone a su alcance nuestra sociedad hiperinformada, tecnologizada y fragmentada, para desvelar una realidad abrumadora, mostrando el vacío que se abre a nuestros pies
Alex Franco, protagonista y narrador principal de Providence, es un prometedor e inconformista director de cine que no acaba de hacerse hueco en el difícil panorama cinematográfico europeo. Su segunda película, La fiesta grande, se ha estrenado en Cannes con un rotundo fracaso. Para cambiar la deriva en la que considera que se han convertido su carrera cinematográfica y su vida, decide aceptar la propuesta de una madura productora llamada Delphine, e irse a la ciudad norteamericana de Providence a impartir unos cursos sobre cine al tiempo que prepara un nuevo proyecto cinematográfico.
Eso es lo que nos cuenta el propio Alex en las primeras líneas de la narración, un inicio brillante cargado de verosimilitud en el que se prefiguran muchas de las claves y motivos de la novela; unas líneas que nos preparan y en cierto modo nos advierten sobre lo que vamos a encontrar allí. Dada la importancia del primer párrafo, permítanme reproducirlo para analizarlo con detenimiento: “Me llamo Alex Franco y soy director de cine. O lo era, si lo prefieren. Vine a Providence a escribir el guión de una nueva película. Vine a Providence con la excusa de escribir el guión y preparar la película. Con la intención de reescribirlo, más bien, engañado por la promesa de poder filmarlo con una buena financiación y un equipo internacional de primer nivel. Alguien de cuyo nombre no puedo acordarme ahora lo había escrito previamente. No para mí, no necesariamente para mí. Lo había escrito y basta. Lo había escrito y ya no podía filmarlo, según supe después. El guión cayó en mis manos por algo que no me atrevo a llamar casualidad. Transcurría el año en que cumplía treinta y nueve y acabé, para terminar de celebrarlo, en Providence, capital del estado de Rhode Island, Estados Unidos, América, capital del Capital y sede central del sistema de operaciones del sistema. Con la excusa de escribir, he dicho, y es una falsedad, una más en esta historia de falsedades sin cuento que es la historia del cine y también la mía…”. ¿Qué sabemos de Alex Franco tras leer este fragmento? Descubrimos que cuando se marchó a Providence era director de cine pero que ahora, en el momento de escribir estas líneas, ya no lo es, ignoramos por qué razones. Sabemos también, debido al tiempo verbal que emplea, que permanece en Providence (“Vine a Providence…”) y que desde allí, por tanto, escribe estas palabras, unas frases que denotan cierta amargura, pero también un punto de ironía. Por otro lado, las dudas del personaje, ese corregirse constantemente en las afirmaciones que hace, como si estuviera a punto de armarse un lío, genera cierta empatía en el lector, invitándole a seguir leyendo, a conocer más sobre la historia de este creador. Y más sabiendo que ha llegado a Providence engañado, hábilmente engañado, según parece. Todo esto lo sabemos porque él mismo nos lo cuenta. Sin embargo no tenemos forma de corroborar que lo que afirma es cierto. ¿Hemos de creer lo que nos dice porque sí? Tras este primer párrafo Alex Franco añade: “Con la excusa de escribir, he dicho, y es una falsedad, una más en esta historia de falsedades sin cuento que es la historia del cine y también la mía…”. ¿Cómo debemos entender esta afirmación? ¿Debemos creernos a un hombre que nos dice esto, que su vida está llena de falsedades? Aparquemos este extremo un momento y centrémonos en otro elemento que resulta también muy inquietante y que, como los anteriores, va a ser una constante a lo largo de la novela: al principio y al final de este primer capítulo aparecen dos frases desconcertantes y turbadoras. Ambas están escritas en cursiva, diferenciándose así del discurso en primera persona de Alex Franco. La primera, al comenzar el capítulo, dice literalmente: Podría suceder así, pero también de otro modo. Es sólo el principio. La otra, al final del mismo, añade: El principio, los principios. Uno sólo entre todos los posibles. Estas dos frases son realmente extrañas, y aunque en ese momento no tenemos ninguna clave que nos posibilite desentrañar su significado o su razón de ser, conviene no olvidarse de ellas, tenerlas, en cierto modo, siempre presentes. Lo único que podemos constatar sobre este asunto es efectivamente eso, que la novela tiene varios principios, varios principios posibles. Podría haber empezado de otra manera. Por ejemplo con el encuentro entre Alex y Delphine, la productora que le ofrece el trabajo en los Estados Unidos, o con una extraña conversación que el joven director mantiene algunos meses antes con un misterioso personaje al que ni siquiera puede verle el rostro. Pero no comienza de ninguna de esas dos maneras, sino con la que hemos trascrito y comentado, con ese “me llamo Alex Franco y soy director de cine”. El principio, los principios. Uno sólo entre todos los posibles. En esta magnífica e inquietante apertura ya aparecen una serie de rasgos que se van a repetir a lo largo de la novela: la intriga (“…soy director de cine. O lo era”), el humor y la ironía (“Transcurría el año en que cumplía treinta y nueve y acabé, para terminar de celebrarlo, en Providence…”), y la relación entre verdad y mentira, entre lo que es cierto y lo que es inventado. A partir de aquí, la narración es eso, una explicación de las razones que han llevado a Alex Franco a Providence y de lo que allí le ha sucedido. La novela consiste, pues, en un flash-back, en una rememoración de los últimos ocho meses en la vida de este particular director de cine. Junto al testimonio de Alex Franco el texto se completa con una serie de “insertos” compuestos por e-mails, informes, extractos de guiones cinematográficos, artículos periodísticos, actas de reuniones, sueños, instrucciones e información sobre un misterioso y nocivo juego de ordenador, etc., etc. Así, a través de retazos, fragmentos, digresiones y documentos anexos, se construye una narración que va a articularse en tres partes; tres niveles, más bien, como si de un juego de ordenador se tratase. Las tres partes están interrelacionadas y comparten elementos comunes, principalmente el cine, el sexo y la presencia, más o menos difusa, más o menos inquietante, de H. P. Lovecraft. En cada una de las partes o niveles en los que se divide la narración uno de esos tres elementos domina sobre los demás. Es por eso por lo que, aunque interrelacionados y presentes todos ellos a lo largo de la novela, tal vez convenga tratarlos por separado para arrojar algo de luz sobre este inextricable laberinto que es Providence.
1- El cine
La primera parte de la obra se sitúa en Europa y Marruecos y consiste, principalmente, en la narración de una serie de encuentros que Alex tiene con varios personajes, cada cual más excéntrico y fascinante. El acertado uso de las frases largas y el tono más bien ligero y desenfadado, con conversaciones chispeantes, resulta delicioso de leer. Esta primera parte se articula, por tanto, en forma de comedia, algo amarga y desengañada pero comedia al fin y al cabo. Europa y el Mediterráneo surgen como un lugar placentero y despreocupado, decadente y estéril en cuanto a producción artística, una especie de burbuja irreal repleta de artistas sin ambiciones y pagados de sí mismos (“…achacaba al mal gusto y el conformismo generalizados la decadencia actual del cine europeo”). Alex Franco se nos presenta aquí como un hombre muy atractivo, con gran éxito entre las mujeres, pero también como una persona insatisfecha y decepcionada, consciente de sus virtudes y de sus defectos e inmisericorde con ellos, pero también muy crítico con todo lo que le rodea (“Mi segunda película, un desastre titulado La fiesta grande (…) una película española que algún colgado de la organización del festival [de Cannes] había visto por casualidad, después de emborracharse con uno de los productores en alguna fiesta privada, y le había parecido lo bastante excéntrica, o le habían dado bastante pasta, como para pensar en incluirla en la competición oficial…”). El mundo del cine está presente en el libro de otras muchas maneras. Las referencias y homenajes son constantes a lo largo del texto. Estas alusiones no son superficiales y gratuitas. No todas, al menos. Es cierto que en algunos casos se trata simplemente de rendir honores o hacer un guiño para provocar divertimento. Ejemplo de lo primero sería el nombre del protagonista, Alex Franco, clara referencia a Jesús (Jess) Franco, ese prolífico director de cine español premiado recientemente con un Goya, tío de Javier Marías y autor de algunas de las películas más espantosas de la historia. Los homenajes al cine se hacen evidentes en los títulos de los capítulos: “Marruecos confidencial”, “La última tentación” o “Nadie en el nido del cuco”. Sin embargo, junto a esas menciones más o menos divertidas, también se alude al cine a través de los propios diálogos de la novela, que sirven, además, para enfatizar el carácter de los personajes que los protagonizan, como sucede en el caso de esta serie de preguntas tan propias de los Hermanos Marx: “¿Ha oído usted hablar alguna vez de un videojuego llamado Providence? Si es así, ¿qué sabe de él? ¿A quién se lo ha oído mencionar? ¿Dónde y cuándo? Conteste primero a la última pregunta”. Se utiliza el cine, el imaginario cinematográfico colectivo, para explicar y completar a los personajes, otorgándoles más fuerza y presencia. Pero las referencias que pueblan la novela no son sólo cinematográficas, también son literarias y televisivas, e incluso vinculadas al mundo del cómic. Junto a Kafka, El Quijote o “el camino de baldosas blancas”, nos encontramos con una familia norteamericana de apellido Klingon. Sí, como la raza de humanoides de Star Treck, esos que tienen una protuberante cresta en la frente. Lo que en principio parece un guiño a una serie mítica se convierte en una crítica brutal y despiadada, porque es así, como humanoides, como esta familia es tratada en la novela: “la hembra Klingon tiene una tendencia zoológica a morderme las orejas que me fastidia (…) antes de que la voz del macho Klingon, emitida desde el pie de las empinadas escaleras como una llamada antropológica, obligue a la hembra Klingon a emitir un gruñido klingoniano…”. Tratar a una familia de clase media como humanoides klingonianos es una irreverencia en toda regla, una gamberrada mordaz y disparatada, un despropósito, una insolencia… verdaderamente divertida. La sorna y la ironía están servidas. Y este tipo de maldad en el narrador se repite una y otra vez sin dejar títere con cabeza, ni siquiera la suya propia (“Su temperamento morboso, propio de una mente artística…”) Aun así el mundo del cine no sólo se emplea en la novela para mostrar con mayor acierto una determinada realidad, sino que forma parte de la estructura de la novela. Los capítulos en los que se divide la obra no son tales, sino que son “tomas”, como las que se realizan en la filmación de una película. En vez de capítulos, nos encontramos con una novela dividida en tomas; tomas que, además, no son consecutivas, sino que van saltando de manera aparentemente caprichosa, como si alguien –no sabemos quién- las hubiera seleccionado prescindiendo de otras. Así, por ejemplo, los siete primeros capítulos se corresponden con las tomas 1, 2, 3, 5, 7, 10 y 21. Esta peculiar caracterización y numeración de los capítulos-tomas invita a pensar que la narración forma parte del guión de una película, impresión que queda reforzada por las sospechas que el propio Alex Franco expresa en diferentes lugares de la novela. En repetidas ocasiones dice sentirse observado, grabado y filmado. Tanto cuando está en un hotel en Cannes (“Pensé incluso que podría haber una cámaro oculta instalada en alguna parte de la habitación (…) Sin embargo, la perspectiva paranoica de ser vigilado por extraños no me paralizó…”), como cuando ya está viviendo en los Estados Unidos (“Sólo llevo dos días recluido aquí pero tengo la sensación de ser observado todo el tiempo”). ¿Estamos pues ante una película o ante el guión de una película? No lo parece, pero si así fuera, ¿quién ha seleccionado las tomas? ¿El propio Alex Franco? ¿O acaso él tan sólo es una victima de todo ese proceso? ¿Nos encontramos ante una especie de Gran Hermano? ¿Un remake de El show de Truman? Todas las situaciones son posibles, ¿pero tenemos alguna certeza de que todo esto sea así? Pues no. Son sólo las sensaciones de una persona. Nada concluyente. Sigamos.
2- El sexo
La segunda parte (Nivel 2) de la novela es la más larga de las tres. Allí se narra la estancia de Alex Franco en Providence. La apacible Europa, lo que hasta entonces era una comedia que ya comenzaba a aburrir, comienza a transformarse en algo cada vez más asfixiante y opresivo. Estados Unidos, tierra de libertad y esperanza, se presenta como un moderno y sofisticado –por invisible e intangible- campo de concentración que todo lo devora. El peso de la narración recae ahora en el diario que Franco escribe de su estancia en Providence. El tema recurrente de sus anotaciones son las relaciones sexuales que nuestro protagonista mantiene con diversas mujeres. Las reflexiones del diario, en el que se interpolan unos extravagantes e-mails, se prolongan por espacio de más de doscientas cincuenta páginas. Esto podría parecer excesivo (y lo es, qué duda cabe) si no fuera porque la novela entera es excesiva. Desmesurada. Un ejercicio de caos, descontrol y provocación que va in crescendo, pero que está presente desde el inicio de la novela y que por tanto, no engaña a nadie. Tanta escena de cama llega a cansar, es cierto, e incluso a irritar, pero es un efecto buscado, como tantas otras cosas. No se debe a la impericia del autor, sino a su deseo, su voluntad. Se podría haber reducido su volumen y cantidad, sí, pero entonces ya no estaríamos ante la novela Providence, no sería el artefacto que es, tan irritante y seductor a un tiempo. ¿Cuál es el sentido de esta primacía de lo sexual en esta parte de la narración? Yo le encuentro dos significados bien distintos, situados, como casi todo en esta desconcertante novela, en dos planos claramente diferenciados. El primero tiene que ver con la crítica directa a la cultura y el modo de vida norteamericano. Providence es una de las ciudades más antiguas de los Estados Unidos. Fue fundada en 1636 por los primeros colonos británicos que arribaron a estas tierras. No es la América profunda, esa que enseguida asociamos a los mormones, a los vaqueros de Texas y a las pequeñas ciudades pseudoindustrializadas y perdidas en medio de la nada, tan propicias a matanzas como la de Columbine. Tampoco es la América cosmopolita y abierta de las grandes ciudades costeras, tipo Nueva York, San Francisco o Los Ángeles. Providence es el corazón de América, la encarnación de todos los valores que han hecho grande a los Estados Unidos. Una tierra puritana como pocas, de un elevado nivel cultural y sede de algunas de las más prestigiosas y competitivas universidades el mundo, como la de Brown, a la que acude la elite norteamericana, jóvenes que llevarán en un futuro las riendas del país... y que sólo se dedican a follar unos con otros sin descanso. Bajo el corazón de los valores fundacionales de los Estados Unidos se esconde una realidad repleta de sexo y drogas. La andanada al modo de vida americano, la denuncia de su falsedad e hipocresía, articulada a través del sexo como expresión de los instintos más salvajes y naturales del ser humano, es de aúpa (“Es fundamental la cordialidad, la paciencia, las buenas maneras, estamos en una universidad civilizada en una sociedad civilizada como es ésta de un país civilizado donde la barbarie se relega a territorios muy alejados del continente y la tortura y el derramamiento de sangre se confinan en espacios excluidos del control convencional”). Pero la sobreabundancia de tórridas escenas también se utiliza para resaltar otro aspecto, no ya interpretativo sino más bien estructural en la novela. La cosa es simple: tanto sexo es imposible. Por muy atractivo que resulte Alex Franco, por muy irresistible que sea, por mucha ayuda de los hados que tenga, tanto éxito con las mujeres no es posible. Lo que le sucede a este hombre con las féminas es increíble. Pensamos entonces que su éxito con las mujeres no está pasando, que no es real, pero aun así esa situación no resulta inverosímil, sino que forma parte de la novela; es decir: esta falsedad no rompe el pacto implícito que se establece entre el lector y la obra. Ese, a mi modo de ver, es uno de los grandes méritos de la obra: confundir, hasta hacer indistinguible para el lector, lo real de lo fantasioso tratando ambos elementos como una misma cosa, como si ambos formaran parte de un mismo magma, de la misma sustancia primigenia. Esa sospecha nace en el lector por la sobreabundancia de aventuras amorosas, pero también existen otras pruebas que nos conducen a pensar en el mismo sentido. Casi desde su llegada a Providence, Alex Franco comienza a consumir una droga llamada Blue Moon. Franco ya la había probado en Tailandia, detalle que el lector atento no debería pasar por alto. Como él mismo afirma, “no provoca alucinaciones, no te sumerge en ninguna realidad que no sea la que tienes frente a los ojos. Eso sí, te hace percibir sus texturas y volúmenes con una nitidez casi digital”. Lo que escribe en un diario un joven que está todo el día consumiendo esa sustancia no puede tener mucha credibilidad. Y esta sensación se refuerza cuando Alex reconoce que: “de un modo u otro, necesito la ficción, necesito que la ficción, como dimensión imaginaria, entre en esta casa, permee estas paredes con su barniz revitalizador, irrumpa en el espacio de mi vida con todas las consecuencias”. Analicemos entonces las consecuencias: ¿qué escribe entonces este hombre en su diario? ¿La realidad o lo que imagina? ¿Sus visiones? ¿Lo mezcla todo de forma que no podamos distinguir lo uno de lo otro? A veces parece que las entradas de su diario son escenas que se inventa, escenas que de una manera u otra evocan otras que han sido filmadas por determinados directores famosos. En la entrada del sábado 16 recrea su aventura con dos adolescentes, de dieciséis y diecisiete años. Tras narrar sus escarceos, concluye afirmando: “Hay que extremar la vigilancia, todavía me siento espiado en casa de los Klingon. Vade retro Larry Clark”. Bien. Larry Clark es un director de cine norteamericano en cuyas películas –una de las más recientes es Ken Park- trata el tema de la sexualidad juvenil, las drogas y el sexo casual. La estructura de estas entradas se repite con asiduidad a lo largo del diario citando a numerosos directores: Stanley Kubrick, Woody Allen, Douglas Sirk o Alain Resnais entre otros. Un Alain Resnais, por cierto, que tiene una exitosa película titulada Providence y otra, Je t´aime, je t´aime, que resultó ser un rotundo fracaso de crítica y público y que recuerda a la primera película del propio Alex Franco: Amo te amo. En fin, también encontramos indicios de que ese supuesto diario no es lo que parece ser cuando encontramos en él alguna que otra incongruencia destacable: “El sueño y el aburrimiento me vencen al anotar estas líneas sabiendo que nadie las leerá nunca”, y, un poco más adelante vuelve a anotar: “… gel dentífrico de una conocida marca que no pienso publicitar (lo siento, Michel, se que tú no dudarías en hacerlo)”. Si nadie va a leer nunca esos diarios, ¿por qué evita citar una marca de dentífricos? O, en otro sitio, al recibir un e-mail de lo que será una larga serie de mensajes electrónicos, escribe en su diario: “Ya de noche recibo el primer mensaje electrónico de un tal Jack Daniels…” ¿Cómo sabe Alex Franco, si es que realmente está escribiendo un diario, que es el primer mensaje que va a recibir de ese tal Jack Daniels? ¿Cómo sabe que no va a ser sólo un mensaje, que va a ver más? ¿Seguimos estando ante un guión cinematográfico o una película furtiva con Alex Franco como (in)voluntario protagonista? ¿O acaso es una ficción delirante de alguien que, por efecto de las drogas, tiene trastornados los sentidos? ¿Un intento de escribir una original e irreverente historia del cine? ¿Puede ser una mezcla de ambas? ¿Todo a la vez? Continuamos.
3- Howard Phillips Lovecraft
Si la primera parte está escrita en clave de comedia disparatada y en la segunda el ambiente se espesa hasta resultar asfixiante e irrespirable, en esta tercera parte asistimos a la representación de una pesadilla digna de los mejores relatos de Lovecraft, una serie de sucesos, encuentros y situaciones absolutamente perturbadores, oníricos y desconcertantes, que desafían toda lógica y que no hacen sino confundir aún más al lector en un ejercicio que puede parecer contrario a la razón pero que, paradójicamente, tiene muchos vínculos con la realidad. Lo que en la distancia parece razonable, lo que visto desde la Europa periférica aparece borroso pero susceptible de ser descubierto y explicado, conforme nos acercamos a Providence, o lo que es lo mismo, al corazón de los Estados Unidos de América, conforme vamos adquiriendo un conocimiento más completo del misterio al que nos enfrentamos, todo, en vez de iluminarse, se va volviendo más oscuro, más ininteligible, más desconcertante, más onírico, delirante e irreal. Es entonces cuando nos topamos con sectas y hermandades, con personajes siniestros y estrafalarios, con situaciones absurdas que se bifurcan abriendo más y más líneas interpretativas: Alex Franco entra de lleno en una pesadilla, y nosotros, sus lectores, nos adentramos con él. En esta última sección el punto de vista del narrador cambia a tercera persona, una especie de narrador omnisciente o cuasi-omnisciente. Aún podemos leer a Alex en primera persona, pero su importancia decae. El Blue Moon, la droga que consume continuamente --“una pantalla de cristal hipersensible que me distancia del mundo y me obliga a instalarme en la realidad, con todas las consecuencias psíquicas y sensoriales, como frente a un monitor, dispuesto a jugar hasta el límite”-- parece que está haciendo mella en la salud de nuestro protagonista. O tal vez no. Tal vez lo que hace mella en Alex Franco es ese maligno y perturbador juego de ordenador llamado Providence, diseñado en la Rusia postsoviética y mejorado en Malasia, Indonesia o Tailandia, no se sabe dónde a ciencia cierta. ¿Pero cómo le puede estar afectando ese juego de ordenador si en ningún caso parece haber jugado? Un momento, a estas alturas de la película, ¿podemos estar seguros de que no ha jugado? Veamos. Las tres partes de la novela están divididas en niveles, más propios de un juego de ordenador que de otra cosa. Según se nos cuenta en un momento de la novela, el juego Providence, aun utilizándose en pequeñas dosis, produce “efectos inesperados en los jugadores y, desde luego, extrema tendencia libidinal”. ¿Pequeñas dosis? ¿Extrema tendencia libidinal? Pues sí, pero también muchos otros efectos secundarios, como confusión mental, trastornos cognitivos, eretismo y ninfomanía, disfunciones mnemotécnicas, tendencias suicidas, etcétera. Además, en un inserto sobre las instrucciones de Providence se dice que “según su nivel de pericia, se le ofrecerán [al jugador] diversas opciones: rascacielos incendiados (89), accidentes automovilísticos (70)…”. Pues bien, la Toma 89 de la novela, titulada Apocalipse Now (Redux), comienza así: “Las llamaradas se habían adueñado ya de la cúspide del rascacielos y ofrecían un magnífico espectáculo…”. Parece claro que Alex Franco practica o ha practicado el juego y que nos introduce sus experiencias en ese ámbito como algo real. Pero, ¿y los demás personajes que aparecen en la novela? ¿También están dentro del juego? El comportamiento de algunos nos puede hacer pensar que sí, ¿pero hasta qué punto? ¿Y si sólo parte de la realidad que Alex describe fueran fragmentos del mundo virtual pertenecientes al juego? ¿Y si además todos esos niveles se confundieran y mezclaran por efecto de las drogas? Nosotros mismos, incluidos en esta delirante espiral, nos sentimos incapaces de distinguir entre realidad y fantasía, entre lo que puede ser una película, un guión, una alucinación producto de las drogas o una partida de un juego de ordenador, una mezcla de todas ellas o nada de todo eso. Porque tal vez todo sea real, no haya nada perteneciente al mundo de la fantasía. En ese caso Alex Franco sería una especie de superviviente y Providence una novela de anticipación. Visto lo visto parece una temeridad descartar esta posibilidad. En un mundo futuro más o menos cercano, fragmentado en cachitos como el nuestro, en el que cada vez hay más dificultades para distinguir la realidad de la ficción, lo que realmente ha acontecido de lo que en apariencia ha sucedido, Alex sería un superviviente, y su narración una advertencia fundamental, un testimonio similar al de los supervivientes de los campos de exterminio nazis: alguien que ha vivido y soportado una realidad distinta, que se ha salvado de otro mundo, alguien que ha vivido en el vórtice de una catástrofe, de un infierno, y que ha vuelto para contar esa experiencia, dejando, eso sí, una parte significativa de su propio ser en el intento. O tal vez no, tal vez ni Providence ni Alex Franco sean nada de lo que estoy contando. Tal vez este libro que estoy reseñando y que tengo ahora mismo en mis manos sea algo más que todo esto. Vuelvo a hojear los efectos secundarios que provoca Providence en sus usuarios y me entra el vértigo. Me veo en la cúspide de un rascacielos. Tal vez el loco sea yo, yo mismo el trastornado. ¿Quién juega a qué y con quién? ¿Estoy seguro de ser un mero lector o acaso yo mismo formo parte de toda esta absurda trama, de toda esta pesadilla? ¿Quieren salir de dudas? Lean este libro y averígüenlo. Tal vez se lleven alguna sorpresa.
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