“Por necesidad de dramatismo se enfrascaron en las novelas de aventuras; la intriga les interesaba tanto más cuanto más embrollada, extraordinaria e imposible era. Trataban de adivinar el desenlace, se volvieron muy buenos en este juego y se cansaron de una distracción indigna de una inteligencia formada”.
G. F., Bouvard y Pécuchet (p. 178).
“Hicieron balance de lo que acaban de oír. Cada uno considera moral el arte según sus intereses. No hay amor por la literatura”.
G. F., Bouvard y Pécuchet (p. 196).
“Entonces se desarrolló en su espíritu una facultad molesta, como era la de reconocer la estupidez y no poder ya soportarla”.
G. F., Bouvard y Pécuchet (p. 279).
Todo el que la ha padecido la conoce bien. Clarín la llamaba la conjura de los necios. Una "confederación de asnos", así la llamó John Kennedy Toole en una famosa novela de los ochenta. La conspiración de los estúpidos: la siniestra red que mantiene unido el orden social en torno de valores de bajo nivel, situaciones indignas y prácticas inaceptables. La estulticia o necedad, con su contagiosa condición moral, lleva inquietando desde el principio de los tiempos a los escritores, porque viven de ella, y a los filósofos, porque dicen combatirla. Un híbrido de ambos oficios ilustres, el reformista Erasmo, la elogió con humor carnavalesco como componente esencial de la naturaleza humana y el mundo asociado a la misma.
Con el siglo diecinueve, la estupidez se hizo ideología burguesa, visión del mundo que sancionaba el ideario de una nueva clase social que dictaría a partir de entonces las modas y los gustos, las opiniones, los valores y las obligaciones. Hasta que Gustave Flaubert, con la intransigencia del solitario que ha padecido en exceso el acoso y la hostilidad de los necios, decide vengarse de su archienemiga social e intelectual. El problema es que el artefacto[i] se le escapa de las manos y acaba yendo más allá de su propósito originario para mostrar que es la esfera integral del conocimiento la que está infectada del mismo mal que pretende erradicar. En ese sentido, esta novela póstuma quizá sea la más influyente en la literatura innovadora del siglo XX (Joyce, Musil, Kafka, Nabokov, Gombrowicz, Gaddis, Kundera, Bernhard, Coover, entre los novelistas insignes europeos y americanos) y el primero en entenderlo así fue el gran Pound. Y es que, como dijo Borges, uno de sus grandes defensores hispanos, “el hombre que forjó la novela realista fue el primero en romperla”.
Flaubert dedicó los últimos ocho años de su vida a escribirla y, como era lógico en quien había declarado que el acto de concluir era una estupidez, la dejó inacabada. Es irónico que para realizar este proyecto enciclopédico sobre el único infinito del que no se ocupan los científicos (la tontería humana) Flaubert tuviera que leer, según confesó en una carta, 1500 volúmenes dedicados a todas las ciencias conocidas. No obstante, el desternillante sentido del humor y la comicidad corrosiva ayudan a hacer mucho menos ardua una narración en cuyo desarrollo temático el lector debe implicarse también a fin de no sucumbir al tedio, la aridez y la sensación de inutilidad.
La anécdota de la novela no puede ser más prosaica. Dos copistas profesionales, uno espigado, Pécuchet, el otro tan achaparrado como su nombre, Bouvard, se encuentran por azar un caluroso domingo cualquiera en un vacío bulevar parisino. Ambos tienen 47 años y se muestran hastiados de sus insignificantes vidas. Estos dos ingenuos proverbiales (dos almas cándidas en la tradición irónica de Gracián, Swift y Voltaire) traban una amistad cómplice que alcanza su culminación cuando uno de ellos hereda una suma millonaria que les permite abandonar su burocrático oficio y consagrarse, en una finca rústica normanda, a las tareas agrícolas que los atraen al principio por idílicas y luego a la pasión más abstracta del conocimiento y la investigación bibliográfica. A lo largo de la novela, Bouvard y Pécuchet transitan con alegría de una a otra disciplina académica o científica (como en un delirante juego de mesa con finalidad temática: de la agricultura, la botánica y la ganadería a la arqueología, de ésta a la historia y a la novela histórica, a la literatura, a la estética, como ciencia de lo bello; de la política, la utopía y la revolución, con la desilusión consiguiente, a lo sobrenatural, la teología y la metafísica y de la desazón respecto a esta última a la idea de la muerte, el suicidio y la fe cristiana y la liturgia católica como salvación provisional, para concluir con la educación, la moral y la pedagogía) y fracasan en todas sus aproximaciones al quehacer productivo o al supuesto saber de los expertos (la revelación final de la nada o el vacío cognitivo como una zona anímica difusa o neutra). La irrisoria sucesión de estos fracasos acaba generando una trama narrativa que funciona con la fuerza de convicción de un silogismo.
Tras experimentar esta vasta serie de desengaños vitales o intelectuales, incluidos el amoroso y el religioso, estos hilarantes idiotas deciden regresar a la práctica privada de su vieja profesión de copistas y dedicarse ahora, en el perverso final esbozado por Flaubert, a registrar por escrito cualquier estupidez hallada en sus variadas lecturas como una suerte de castigo eterno por su soberbia y mediocridad y las de sus congéneres (esta tarea ingente de recopilación daría origen ficticio al segundo volumen de la obra, La copia, integrado por el “Diccionario de ideas corrientes”, el “Estupidario”, el “Álbum de la Marquesa”, etc.).
En el fondo, el dispositivo novelístico del primer volumen conduce a una conclusión pesimista: los filósofos ilustrados creyeron que la estupidez humana podía ser corregida, pero olvidaron que el gesto más estúpido, sin duda, es aquel por el que una especie inmadura y deficiente aspira al conocimiento total y al dominio absoluto sobre la realidad, fin manifiesto de la ciencia y la tecnología. Si la historia universal es la historia de Bouvard y Pécuchet, como decía Borges, “todo lo que la integra es ridículo y deleznable”.
Salvo que alguna mutación impredecible lo remedie, la estupidez humana proseguirá durante el siglo XXI, sin alteraciones significativas, su progresión milenaria hacia las estrellas y más allá del infinito, el transfinito del conocimiento, la explotación y la técnica. Y la novela como género estará ahí para contarlo, digan lo que digan los agoreros de lo digital en todas sus variantes, y esta memorable novela de Flaubert, en particular, seguirá siendo el precursor insuperable.
[i] Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet (edición: Jordi Llovet; traducción: José Ramón Monreal), Mondadori, Barcelona, 2009, 735 pág.
Una gran novela y un referente lógico, inapelable.
ResponderEliminarMagnífico, un Flaubert mucho más apetitoso que el de Bovary. Gracias JF.
ResponderEliminarRomán Piña.
Gran entrada.
ResponderEliminarNo acabo de entender como con lecturas así uno acaba convirtiéndose en post-humano.
Creo que debería explicarnos el salto. Darnos los eslabones.
Saludos afectuosos,
Os agradezco a los tres la complicidad en el comentario. Sólo una cosa, Jorge, ¿de dónde sacas que soy un posthumano? O mejor, ¿qué significa eso exactamente para ti? De todos modos, la novela de Flaubert (y, es inevitable, mi lectura de ella) contiene suficiente pesimismo como para poder adscribirla a cualquier proyecto de superación de lo humano, si es a eso a lo que te refieres con el "post"...
ResponderEliminarVoy ahora mismo a buscarla a la librería.
ResponderEliminarBesos!!!
Cris
Entiendo al posthumano como el hombre que cree haber consumado los tiempos, que rompe con todo lo que le precede, salvo con cuatro nimiedades del último siglo (usted es un caso muy excepcional), y se hace divino, se ilumina. He leído algo parecido en Lipovetsky, que usted mismo cita.
ResponderEliminarEn algunas de sus entradas anteriores como con esta última, me ha dado la impresión de que se critica toda la estupidez y banalidad que nos rodea pero al mismo tiempo se está como enamorado de ella, se hace apología de toda esa basura, porque parece que funciona muy bien para la paradoja, el absurdo, el chiste, dentro de la literatura. El chiste fácil, o las situaciones escabrosas.
Creo que en la medida que se avanza con todo eso se rompe con lo más poderoso de la literatura. Recuerdo aquello de "la primavera me ha traído la espantosa sonrisa del idiota" de Rimbaud, cuando leo elogios a la estupidez, parece que todo vale, y cualquier memez puede tenerse en cuenta, y puede equipararse a los grande.
Atentamente,
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNo sé dónde, Jorge, has podido percibir mi enamoramiento o fascinación de/con la basura, aunque te agradezco la oportunidad que me das de aclarar el malentendido.
ResponderEliminarNo conozco ninguna literatura que merezca mi respeto y admiración que no se haya enfangado en la suciedad del tiempo que le tocó en suerte. La literatura, al revés de la filosofía, tiene la obligación de escarbar en la basura y no sólo en busca de tesoros olvidados. Esa pureza prístina que predicas, citando a un Rimbaud que nunca te daría la razón, no creo que proceda de la literatura. No es literaria, o, al menos, no es novelística (otra cosa es lo que algunos llaman poesía, claro, donde hay de todo, monaguillos, santos y un puñado de pecadores, estos son los míos naturalmente...). Consulta a quien quieras, Rabelais, Cervantes, Sade, Dostoievski, Céline, Baudelaire, Joyce, Faulkner, Flaubert, Proust (por citar algunos de mis grandes maestros) y no hallarás otra cosa que esa combinación de estupor y asombro, atracción y repugnancia, que el mundo causa a los que lo saben mirar sin anteojeras ideológicas ni moralina biempensante...
En cuanto a lo posthumano, yo lo entiendo de otro modo, o de un modo algo distinto, quizá más radical y disolvente, sin negar que incluya en parte lo que señalas, y al final de PVD escenifico una gran broma posthumana (postfáustica, postciberpunk, pero decididamente corrosiva...) que desmonta toda posible fascinación acrítica con la tecnología o cualquier mitología asociada a ella...
Le agradezco mucho su atención.
ResponderEliminarEntiendo mejor ahora su posición. Tal vez por los autores en los que se ha escudado. Casi, leyendo entradas anteriores, parece que haya dado un vuelco, o, tal vez hice yo una lectura un tanto basta, que es muy posible.
Si me lo permite –si no entiendo muy bien que lo deje- seguiré con el tema que creo que no queda del todo resuelto. Quiero decirle de antemano que no pretendo rebatirle nada, estoy por aquí más en calidad de aprendiz o discípulo, sinceramente, es así.
Siguiendo con Rimbaud, acepto que diga que no cabe dentro del discurso bienpensante de moralina barata, así lo creo yo, aunque usted tampoco acaba de decir eso, usa una expresión un tanto estereotipada, lo contrapone a una “pureza prístina”, y claro, así cualquier cosa queda fuera.
Yo creo que Rimbaud está impregnado de clasicismo. Todo ese desenfreno verbal precisa de grandes verdades, en eso consiste a mi juicio ese desenfreno, así es como él trata los temas menores, se sabe casi divino. Se siente permanentemente como un “cerdo” entre lo terrenal, le asquea, le embrutece, no sabe donde meterse. Se contrapone a la plebe, al mal gusto. En verdad, decir que todo autor escribe desde su tiempo es una perogrullada, y decir que hereda una tradición también. Eso se da por sentado. A raíz de esto quiero preguntarle lo siguiente: ¿No cree que ha habido un salto al vacío en las últimas décadas? Usted habla de anteojeras ideológicas, pero realmente ¿Cree que pueden sacarse? ¿No cree que Dostoievsky, por ejemplo, tiene en el fondo una visión católica?
A mi juicio lo postmoderno son las anteojeras que exige el mercado.
Me cansa un poco ese intento de deslegitimación que consiste en tildar el discurso del otro de perogrullada, u obviedad o evidencia (ya sé que esto también es una perogrullada), sé que no lo haces con mala intención, pero no es bueno para el debate de ideas que es lo que me gusta. No me importaría ser rebatido en cualquier cuestión, pero tratándose del cuestionamiento de mi propia posición tu actitud lleva implícita la contundencia en la respuesta.
ResponderEliminarEn este sentido, yo no he dicho que los escritores escriban desde su tiempo ni que hereden una tradición cualquiera. He dicho que escarbar en el basurero de su tiempo es lo que han hecho (y siguen haciendo) los mejores escritores. En eso fundan su esfuerzo: en crear formas insólitas de belleza utilizando materiales desprestigiados, prosaicos y hasta vulgares, el detritus real o anímico, son los que tienen más a mano y los que dan forma al mundo en que, de un modo u otro, nos movemos todos. Que eso no guste a todo el mundo es lo que hace que la literatura haya sido suplantada por formas de consuelo y evasión, hipocresía y enmascaramiento de la realidad, mucho más eficaces, muchas de ellas en formato libro. No conozco a ningún escritor de cierto nivel que no haga esto. Cioran lo decía en un famoso ensayo sobre las ideas de los novelistas: lo que repugna al filósofo o al idealista moral es la materia de la que están hechas las mejores novelas...
En cuanto a las anteojeras. No sé, por mi parte, si escribo novelas, no es para refrendar mi punto de vista, en ese caso escribiría ensayos, sino para superar sus límites intrínsecos y, con ello, los límites de la condición subjetiva. Se ve que no conoces el libro de Bajtin sobre Dostoievski: la subversión dialógica de todo presupuesto ideológico y su dialéctica polémica con otras visiones o idearios, esa es la materia mundana con la que el ruso construyó sus grandiosas novelas. No deberíamos confundir la ideología del novelista con la que se desprende de sus obras, Kundera lo ha dicho de muchos modos, tampoco en Sade, otro gran novelista dialógico. Como ciudadano, Dostoievski pensaría del modo ortodoxo cristiano y eslavófilo tanto como se quiera pero no es este ideario nacionalista y hasta fundamentalista el que se desprende de una lectura inteligente de sus mejores novelas, si no no habría ninguna razón para leerlas. La novela es lo contrario del panfleto o el ensayo de ideas. Es un artefacto sofisticado no un vulgar vehículo propagandístico. Quizá no sea el caso de Sartre, de Vargas Llosa o de Camus, habría que discutirlo más a fondo, movilizando textos concretos, no estoy muy seguro...
Addenda sobre lo posmoderno: el problema es que en este país no se puede pronunciar esa palabra sin incurrir en descrédito ante algunos, que se han hecho una idea deliberadamente pobre del concepto. La mayoría de los escritores que triunfan en el mercado no son posmodernos ni sabrían siquiera lo que esto significa. Sin embargo, los que hemos tenido la valentía de decir que la estética del posmodernismo fue una respuesta coherente al paisaje cultural y socioeconómico del pasado inmediato y se hace necesario superarla sin negarla para entender el presente, hasta el momento no figuramos en ninguna lista de libros más vendidos. Creo que ése es el error. Confundir la posmodernidad, la era del mercado y el consumo como instancias dominantes, con el posmodernismo, una estética radical que respondió en los años sesenta, setenta y ochenta a los desafíos de tal situación, que nuestra época no ha hecho sino agravar...
ResponderEliminarBien, usted mismo lo dice, no era con mala intención, sino todo lo contrario, trataba de llegar a un punto de acuerdo, entre lo que parecía que ambos veníamos defendiendo.
ResponderEliminarEl problema es que en estos sitios no se puede evitar escribir así un poco a troche y moche y luego sale todo un poco tambaleante, así demasiado postmoderno -dicho muy alegremente, seguramente tengo una visión pobre del concepto, y deliberada seguro.
Sin embargo, me gusta mucho todo lo que dice en el segundo párrafo, y eso es en definitiva el meollo del asunto así que probablemente discrepamos en bien poco de lo fundamental.
Yo comparto totalmente lo del “artefacto sofisticado contrapuesto al vehículo propagandístico”, y tal vez, pueda hacerme una ligera idea de lo que supone “trascender los límites de la condición subjetiva”, pero ¿trascenderlos hacía donde? ¿hacia la verdad? No entiendo como la novela puede sacar del dialogo (choque de subjetividades) o del choque del sujeto con su mundo entorno la subjetividad trascendida. Usted se parece mucho más a un cura que yo en ese sentido.
Y se me acaba de ocurrir la pregunta clave: ¿cómo responde la estética radical del postmodernismo a los desafíos de la época?
Le agradezco la recomendación del libro de Bajtin y demás citas. Usted es mucho más leído que yo y estoy seguro que resolverá éste asunto magistralmente.
Atentamente,
No puede parecerse al cura quien propugna la ausencia de dogmas, así que yerras al tildarme de tal. Si recuerdas el origen de la discusión, eras tú quien argüía que Dostoievski llevaba anteojeras: esta sí que es la posición del cura, de Nazarín, por citar un ejemplo hispano, el que impone valores sobre una realidad que los rechaza y ridiculiza. Y el novelista (llámese Cervantes, Dostoievski, Flaubert o Galdós), en cambio, se limita a registrar con mayor o menor complicidad, mayor o menor crueldad, ese desencuentro fundamental, ontológico si lo prefieres. No hay más...
ResponderEliminar...
ResponderEliminarCuanto más leo este blog más me gusta. Pero cito:
(...) "es aquel por el que una especie inmadura y deficiente aspira al conocimiento total y al dominio absoluto sobre la realidad, fin manifiesto de la ciencia y la tecnología."
Y no podría estar en mayor desacuerdo.
No creo que esos sean los fines últimos de la ciencia. El conocimiento total es imposible (pues ese total no es algo inamovible, es más bien algo cambiante, aunque nuestros ojos y tiempos humanos apenas alcancen para intuirlo), y el dominio absoluto de la realidad no puede ser más que una quimera, pues no sabemos a ciencia cierta (no pun intended) qué es la realidad).
La ciencia no deja de ser un juego de humanos para humanos (y tal vez, si los hubiera, no humanos), algo no muy distinto de ese arte al que se juega con palabras. Distracciones, a fin de cuentas, para matar el tiempo.
--CW
Te agradezco el comentario, ahora bien, cuando hablo de fines hablo de fines últimos, esto es, de motores o motivaciones de su voluntad de poder, otra cosa es que, por fortuna, no se realicen nunca como tales y queden como aspiración o tendencia. Pero no me cabe duda de que el conocimiento absoluto como forma de dominio total sobre la realidad, por más abstracto o imposible que nos parezca el proceso, es la tendencia implícita del funcionamiento tanto de eso que llamamos ciencia como de eso que llamamos tecnología al menos desde que ambas fueron absorbidas por la máquinaria expansiva del tecnocapitalismo...
ResponderEliminarPodemos seguir discutiendo esto hasta el infinito, pero Flaubert intuyó que sus dos monigotes grotescos alegorizaban un fracaso humano, el del dominio enciclopédico de la información sobre la realidad, que se acabaría en cuanto la inteligencia humana fuera relevada por máquinas capaces de computar el inmenso e ingente monto de información, maduras para la digitalización...
buenas.
ResponderEliminarcito:
((...al menos desde que ambas fueron absorbidas por la máquinaria expansiva del tecnocapitalismo...))
este matiz ya hace que estemos casi del todo de acuerdo. :-)
es la realidad, y sería absurdo negarlo.
cito de nuevo:
((el del dominio enciclopédico de la información sobre la realidad, que se acabaría en cuanto la inteligencia humana fuera relevada por máquinas capaces de computar el inmenso e ingente monto de información, maduras para la digitalización...))
aunque veo por donde vas, no acabo de entender lo que quieres decir aquí (se debe sin duda a mis pocas entendederas).
pero una cosa es casi segura, la supervivencia a largo plazo (muy largo, unos 1.500 millones de años) de los humanos pasa por las máquinas. estamos condenados a desaparacer si, para empezar, no "escapamos" del Sistema Solar, y sólo, hipotéticamente, podríámos hacerlo 'qua' máquinas.
y esas máquinas (que pueden verse como un eslabón evolutivo, o como un nuevo comienzo, un punto y aparte) son en mi humilde opinión, por necesidad, una extensión de nosotros mismos.
Pero claro, y mientras tanto, ¿qué?
Cuanto más lo pienso más ganas tengo de leer el libro de Flaubert. Eso es ver el futuro, ciencia ficción pura, y lo demás son juegos de niños.
--CW
Me alegra concordar en el punto central de la tecnología y la ciencia. El punto que señalas está expresado de modo algo espeso, lo reconozco, son las prisas del blog: espero que se entienda al menos que el binomio cantidad de información extraída de la realidad/necesidad de máquinas capaces de computarla entregue la gestión de la realidad a las máquinas...
ResponderEliminarSí, lo que expones en la parte final sobre la huida del sistema solar coincide bastante con aquella "fábula" que contaba Lyotard en las Moralidades posmodernas como la nueva gran narrativa del capitalismo tecnocrático, y cualquier discusión sobre estas cuestiones debería partir de aquí y de Bouvard y Pécuchet, sin duda...