Todo lo que las ciencias humanas están descubriendo hoy en día, en cualquier orden de cosas, ya sea en el orden sociológico, psicológico, psiquiátrico, lingüístico, etc., la literatura lo ha sabido desde siempre; la única diferencia es que no lo ha dicho, sino que lo ha escrito.
R. B.
Lo diré desde el principio, sin temor a recaer en hipérboles: no ha habido en la historia mejor pensador de la frase que Roland Barthes, mejor “piensa-frases”, como a él le gustaba decir: “Se llama escritor no a quien expresa su pensamiento, su pasión o su imaginación, mediante frases, sino a quien piensa frases”. La cuestión de la frase era para Barthes la cuestión capital de la literatura. Esa frase, según los escritores abordados, podía transformarse en un cuerpo vivo y la modulación expresiva de su forma alargada, redonda o sinuosa en un equivalente verbal de su goce, o de su placer: escribir y leer, relegadas la gramática y la retórica al papel de meros accesorios incitantes, como un cuerpo a cuerpo orgiástico del escritor y el lector, beneficiario final de la operación, con el lenguaje (con los lenguajes). Este símil provocativo sigue conservando plena validez: “La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kāmasūtra”.
En efecto, el uso mismo de la palabra “placer” fue motivo de escándalo para muchos cuando Barthes, cansado de ser alternativamente el semiólogo más serio (las Mitologías (1957) representan una contribución indeleble sobre el funcionamiento imaginario de la sociedad de consumo) y el más frívolo de la tribu (había dedicado un volumen sorprendente, El sistema de la moda (1967), a estudiar la moda de los años sesenta a través de sus diseños y fotografías), comenzó a reivindicar en público la dimensión estética del placer, a catalogar los placeres recomendados y los prohibidos, dentro y fuera de la cultura. El arte de vivir, en suma, pero también el goce, no se olvide, el desmayo dichoso que abre puertas insólitas a la creación y a la experiencia.
No obstante, esta cuestión del placer le causó muchos sinsabores y malentendidos. Desde un bando, lo acusaron enseguida de haberse vendido a la derecha cultural (la que reivindicaba la belleza y la falta de compromiso); desde el otro, creyendo en la veracidad de esas acusaciones, lo encumbraron tomándolo por un simpático disidente de la izquierda, un feliz expatriado de los dogmas del Gulag intelectual. Como Marx y Brecht, Barthes fumaba selectos habanos con delectación litúrgica, pero su opinión sobre el régimen de La Habana (como sobre el de Pekín, tan normativo y anodino, según descubriera en sus viajes) no difería tanto de la de ese otro gran fumador difunto y revolucionario del lenguaje que fue Cabrera Infante. Fumar puros cubanos no le impedía mantener, todo sea dicho, una posición política bastante impura: “El puro es un emblema capitalista, vale; pero, ¿y si produce placer? ¿No hay que fumarlo?”, se preguntaba Barthes desafiante. Citando a Brecht donde nadie se lo esperaba desafió al aparato de poder vigente: “Todas las artes contribuyen a la más importante de todas: el arte de vivir”.
En el fondo, no se le leía bien. El placer no es de derechas ni de izquierdas, ni mucho menos de centro, esa impostura neutra. Eso no quiere decir que el placer sea apolítico o inocuo. Todo lo contrario. El placer es polimorfo y transversal y, a pesar de sus diferencias, religa a individuos procedentes de facciones partidarias antagónicas. “Lo que está en cuestión es la subversión de toda ideología”, repetía Barthes, sin que se le oyera del todo. Como el libertinaje, la función del placer radica en los indicios que proporciona, más allá de la gratificación, sobre la posición del sujeto en el mundo, el modo en que delata sus relaciones con el cuerpo propio (“mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”) y, sobre todo, con el ajeno. En esto, pasados los años, la semiología erótica de Barthes sigue siendo seminal y paradójica, como muestra este juicio sobre la novela De donde son los cantantes del neobarroco Sarduy: “texto hedonista y por ello mismo revolucionario”.
Nadie parecía darse cuenta de que Barthes, en realidad, era un perverso consumado. Así se había retratado en El placer del texto (1973), ese libro controvertido como pocos, sin inocencia y sin culpabilidad, de cuerpo entero: alguien que podía mantener equívocas relaciones conyugales con las obras de la cultura institucionalizada y, simultáneamente, serle infiel con las creaciones intempestivas que pretendían subvertirla: “ni la cultura ni su destrucción son eróticas, es la fisura entre una y otra la que se vuelve erótica” (todavía hoy, resulta difícil escapar a este desdoblamiento esquizofrénico). Barthes lo había enunciado de muchos modos a lo largo de su vida: “un escritor que nace abre en sí el proceso de la literatura”, como escribió en una de sus obras tempranas (El grado cero de la escritura, de 1953). En otro ensayo contemporáneo del opúsculo polémico, confirmando este dictamen anterior, definió la crítica como la tarea de “poner en crisis el lenguaje”. Mejor o peor, muchos habían leído a Sade por entonces, su fofa figura flotaba en el ambiente contracultural de la época, y conocían el significado real de ese falso eufemismo en su léxico desmedido (como el “aleluya” de Bataille, otro pensador excesivo). Así que la tarea dominante de la crítica y la literatura, para escándalo de tantos mojigatos, consistía ahora en poner “cachondo” al lenguaje a través de las fricciones gozosas y los deslizamientos progresivos de la escritura (corrompiendo o pervirtiendo el designio de este dictum: “la escritura puede conseguirlo todo de una lengua, y lo primero de todo, puede devolverle la libertad”).
Para no quedarse circunscrito, como buen estructuralista, al ámbito de lo literario y lo puramente intelectual, Barthes escribió un ensayo memorable sobre Brillat-Savarin, el más famoso gastrónomo y gastrósofo francés de todos los tiempos, el libertino del paladar, el mayor tratadista filosófico del gusto culinario y el refinado placer de los sentidos. Da verdadero gusto leer a Barthes proyectándose en la figura obesa de este fisiólogo del sabor, este glotón de las palabras y los platos, comparando la escritura con el arte sutil del cocinero, encumbrando el apetito como pasión oral: como buen fetichista, Brillat-Savarin, escribe Barthes, “desea la palabra como desea las trufas, una tortilla de atún, un pescado a la marinera”. Una fisiología del estilo, una sensualidad voluptuosa de la dicción y el granulado de la voz, “una estereofonía de la carne profunda”, como la denominara Barthes (que también dedicaría frases memorables al refinamiento culinario de la tempura japonesa como metáfora de un escritura desprovista de pesadez en su libro El imperio de los signos, que reseñé en un post temprano). ¿Qué más se le puede pedir a un escritor? “Hambre” de letras: palabras erotizadas y apetecibles como cuerpos o partes del cuerpo, palabras sabrosas y suculentas como bocados y condimentos, palabras como espesas bocanadas de humo exhalando de entre los labios.
Después, a fin de procurarle nuevas resonancias íntimas al placer y al goce, se mostró lo bastante libre en un contexto intelectual que no lo era tanto con la disidencia como para reivindicar ese discurso de expresiones desfasadas (el amor, lo sentimental, los celos), sin renunciar un ápice a la inteligencia más aguda: “lo obsceno del amor es que pone precisamente lo sentimental en el lugar de lo sexual”. El amor “pone” o “no pone”, ésa es toda la cuestión insinuada por Barthes. También supo anticiparse en esta recuperación a las corrientes que en los años ochenta (con Susan Sontag a la cabeza, una discípula díscola, como Sollers o Scarpetta) reivindicarían la pasión desde la inteligencia. Quizá luego, habría dicho Barthes con un asomo inevitable de nostalgia, se implantaría de nuevo un culto desproporcionado a la pasión y a los sentimientos (sin verdadero objeto, o sin otro objeto que el narcisismo disimulado y la moralina subyacente) y muy poca inteligencia. Se ha llegado a decir, incluso, que la verdadera pasión de Barthes, desde la infancia, era el aburrimiento, un acusado tedio vital. Tal era, según algunos, la causa profunda de ese sensacionalismo del estilo, esa poligamia de los temas, esa bulimia del interés y la curiosidad. Si fuera así, habría que agradecerle que el deseo de no aburrirse lo empujara a escribir de modo que jamás resultara aburrido, tratara lo que tratara (al revés de tanto supuesto vividor y jaranero de la prosa que rara vez suscita otra respuesta que el bostezo o el sopor).
Es irónico, en este sentido, que su última entrevista se la concediera a Play-Boy, la revista prototipo de la heterosexualidad más blanda y conformista. Hablaba en ella, con interés especial, de los regímenes adelgazantes y demás torturas dietéticas que se imponían ya en la sociedad como una moda espartana. Como si Barthes temiera, con sobrada razón, que el exceso de preocupación por el estado de salud del cuerpo, la “inquietud de sí” (como escribiría su amigo Foucault), la obsesión ascética por la forma atlética, el ideal apolíneo, no fueran sólo una infección publicitaria o un ideario de modistos puritanos, sino los mayores enemigos declarados del placer o el goce. Como diría Barthes, parodiando a Brillat-Savarin: es posible que comiendo o bebiendo menos se viva más, pero es seguro que se vive menos. Extensión o intensidad: he ahí el dilema del placer (de todos los placeres). El binomio del goce según Barthes.