martes, 19 de abril de 2011
EL PLACER DE EXISTIR
Michel Onfray es lo mejor que le ha pasado a la filosofía en mucho tiempo. Un acontecimiento de una potencia que desborda los límites del pensamiento puro. Lo que hay de verdaderamente explosivo en Onfray es su intervención en aquello, precisamente, de lo que siempre ha tratado de evadirse el intelecto más abstracto: la vida del cuerpo. Lo inmediato, lo tangible, lo inmanente, como dimensión fundamental de la experiencia humana negada una y otra vez a lo largo de la historia por los que pretenden someter la vida a la miseria en nombre de un supuesto orden trascendente. Elijo este precioso libro de Onfray (Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar), reeditado ahora que otros suyos inundan el mercado español, no sólo porque es un sumario imprescindible de sus ideas, sino porque en su misma intensidad polémica, en su misma belleza estilística, en su erudito examen de la tradición occidental menos trillada, cifra uno de los alegatos más contundentes que conozco contra toda forma puritana de entender la existencia.
Hace un par de años apareció su tratado “ateológico”, de gran éxito en Francia. Más recientemente ha publicado su “manifiesto hedonista” (La fuerza de existir), un sumario exultante y exaltante de su pensamiento, y también varios volúmenes de su “contrahistoria” de la filosofía, basada en sus intervenciones semanales en la Universidad popular de Caen, una institución promovida por él como alternativa inconformista a la universidad más convencional. La intempestiva actividad de Onfray cubre así todos los ámbitos mundanos y se niega a refugiarse en los foros esclerotizados de la cultura. Y es por lo que resulta de una oportunidad excepcional la relectura de este sustancioso tratado, un catecismo libertario de valores hedónicos tan fundados en milenios de civilización y cultura paganas como en la experiencia cotidiana de los placeres y los deseos. En él Onfray nos ofrece una narrativa enciclopédica que reduce la historia a una guerra entre el libertinaje del cuerpo y la mente y la organización ascética de la existencia. Entre, de una parte, la disposición a lo material, la atracción y seducción de los cuerpos, el goce voluptuoso del presente, la exuberancia dionisíaca, el amor como “física de las emociones” y “pasión de las sensaciones”; y, de otra, la religión, las tristes obligaciones y sacrificios de la vida retirada, la anorexia y la constipación como estados del alma y del cuerpo, la domesticidad conyugal, la procreación, la castidad, la monogamia, la renuncia tanto como el desprecio a la carne. Todo su aparato conceptual moviliza, pues, una inmensa biblioteca de autores que se alinean en uno u otro bando: en el libertinaje materialista figuran excéntricos como Aristipo de Cirene (el primer apologeta del placer), Diógenes, Epicuro, Demócrito, Safo, Lucrecio, Ovidio, Horacio; mientras que en el rancio linaje del idealismo militarían Pitágoras, Platón, Aristóteles, San Agustín y todos los padres cristianos que siguieron su estela resentida.
En esta historia traumática, Onfray tiene muy claro quiénes conquistaron la ciudad terrestre hace siglos e impusieron su amargo dominio sobre la mente y el cuerpo, en perjuicio de los hombres y, sobre todo, las mujeres. De ahí la impertinencia paradójica de su discurso al reivindicar la tradición hedonista excluida sistemáticamente del poder, incluso en la modernidad, rehuyendo incurrir en las simplezas de la corrección política. Exuberancia y no quejas, potencia de vida y no lastimoso victimismo, claman desde su excitante discurso. Pues tampoco las filosofías modernas (con la excepción del Nietzsche más solar y revolucionario) se salvan del diagnóstico libertino de Onfray. Ninguna de ellas ni de sus líderes carismáticos aceptaría la cuadratura conceptual que arma su discurso: lo real es atómico, un puro proceso de fuerzas, intercambios, energías y flujos; el vitalismo es necesario no porque la vida sea maravillosa, como quieren hacernos creer los cuentos de hadas de la espiritualidad contemporánea, sino porque debemos construirla a cada momento con materiales precarios y defectuosos; el placer es propicio, la consumación de un modo de vida gratificante, en plena comunicación con el mundo y quienes lo habitan en libertad; lo negativo es “odioso y destructible”, por lo que debemos rechazar las visiones y acciones basadas en la violencia y la opresión, el fanatismo y el odio, en favor de un libertinaje consentido de los sexos.
En suma, el erotismo solar de Onfray, antídoto estimulante contra todo fundamentalismo (religioso, político, moral o económico), aspira a una renovación radical del “antiguo proyecto epicúreo: gozar del puro placer de existir”.
Gracias amigo. ¡Cuanto aprendo de ti !
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