
[Angela Carter, La juguetería mágica, Sexto Piso, trad.:
Carlos Peralta, 2019, págs. 241]
Melanie, una quinceañera narcisista, se ensimisma
en el espejo, le gusta su cuerpo rosado y el deseo que anima sus atractivas
formas. Sus padres están de viaje y decide robar el vestido de novia de la
madre y probárselo. Así disfrazada sale al jardín, trepa por un manzano y
desgarra y mancha el vestido. La transgresión tiene graves consecuencias. Los
padres mueren y ella y sus hermanos se quedan huérfanos y son acogidos por la
familia del tío Philip, misterioso titiritero y juguetero. Así comienza esta novela
escrita por Angela Carter en plena juventud, cuando aún no había descubierto definitivamente
qué significaba ser mujer en el mundo, como dice en su libro de ensayos Nada sagrado.
La médula de la literatura de Carter radica en
su conocimiento carnal de la esclavitud femenina a las formas hegemónicas (rituales,
simbólicas e institucionales) del patriarcado. El dominio patriarcal se ejerce
sobre las mujeres de múltiples maneras, sin duda, pero hay una de ellas,
explorada por Carter hasta la extenuación, que es puramente mitológica. Este
mecanismo de sujeción no pasa solo por las constricciones sociales y familiares,
sino también por las historias, los mitos y las ficciones y afecta como una
enfermedad espiritual al imaginario femenino, es decir, al modo en que las mujeres se
relacionan afectiva y mentalmente con el mundo, con su cuerpo y con el otro
sexo. Carter era una feminista heterodoxa y creía que tanto hombres como
mujeres debían reinventarse y, de paso, reinventar la vida y el amor.
Gran cinéfila, Carter vio cómo solo dos de sus fantasías narrativas alcanzaban
a plasmarse en una pantalla con guión suyo. El relato “La compañía de los
lobos”, una perversión freudiana del cuento de Caperucita incluida en La cámara sangrienta, y esta novela, La juguetería mágica, adaptada en 1987,
veinte años después de su publicación. Mientras
escribía esta fabulosa novela sobre la iniciación a la vida de una inquieta e
inquietante adolescente balthusiana, Carter no dejaba de nutrir su instinto
creativo con la contemplación de películas afines a su visión fantástica. De ese
modo, la novela está plagada de imágenes y referencias fílmicas que construyen
un escenario paralelo a la trama, como el tablado de marionetas del tío Philip
respecto a la oscura vida de la familia Flower.
Así, el tío Philip, patriarca autoritario, es
una especie de ogro de voz cavernosa a la manera tiránica de Orson Welles; los hermanos
de la tía Margaret, Finn y Francie, parecen dos pillos harapientos salidos de
películas dickensianas de David Lean, y la propia tía Margaret parece una
heroína guapa pero muda de algún melodrama hollywoodiense de los años cuarenta.
Mientras Melanie y sus dos hermanos, Jonathon y Victoria, tienen rasgos de los
niños huérfanos de tantas películas inglesas de los sesenta, como las de Jack
Clayton (pienso en Suspense, desde
luego, pero también A las nueve, cada
noche).
En este sentido fílmico, no es casual que el
empoderamiento sexual de Melanie se produzca a través del despertar de la
mirada: mutando de la curiosidad inmadura de los primeros capítulos y el
desconsuelo tras la pérdida de sus padres a la mirada perversa y sabia de una
actriz mítica del cine mudo como Louise Brooks, capaz de enfrentarse al ojo de
la cámara con una franqueza perturbadora. La escena final, cuando la obscena verdad
de la extraña familia Flower aflora en una orgía de música irlandesa e incesto
fraterno, antes de que el tío Philip incendie la casa y destruya la juguetería,
con todos sus títeres y su escenario fantástico, parecería inspirada a su vez en el
grotesco desenlace de la Viridiana de
Buñuel.
Y esta es otra de las claves narrativas de la
novela. A pesar de su inspiración cinematográfica y la poderosa visualidad de
su concepción, el denso estilo de Carter y el modo en que las hipérboles
metafóricas de este distorsionan la realidad de la historia para acomodarla a
las categorías de Melanie, que encarna la mirada activa con la cual se percibe
el mundo novelesco, impiden una adaptación fácil al lenguaje audiovisual. Además,
Carter explora en esta segunda novela diversos modos de desdoblamiento teatral
y pictórico de la ficción literaria, insertando en la trama una dimensión alegórica
que en novelas posteriores (Las infernales
máquinas del deseo del Dr. Hoffman, de modo singular) explotará hasta sus
últimas consecuencias estéticas. La
juguetería mágica es una falsa novela dickensiana que va reconfigurando sus
recursos, junto con la mentalidad victoriana que la sustenta, hasta
transformarse, mediante técnicas surrealistas y sutiles deslizamientos hacia la
realidad contemporánea, en una novela paradigmática del realismo mágico a la
manera anglosajona.
Al final, Melanie, escindida entre el deseo de experimentar
y el horror al contacto sensorial, escapa de la destrucción de la mano de Finn,
el chico destinado a iniciarla en la violencia generativa del sexo, y se deja
atrapar en el mecanismo normativo que libera a la mujer de lazos familiares para
recluirla en otra cárcel, el matrimonio convencional. Como mujer de su siglo, Carter
pasó por ahí y lo pudo contar con su estilo suntuoso y alambicado. Como un
trampantojo cinematográfico, un dibujo animado donde lo real y lo imaginario se
confunden hasta la alucinación, o un anagrama del deseo. El deseo de vivir y de
escribir.
Es lógico que el prestigioso crítico James Wood incluyera esta fastuosa
novela de Carter en su canon de la mejor literatura inglesa y americana de la
segunda mitad del siglo XX.
Posdata: Durante la escritura del guión de la adaptación audiovisual (realizada
para televisión pero estrenada con cierto éxito en salas de cine), consta que
Carter revisó películas posteriores a la novela que le sirvieron para iluminar la
dimensión visual de su trama con criterios cinematográficos. Entre las más reconocibles
estuvieron estas: Valeria y su
semana de las maravillas, de Jaromil
Jires, una fascinante adaptación de la Alicia del Carroll al imaginario
centroeuropeo de Kafka, Nezval y Schulz; Gotto o la isla del deseo, una fantasía escopofílica del gran
erotómano Walerian Borowczyk; y, sobre todo, Los cuentos de Hoffmann, de Michael Powell y Emeric Pressburger,
una versión memorable de los cuentos de E. T. A. Hoffmann, maestro romántico de
la literatura fantástica que también había influenciado a Carter.
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