viernes, 30 de junio de 2023

UN MUNDO PERVERSO


[Publicado en medios de Vocento el martes 27 de junio] 

          No hay que darle más vueltas. Vivimos en un mundo perverso. Un mundo que nos ofrece las imágenes de todo lo que podríamos poseer si tuviéramos dinero abundante para comprarlo. Un mundo donde la minoría que tiene esa riqueza no se conforma con las imágenes, como la mayoría, sino que goza plenamente del lujo y la lujuria de su estatus. Y lo hace con ostentación, sin privarse de nada. La indecencia de esa exhibición es pornográfica. Y, sin embargo, estamos acostumbrados a vivir contemplando en éxtasis el espectáculo suntuoso de los coches y los yates, las joyas y las mansiones, las orgías mundanas y los aviones privados, el patrimonio, en suma, de lo que convierte una vida en excitante y apetecible, sin preguntarnos por nuestro papel en la representación.

No deberíamos hacer caso a los moralistas que dicen que esto no es lo esencial del mundo democrático. Tampoco sumirnos en la indiferencia política, que tanto interesa a quienes no quieren que tomemos conciencia del hecho en vísperas de unas elecciones trascendentales para sus protagonistas. La derecha, porque sería el reconocimiento del programa real que nos propone y de sus lazos con las élites a las que sirve. La aceptación de un mundo inicuo de corrupción y privilegios. Y la izquierda, porque supondría la admisión de su fracaso histórico y su impotencia para acabar con los desmanes del capitalismo. No sé cuál es más despreciable. Si la que bendice el orden global, como el mejor de los mundos posibles, o la que, cómplice a su manera del estado de cosas, explota la ingenuidad, las esperanzas y las ilusiones de la gente, fingiendo que algo puede cambiar sin que nada cambie de verdad. No sé qué es más cínico.

Yo también cambio de posición, y de canal, con frecuencia, y tengo opiniones para todos los gustos. Es lo propio de un mundo sadiano de títeres y marionetas, gobernado por libertinos que actúan como puritanos, y viceversa. Una sociedad perversa que produce monstruos como Sade y luego los encarcela de por vida por tomarse al pie de la letra el catálogo de deseos, pulsiones y placeres que nos vende la publicidad del sistema. Qué grande Sade, el espíritu más libre que ha existido, como dijo Apollinaire. Y qué buena la exposición que le dedica el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Se sale de la visita, como de la lectura de Sade, iluminado. La realidad se vuelve transparente, sin espejismos ni trampantojos, y la verdad resplandece. Sade, perverso y encarcelado, es nuestro único contemporáneo. 

viernes, 23 de junio de 2023

LEYENDO A SADE

 

La transgresión, el libertinaje, el erotismo, la utopía, el sexo, la libertad, el mal… 

Este es el enlace al vídeo de la conversación en torno a SADE en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona: 

https://www.cccb.org/ca/multimedia/videos/transgressio/242426



miércoles, 14 de junio de 2023

EL VERBO Y LA CARNE: LA IMPORTANCIA DEL EROS EN LA LITERATURA

 

    Entrevistamos por segunda vez a Juan Francisco Ferré. Para hablar del verbo y de la carne en la literatura de Oriente y de Occidente. Es decir, de la importancia del Eros en la literatura. La mímesis ha dejado de ser una aproximación válida de la realidad. El mundo se ha convertido en Espectáculo, en Simulacro, y nuestras ficciones no parecen estar preparadas para dar respuesta a ese cambio. Salvo en el caso de algunos nombres privilegiados. Es el caso de Juan Francisco Ferré y de su novela más reciente, Revolución, una aproximación al siglo XXI como no se ha escrito otra en nuestra lengua. Conversamos con el autor sobre su visión de la literatura y del mundo, sobre su concepción de la ficción novelesca y sobre la relación que ésta debe establecer con la realidad. Heredero tanto de DeLillo, Pynchon y Barth como de Ríos, Cabrera Infante y Goytisolo, Juan Francisco Ferré es uno de nuestros grandes escritores vivos. Ilustrado, provocador y barroco, es un placer también poder conversar con él.

jueves, 1 de junio de 2023

LA ESCRITURA ASESINA


[Bret Easton Ellis, Los destrozos, Random House, trad. Rubén Martín Giráldez, 2023, págs. 675] 


(1) 

          Hay numerosos modos de abordar la lectura de una novela como esta, en la que el autor vuelve a demostrar su talento para comunicar una visión singular del mundo a través de sus experiencias, sensaciones y fantasías. Una de las formas más accesibles es partir de las categorías que Ellis proporcionó en “Blanco”, su libro anterior, para explicar el momento de transición creativa en que se encontraba, entre el desengaño respecto de sus ambiciones hollywoodienses y la dudosa pulsión de escribir una nueva novela.

          Ellis es representante de ese período crítico en que su país alcanzó el esplendor imperial y conoció la decadencia. Su afición a los libros y las películas era una manera de afrontar una realidad en la que los privilegios y la riqueza de su clase social no lo protegían de las acechanzas del mal y la violencia. “Los destrozos” narra cómo la vocación literaria de Ellis se gestó en un contexto donde el deseo de escribir ficción iba unido al poder de ver lo que nadie más que él veía, hecho que lo condenaba a ser juzgado como una personalidad maldita por sus banales compañeros, y a fantasear sobre esa dimensión oscura del glamuroso mundo de su clase como medio para expresar obsesiones y manías propias de una relación perversa con la inquietante realidad cotidiana, percibida como una película de terror. En las zonas nocturnas, en la periferia sombría de ese mundo luminoso, surgen asesinos en serie (“The Trawler”/el “Arrastrero”) y cultos salvajes y crueles que amenazan el orden burgués con actos criminales y sanguinarios.

          En “Los destrozos” Ellis cumple la tarea de describir el submundo del colegio privado Buckley a comienzos del último curso de secundaria, en otoño de 1981, año del primer mandato del presidente Ronald Reagan, a través de una heterogénea pandilla de chicos y chicas perteneciente a la élite angelina. La ambientación histórica tiene una relevancia limitada en la novela, pero establece la conexión entre la ideología de una casta privilegiada y el ideario del gobierno nacional, por más que la economía libidinal de sus miembros, el sexo promiscuo de los adolescentes y la homosexualidad oculta de jóvenes y adultos, cuestionen los valores neoconservadores de aquella facción política.

          De principio a fin, Ellis reconoce que la novela en curso se propone como un juego peligroso para el escritor, un juego en el que cualquier participante, no solo Bret, el narrador autobiográfico, podría salir dañado, como en efecto ocurre, con heridas somáticas o anímicas que no cicatrizarán nunca. Bret es el novelista en ciernes ligado por conveniencia a una niña rica, Deborah Schafer, atractiva hija de un productor de cine famoso y gay oculto casado con una ex modelo alcohólica y depresiva, y cuyos mejores amigos son la deseable pareja compuesta por Susan Reynolds, la bella novia virtual del narrador, y Thom Wright, guapo y musculoso líder del equipo de fútbol del colegio. En este reino ideal de la belleza, la salud, la juventud y la prosperidad americanas aparece para cursar ese último año crucial el personaje de Robert Mallory, un bello tenebroso importado de la tradición romántica, un intruso tan siniestro como fascinante, chico terrible con problemas mentales que acabará ejerciendo sobre todos ellos una influencia dañina.

          Con el ingenio novelesco que mostró en “American Psycho” y revalidó en “Glamourama”, Ellis acierta a preservar la estética del realismo recurriendo a los excesos narrativos del género y el subgénero cinematográfico y televisivo. De ese modo, “Los destrozos” es una novela fabulosa en la que no cabe deslindar la verdad biográfica de la pura ficción. 

 

(2) 

En las autobiografías más valientes del siglo XX, como las de Michel Leiris, el gesto de enfrentarse a la verdad de la vida del escritor se compara, de manera metafórica, con la tauromaquia. Las verdades perturbadoras que el sujeto afronta mediante la escritura se asimilan con la cornamenta del toro, emblema del peligro de desnudarse ante el lector. En esta novela de Ellis, sin embargo, a quien se enfrenta el narrador al escribirla es a su doble criminal, el asesino artista, ese psicópata fantasmático que merodea por la periferia del submundo de privilegios donde viven los personajes, amenazando su confort y estabilidad mental.

El inquietante enigma de esta novela es que la oscura identidad del asesino en serie y la personalidad del perseguidor obsesivo de su figura que es el narrador, fascinado y horrorizado por igual ante sus actos, terminan confundiéndose en el desenlace para desconcierto del lector. Este, al final, ya no sabrá qué pensar, aterrado por los sucesos escalofriantes que se describen y la ambigüedad moral con que se resuelve el misterio visceral que los envuelve. En el fondo, se podría pensar que el matador maníaco de la novela es el otro yo del narrador, el ejecutor metódico de sus deseos perversos y pulsiones secretas contra los otros personajes, como si su voluntad destructiva surgiera de las entrañas de un modo de vida y un mundo de relaciones sociales que está pidiendo a gritos la intrusión de la crueldad y la violencia extremas.

Como en “American Psycho”, los crímenes monstruosos de la ficción son percibidos como una “cosa mental” del narrador y no como una realidad narrativa, escenarios psíquicos del escritor culpable frente a los otros y no episodios sangrientos de la trama. La escritura de “Los destrozos” nos convence de que Ellis es ese escritor que se ha ganado el derecho, con sus libros y su talento, a imponer su versión de la sociedad angelina que lo engendró y vio crecer como hijo descarriado. Su versión y su subversión, si se me permite el juego, de la realidad de sus orígenes de clase y de cultura.

El gran peligro que entraña la novela para el lector inocente consiste en esta trampa retórica de efectos corrosivos. Si se toma demasiado en serio la trama criminal, truculenta y sanguinaria como ciertas teleseries policiales de última generación (“CSI”, “Hannibal”, “Dexter”, “True Detective”, etc.), en detrimento del realismo autobiográfico, perderá una parte significativa del sentido del libro. Pero si, por el contrario, menosprecia la aportación de la trama criminal, o la considera un artificio superfluo diseñado para seducir al gusto mayoritario con el sensacionalismo gráfico y la brutalidad escabrosa de los detalles, estará perdiéndose una de las dimensiones fundamentales del artefacto novelesco, uno de sus atractivos más poderosos e insidiosos.

Esta novela de Ellis es un cóctel explosivo del que no puede extraerse ningún componente específico, ni separarse sus ingredientes como si fueran niveles o capas superpuestas, sin estropear el sabor agridulce de la mezcla. Autorretrato íntimo del autor con fondo ficcional, novela adolescente sobre la formación del escritor, relato de sensibilidad pulp sobre las atrocidades de un psicópata, pornografía bisexual, giallo o slasher con cuchilladas, mutilaciones y ensañamientos cruentos, retrato generacional implacable, novela nostálgica sobre el pasado de la grandiosa y terrible ciudad de Los Ángeles. Una despedida y una celebración, en suma, de la juventud y el tiempo perdido, con todos sus errores, desvaríos, excesos, perversiones y abusos imaginables.

Escrita con la distancia estética de un dandi proustiano, “Los destrozos” narra con crudeza irónica, también, el final trágico y la decadencia del Imperio americano. El fin del sueño colectivo que fue siempre, para todos nosotros, los jóvenes de entonces, el mito sociocultural, la imagen publicitaria del Imperio y la cultura impura de ese Imperio en descomposición.