[Lionel
Shriver, Los Mandible. Una familia: 2029-2047, Anagrama, trad.:
Daniel Najmías, 2017, págs. 520]
El futuro es la incógnita más valiosa de nuestro
tiempo. Todas las ciencias pagarían un alto precio por tener acceso a sus
secretos. El presente, en cambio, es confuso y convulso, pero lo rastreamos con
los instrumentos disponibles en pos de los signos ambiguos del porvenir. El pasado
está muerto y sus resurrecciones artificiales solo sirven como campo de batalla
para luchas ideológicas superadas por la historia.
Aquí radica la audacia de una novelista inteligente
como Shriver para escrutar el futuro inmediato con el recurso de la imaginación
irónica. Estados Unidos, año 2029. El sistema americano, totalmente endeudado, atraviesa
una de sus crisis más severas. Los periódicos han desaparecido, la televisión
es el único medio de información junto con internet, donde reina el caos
consabido, la gente sufre restricciones de agua y comida, la violencia y la
agresividad se disparan, los espacios urbanos se degradan, los despidos se
producen en masa y la riqueza se desvanece sin dejar rastro. El dólar se
desmorona, batido en los mercados internacionales por una moneda nueva llamada
báncor, creada por la Rusia de Putin y la China del capitalismo estatal para
desbancar el poderío financiero americano. Este es el ruinoso contexto nacional
en que se desenvuelve con extrema dificultad la familia protagonista, compuesta
por un patriarca nonagenario en bancarrota (Douglas), sus dos hijos (Carter y
Nollie), sus tres nietos (Jarred, Avery y Florence) y los cuatro bisnietos adolescentes
(Goog, Bing, Savannah y Willing).
Los Mandible es la primera gran novela
de la era de la naturalización de la economía, como la llama Žižek: el tiempo
en que las categorías económicas ejercen tal peso aplastante sobre la vida
humana que es imposible entender esta sin dominar aquellas. Basándose en los datos
de la crisis de 2008, Shriver realiza un escalofriante ejercicio de
especulación sobre lo que significaría darle unas cuantas vueltas de tuerca más
a los terribles precedentes que conocemos. Al aplicar sin límites los conceptos
de carestía y vulnerabilidad tercermundistas a una realidad opulenta como la
del capitalismo americano, Shriver logra crear una pesadilla verosímil fácil de
exportar a otras realidades nacionales.
Más allá de la economía, la psicología y la
sociología apocalípticas, la novela funciona como un cóctel bien agitado de la
crítica familiar de altura (pienso en el Jonathan Franzen de Las correcciones, a quien
se alude con cierta ironía en el texto), más el sentido trágico del fin de una
cultura al estilo del Cormac McCarthy de La carretera, más la dimensión de
ironía geopolítica y familia disfuncional de La broma infinita de David
Foster Wallace. Y todo ello mezclado luego con generosas dosis de la visión
sarcástica y corrosiva de las relaciones humanas, sexuales y generacionales,
marca de la casa.
Con todo, Shriver no es solo una bromista peligrosa,
por más que se divierta horrores sometiendo la realidad liberal americana a la
disciplina de supervivencia y el correctivo implacable de cualquier país
menesteroso, sino una novelista crítica con los planteamientos conformistas de
sus colegas. Como le dice Willing a su tía escritora, replica ficcional de Shriver,
para convencerla de la necesidad imperativa de quemar sin miedo sus libros: “No
es tiempo para novelas. Nada inventado
es más interesante que nada de lo que está ocurriendo. Estamos dentro de una
novela”.
Así lo demuestra, en el sorprendente desenlace,
la distopía americana de 2047, con estados secesionistas como Nevada, chips cerebrales
obligatorios y regresiones políticas a mundos antitecnológicos. El futuro nunca
muere, como decía aquella banal película Bond de los noventa, pero es una
categoría en crisis. Esta brillante novela de Shriver nos obliga a preguntarnos
de qué futuro hablamos cuando hablamos del futuro.