Uno de sus grandes
intérpretes (Fredric Jameson) llamó a Philip K. Dick el “Shakespeare de la ciencia-ficción”, pero irónicamente sus
argumentos lo aproximan más a Calderón o a Borges, maestros barrocos de la irrealidad
espectacular y la ilusión conceptual. El motivo de que las novelas y relatos de
PKD sigan fascinando, a pesar de su estilo descuidado y su desmañada
(de)construcción genérica, radica en que cada obra suya, incluso las más
fallida o reiterativa, obliga al lector desprejuiciado a hacerse la gran
pregunta filosófica: ¿Qué es la realidad? ¿Cuánto hay de real en la realidad?...Mientras se intoxicaba progresivamente con la droga
mental segregada por su cerebro sobreexcitado, PKD iba trazando un
mapa de lo real donde el lector podía reconocer cómo el mapa iba
conformando el territorio hasta fundirse o confundirse finalmente con él. No es
extraño, por tanto, que en sus últimos años PKD acabara metamorfoseado en uno
de sus esquizofrénicos personajes, tratando de fugarse del mundo real a un
mundo alternativo de fantasías religiosas (El efecto Dick)…
[Philip K. Dick, La
invasión divina, Minotauro, trad.: Albert Solé, 2013, págs. 254]
La literatura no puede ser solo literatura. Si la
literatura no va más allá de sí misma, si no excede sus medios y sus fines, no
merece el tiempo que le dedicamos. La literatura participa, en cierto modo, de
una búsqueda espiritual y aspira a una forma genuina de conocimiento que no
deben nada ni a la filosofía ni a las religiones oficiales ni a las creencias
folclóricas. La iluminación profana que produce la literatura adopta múltiples rostros,
perspectivas plurales, desde Dante y Rabelais hasta Borges, Lezama o Broch.
Pero también formatos menos canónicos, como el horror (Lovecraft, Ligotti) o la
ciencia ficción. En esta última facción, más popular y tecnológica, de la
gnosis literaria, uno de los líderes supremos es Philip K. Dick.
La
invasión divina
es la segunda entrega de la “Trilogía Valis”, donde Dick se planteó revisar en
clave de ficción científica las cuestiones trascendentales de la historia, la
política y la espiritualidad humanas. Así como Nietzsche sucumbió a la locura para
consumar el sino de su filosofía, Dick llevó al límite la experiencia mental de
la contracultura (paranoia socio-política, videncia lisérgica, espiritualidad
difusa, etc.) para poder alcanzar un nivel de comprensión de la realidad como
el demostrado en esta trilogía decisiva escrita en sus años finales. Todo
comienza del modo más trivial, después de una década de vida inestable y cierta
fatiga respecto de las posibilidades de la ficción. La sensación de que
escribir no sirve para nada y de que por más que el escritor se empeñe en
atacarlos los poderes que mantienen este mundo bajo su control siguen intactos.
El 19 de febrero de 1974, tras la extracción de
la muela del juicio, Dick padece una neuralgia aguda. Su mujer Tessa llama a
una farmacia que sirve a domicilio solicitando un analgésico. Al abrir la
puerta, Dick se encuentra con que la chica que le trae el fármaco lenitivo lleva
al cuello el colgante de un pez metálico. Dick le pregunta por el motivo del
accesorio y ella le contesta que es el símbolo de los primeros cristianos. En
ese momento crucial, sus veintidós años de escritor de ficciones con mundos
alternativos, tiempos dislocados, viajes entre distintos planos y dimensiones de
la realidad, conspiraciones virtuales, juegos interplanetarios y demás temas de
su literatura imaginativa cristalizan en una revelación privada. No está
viviendo en la siniestra América de Nixon sino en la Roma de Nerón. La historia
se detuvo alrededor del año 70 a. C. y persiste, desde entonces, la misma
dictadura disimulada (el “Imperio”, como lo denomina Dick en las notas de la Exégesis) que impone su dominio totalitario
sobre la realidad a través de espectaculares mecanismos de ilusión cognitiva
que engañan a los humanos.
A partir de ese día un ente llamado Tomás, como
el doble gnóstico de Jesucristo, le habla desde el hemisferio derecho del
cerebro y recibe por la radio misteriosos mensajes personales. Uno de esos
mensajes encriptados, por cierto, le permitirá salvar la vida de su hijo,
adivinando el mal inguinal que la amenazaba. El 8 de agosto de ese mismo año,
la fecha en que Nixon se ve forzado a dimitir por el escándalo “Watergate”,
todo cesa de repente. La voz de Tomás desaparece de su cabeza y los crípticos mensajes
también. Dick entiende que es tiempo de ponerse a escribir ficciones que
revelen la existencia de un vasto sistema de inteligencia viva (VALIS) que
sirve, como generador de espejismos y trampantojos, para preservar el engaño metafísico
de que el mundo visible es real y no un vistoso holograma.
La
invasión divina
es, de las tres novelas principales del ciclo, la más filosófica y teológica. En su compleja
trama, Dick escenifica la segunda venida del Mesías a una tierra tenebrosa y
opresiva gobernada por un régimen policial producto de una confabulación política
entre la iglesia cristiano-islámica y el partido comunista. Yahvé, exiliado en
un planeta remoto, vuelve a encarnarse en una virgen enfermiza (Rybys) y a
encomendarle su cuidado a un padre putativo (Herb) y a un avatar del profeta
Elías. Nada ocurre, sin embargo, conforme a los rigurosos planes de la
Providencia y el Mesías extraterrestre recibirá, para vencer al mal, una
educación mística de signo solar guiado por Zina, una heterodoxa María
Magdalena (la “Shekhina” de los cabalistas, o el lado femenino de Dios). El
nuevo evangelio del amor terrestre escrito por un visionario gnóstico y pop.
Posdata:
A la trilogía inicial (Valis, La invasión divina y La transmigración de Timothy Archer)
podrían sumarse otras novelas póstumas (en especial la sorprendente Radio Libre Albemut) para ampliar el
ciclo fundamental de las “novelas religiosas”, como las denomina, con desprecio inexplicable, un
fan de Dick de la talla intelectual de Fredric Jameson. Por ceguera ideológica,
Jameson ha sido incapaz de comprender la coherencia temática del corpus
dickiano hasta el final y cómo estas novelas tardías no lo
degradan, como piensa Jameson, sino que lo consuman, llevándolo hasta la construcción de una nueva
mitología cósmica para la era tecnológico-publicitaria del capitalismo triunfante. A fin de realizar
este ambicioso proyecto de transvaloración moral era necesario, entre otras muchas cosas,
tomar en préstamo paródico, como ya hiciera Nietzsche antes que Dick, el lenguaje,
las ideas y las imágenes y metáforas de todas las ortodoxias y heterodoxias monoteístas de
la historia...