jueves, 27 de febrero de 2014

EL EXPERIMENTO SAUNDERS


¿Tiene sentido escribir relatos en nuestro tiempo? Y, sobre todo, ¿para qué leerlos? Estas preguntas inútiles solo indican una verdad relativa. Una verdad que deja de serlo en cuanto aparece un autor como George Saunders y sus cuatro libros de relatos, preparados para demoler cualquier prejuicio sobre la validez contemporánea del género breve: Guerracivilandia en ruinas (1996), Pastoralia (2000), In a Persuasión Nation (2006, inédito en español) y este deslumbrante Diez de diciembre (Ediciones Alfabia, trad.: Ben Clark), candidato al premio literario norteamericano más importante en 2013.
Más allá de que Saunders pueda ser considerado autor de algunos de los textos más originales de la literatura reciente, me gustaría subrayar el insólito grado de consenso admirativo que su talento ha generado entre colegas de estéticas bastante disímiles, desde David Foster Wallace, Jonathan Franzen o Zadie Smith hasta Tobías Wolff, Lorrie Moore o Junot Díaz. Este último, en particular, acuñó el concepto que mejor permite entender lo que significa el “experimento Saunders” como experiencia de lectura durante la cual uno entra en contacto directo con “los absurdos y deshumanizados parámetros de nuestra cultura actual capitalista” y, al mismo tiempo, con una mirada compasiva hacia las aberraciones morales o mentales padecidas por los humanos en una América (presente o futura) dominada por el cálculo egoísta, la simulación sistémica, el aislamiento autista y la supervivencia a cualquier precio.
El nuevo realismo de Saunders recicla los detritos de una realidad devastada y los transforma en fragmentos dotados de un estrambótico sentido existencial y una reinterpretación patológica de la vida humana y sus mutaciones bajo circunstancias hostiles. Saunders es ese escritor inteligente que ha sabido fundir en su escritura el sórdido conocimiento de la minucia cotidiana y la sensibilidad social de Carver con la aguda sabiduría lingüística, cultural y tecnológica de Barthelme o Pynchon. No importa, por tanto, si las historias extrapolan motivos de la ciencia ficción, la crónica costumbrista, la fantasía individual o el relato psicológico. El gran triunfo literario de este libro es, en suma, el de la dicción sobre la ficción, es decir, el triunfo narrativo de la voz (o las voces) sobre las historias, los personajes y las situaciones. En cada una de las diez piezas del volumen, el estilo expresivo y la perspectiva personificada son los vectores primordiales del descubrimiento de lo real en toda su abrumadora complejidad. No todos los relatos tienen el mismo nivel, pero cinco de ellos son antológicos.
El quinteto magistral lo conforman: “Vuelta de honor”, virtuoso trenzado del trío de narradores implicado en el intento fallido de secuestro y violación de una menor; “Escapar de La Cabeza de Araña”, una críptica alegoría sobre el arte narrativo de Saunders, donde un asesino recluido en un laboratorio experimental cuenta sus experiencias inducidas con diversos fármacos emocionales antes de suicidarse para salvar a otra reclusa y asumir post-mortem una perspectiva de observador distante de la patética vida de los otros; “Los diarios de las Chicas Sémplica”, los alucinantes desvelos de un padre de clase media suburbana por hacer felices a los miembros de su familia por cualquier vía, incluida la adquisición de chicas tercermundistas para decorar su mediocre jardín; “A casa”, el depresivo regreso de un condecorado veterano de guerra a un hogar desmantelado donde su esposa está casada con otro y su madre sobrevive al límite del desahucio y la miseria; y, finalmente, “Diez de diciembre”, escalofriante diálogo entre las conciencias alteradas de un adulto enfermo de cáncer que planea suicidarse y un niño de mente excéntrica.
Como predijo Pynchon: Saunders sabe contarnos “las historias que necesitamos para entender el tiempo en que vivimos”.

lunes, 24 de febrero de 2014

TOM WOLFE EN EL CENTRO DEL MUNDO

 
En el capítulo cuarto de La hoguera de las vanidades, la primera y exitosa novela de TomWolfe, el protagonista atraviesa el puente Triborough montado en su flamante deportivo junto con su amante no menos flamante y tiene una epifanía de triunfador contemplando la escarpada silueta de los rascacielos de Nueva York: “Allí estaba la ciudad que en el siglo XX desempeñaba la función de la antigua Roma, de París, de Londres, la ciudad de la ambición, la densa roca magnética, el destino irresistible de todos cuantos estaban empeñados en vivir en el lugar donde ocurría todo”.
Al leer cuarenta y cinco años después estas espléndidas crónicas (La banda de la casa de la bomba, Anagrama, trad.: J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez, 2013) sobre la era americana del pop y sus aledaños británicos, uno tiene la sensación de que detrás de esas extáticas palabras se oculta el deseo largamente reprimido del novelista por la metrópolis que para él mejor representaría la experiencia de estar vivo a fines del siglo veinte. El lugar donde pasan las cosas importantes, la urbe donde todo ocurre, ese es el país de las maravillas donde Wolfe se encuentra a sus anchas como reportero impertinente y narrador mordaz. “¡El centro del mundo!”, como denomina con ironía a la gigantesca mansión y la imponente cama giratoria en que vive refugiado Hugh Hefner, fundador del emporio Play-Boy, monarca porno de la sociedad de consumo y figura carismática de la fauna americana de aquel excitante período sobre el que Wolfe se explaya con visible deleite.
Ataviado como un dandy estrafalario y armado con un insolente ingenio visual para los detalles reveladores, Wolfe se lanza a un safari informativo por ese territorio excéntrico en pos de todos los especímenes que han puesto su vida al servicio del placer, la libertad y la novedad generando una suerte de utopía instintiva, cultural o contracultural, según los casos, donde quedan abolidas las viejas jerarquías y los viejos prejuicios. El catálogo es ilustrativo: los surferos californianos y su mística marina, los moteros melenudos y su mitología desmelenada de la velocidad, los artilugios del donjuanesco millonario Hefner, la fabulosa fotogenia de Natalie Wood, las fascinantes teorías de McLuhan sobre los medios de comunicación y sus corrosivos efectos sobre la vida privada y la cultura libresca, los mundanos coleccionistas del arte Pop como signo de ascenso social, los trucados y hermosos pechos de la stripper Carol Doda, los espejismos sexuales del Swinging London, etc.
            La estrategia de Wolfe en la presentación de sus historias es inteligente. Si en primer plano se dedica a describir, con pirotécnico despliegue de recursos retóricos y juegos verbales, el carnaval de máscaras fellinianas de una América entregada a un radical cambio de imagen, en el trasfondo sabe deslizar una interpretación sociológica, histórica, mediática y antropológica de las mutaciones acaecidas. Así, tras el ilusorio festival dionisíaco de los sesenta, Wolfe percibe los peligros de la masificación y el espectro de la decadencia moral, la frivolidad elitista más vulgar y los consuelos domésticos y electrodomésticos de la “clase media lumpen” (sic), los subproductos artísticos del mal gusto comercial, el anhelo de experiencias primitivas y la liquidación de valores de una época de transición.
            Cualquier lector de Wolfe reconocerá aquí la médula paradójica de su actitud ante el mundo, tan deseosa de explotar la energía polémica de los cambios generacionales, sociales y culturales como hipersensible a todo lo que en ellos delata nuevas formas de servidumbre, idolatría o necedad. A diferencia de otros observadores más despegados o pesimistas, Wolfe tiene la honestidad de reconocer con su prosa exuberante los múltiples estímulos de un mundo que vive bajo el mandato de gozar al límite, ya sea de los privilegios de la edad, la tecnología o el dinero.

martes, 18 de febrero de 2014

¿QUIÉN TEME A TOM WOLFE?


[Tom Wolfe, Bloody Miami, Anagrama, trad.: Benito Gómez Ibáñez, 2013, págs. 619]

A veces la grandeza está en el intento. Y la grandeza del intento de Tom Wolfe, novela tras novela, es de una coherencia admirable, pese a los críticos puritanos que le reprochan sus excesos. Wolfe es mucho más que un reportero mordaz de las vibrantes mutaciones de la vida americana. Como gran experto en crónicas estupefacientes, Wolfe siempre ha escrito viajes alucinantes al corazón de las apariencias, a través de un estilo estimulado y estimulante, una suerte de narcótico verbal que percibe la realidad deformada para enaltecer su atractivo y fascinación epidérmica y ostentar la condición pretenciosa y vulgar de cualquier circunstancia humana.
Libro tras libro, Wolfe se burla de los críticos pesados que venden su pobre alma por un trozo de prosa esculpida e inerte como el mármol y que posea, además, la belleza del ideal estético y el temblor irrepetible de la vida. Wolfe sabe que vocifera con la prosa y ofusca al lector con su visión desaforada de la realidad. En sus tratos con lo real, Wolfe no aspira a la asepsia del eunuco, ni a la pureza del ideólogo ni a la objetividad del científico, sino a la promiscuidad y la singularidad del novelista proxeneta. Eso lo convierte en uno de los observadores más irreverentes e incisivos que puedan enfocar su mirada, década tras década, sobre la espectacular decadencia del mundo americano. Como periodista polémico, hay algo sobre lo que Wolfe no se engaña. En un país donde el sensacionalismo mediático es la norma, la literatura necesita gritar para hacerse oír, forzar la descripción hasta el exceso caricaturesco, imponer la exageración y la crispación satírica como marcas de realismo extremo. Sonará histérica y chirriante en algunos oídos delicados, pero su melodía prosaica reproduce, mediante el estilo indirecto libre que maneja con magistral desenvoltura, tanto la realidad sociológica constatable como las versiones grotescas de la realidad construidas por los medios dominantes.
El esquema narrativo de Bloody Miami parecería calcado de su obra más famosa (La hoguera de las vanidades), si no fueran tan diferentes las emanaciones urbanas respectivas del Nueva York de los ochenta y la Miami del siglo veintiuno. Wolfe es ese novelista inteligente que sabe que la verdad oficial es un puñado de tópicos reiterados hasta adherirse al tejido mismo de la realidad. Así, la saturación informativa padecida durante la escritura de esta ambiciosa novela, guiado por el hambre de realidad que es, según Wolfe, el instinto animal del novelista genuino, le ha permitido plasmar una jugosa visión del Miami contemporáneo tan reconocible como sorprendente. Una novela que comienza con la transformación cómica de los problemas de aparcamiento del director del principal periódico anglo de Miami (un doble apenas camuflado del autor) en un choque étnico y cultural con el mundo latino ya avisa sobre su curioso método de composición: una técnica fundada en transmutar, por medio del lenguaje vivaz y el humor situacional, lo trivial y obvio en insólito y revelador.
A partir de aquí, como manipulador de las pasiones y obsesiones de sus marionetas, el viejo zorro de Richmond pone patas arriba la corrupta y presuntuosa realidad de Miami, clase a clase, gremio a gremio, institución por institución, barrio a barrio, etnia por etnia, hasta consumar en un desenlace precoz la novelesca redención de su héroe masculino, el poli cubano Néstor Camacho, denigrado por su comunidad, traicionado por su novia (la rumbosa y risible Magdalena) y amado con inocencia por la haitiana criolla Ghislaine.
Si no supiera que la ironía es el arma de doble filo que Wolfe oculta bajo el noble manto del narrador realista, el lector podría pensar que el acierto de esta estupenda novela, tan mal entendida en su país, consiste en haber reciclado para el nuevo siglo, con infinita retranca, los antiguos presupuestos de la novela helenística: el desapego individual respecto de cualquier vínculo comunitario y el triunfo final del amor sobre todos los obstáculos.

viernes, 14 de febrero de 2014

BATALLAS DE AMOR


[Esta tarde estaré presentando en París la traducción francesa de mi novela Karnaval en la librería le Comptoir des Mots (239 rue des Pyrénées) a partir de las 20 horas, pero no quiero desaprovechar la ocasión de estar en París (la ciudad donde, según el gran Billy Wilder, "todos lo hacen") sin rendir homenaje, como tantas otras veces, al amor y a algunos avatares literarios del amor...] 
 
"No hay Eros sin una fisiología del amor, ni poética de los sentimientos sin una teoría de las posibilidades del cuerpo."

-Michel Onfray-

El venerado Valentín, mártir romano amigo de las parejas y los matrimonios, según la leyenda cristiana, abonó con su sangre virginal el ingenioso palíndromo AMOR ROMA para corroborar que el sentimiento amoroso es un asunto antiguo y complicado. Platón le consagró uno de sus más famosos Diálogos: la pluralidad de versiones vertidas por los invitados durante el alegre “simposio” o “banquete” da cuenta de la diferencia esencial entre quienes hacen del amor un pretexto para enfangarse en la vida terrenal y su seductor catálogo de tentaciones, y quienes lo subliman sin gustarlo para escapar de este mundo de corrupción y miseria.
 
Como deidad mundana, Eros tiende a favorecer hasta lo ilimitado esa atracción tumultuosa entre individuos, de sexo contrario o igual. Todas las culturas han tratado, de un modo u otro, de apoderarse para sus fines de ese poder desbocado, esa energía de fusión improductiva, ese derroche incontenible de fluidos, esa efusión hormonal, imponiendo reglas al juego amoroso con intención de controlarlo sin anularlo. De todas las artes, la literatura proporciona la más jugosa documentación, tan equívoca como su volátil objeto de representación, sobre su infalible acción venérea, a la que nadie, ni mortal ni inmortal, nacido de mujer o de diosa, permanece inmune o indiferente. Entre la poesía elegíaca y la prosa pagana y libertina, ahí está el amor con toda su fuerza genesíaca.

El amor es, en efecto, una pasión literaria (“con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”, como dice Borges), una florida retórica del apareamiento y el desfloramiento que cambia con los tiempos y las modas, un modo verbal de expresar la obcecación de la carne por entrar en contacto con otra carne también a través del verbo. Así sucede en el episodio adúltero de Paolo y Francesca en la Divina Comedia de Dante, ese mamotreto teocrático, donde el acto hedónico de la lectura incita a la literalización voluptuosa del amor. Los mismos labios que declinan las palabras más emotivas se turban con ellas, pasando en un instante de la pasividad lectora a la agitación pasional del lecho. “Me besó la boca temblando y ya no pudimos leer más”, confiesa a un Dante conmovido por su historia traumática una Francesca condenada al infierno por infiel.

No se puede negar que hay algo de inconveniente y transgresor en toda forma de amor, según los códigos vigentes en cada época, desde los tiempos en que Safo, poeta de Lesbos, se erigía en la voz femenina de la antigüedad, una dicción bisexual que ha llegado mutilada hasta nosotros por el celo vengativo de los puritanos, hasta esta era de amores líquidos y porno expandido, donde la promiscuidad y el desmadre combaten como siempre con los celos patológicos y la posesión exclusiva, como expresa Catherine Millet en su último libro, pero también con el deseo de permanencia, contra lo efímero del contacto.

“Lo que hay de intolerable en el amor es que se trata de un crimen que uno no puede cometer sin un cómplice”, declaraba asqueado el impotente Baudelaire para denunciar todos los crímenes infames que otros (comenzando por su amada, la mulata Jeanne Duval) cometían en nombre del amor. La condición reversible y enrevesada de este sentimiento ambiguo enfurecía al autor de Las flores del mal, esa infecciosa colección de versos venéreos. La amoralidad del amor consiste, pues, ahora y siempre, en “ese materialismo absoluto” que no dista mucho del “más puro idealismo”, como escribió con estupor en “La Fanfarlo”, el idilio imposible entre un esteta fanático y una fascinante bailarina de insufrible vulgaridad. De esta visión decadente y feroz del amor tomaría buena nota su colega espiritual Barbey D´Aurevilly al concebir “La felicidad en el crimen”, un relato diabólico (incluido, precisamente, en la colección Las diabólicas) donde el amor ilícito se consagra como instinto animal de los corazones más fieros.

“Hay algo vulgar en el amor, sin siquiera señalar al sexo”, escribió Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto, una novela que es el equivalente en el siglo XX a lo que significaron en su tiempo El arte de amar de Ovidio, un manual de seducción para jóvenes romanos, o el medieval Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita: celebración masculina del gusto predominante por las mujeres, la ritualización erótica de los encuentros y las relaciones posibles, la fundación, en suma, de un modelo lúdico de comunicación carnal entre los sexos, de abolición placentera de esa distancia o división original, ese mal irremediable de ser dos.

Y es que el amor se hace y, por desgracia, se deshace. Mientras la poesía lírica ha expresado siempre el anhelo o el júbilo de la posesión y la melancolía de la pérdida, el campo de exploración de la novela ha sido más vasto y desmitificador, abarcando todos los aspectos, aun los menos confesables, de la experiencia amorosa. Así fue desde el principio, con la “odisea” erótica de un héroe que para regresar con su mujer deberá conocer y reconocer, tras muchos lances, la deliciosa diversidad de lo femenino; o con el primer “idilio” de la historia, ambientado en Lesbos, donde los pastores Daphnis y Cloé engendraron con sus amores sensuales un nuevo género narrativo de sugestiva descendencia.

Algunos novelistas ingleses del dieciocho, como Richardson, lo desvirtuaron al practicar un erotismo puramente contractual, transformando los prolegómenos del amor, los escarceos prematrimoniales, con su picardía moral y su conducta gazmoña, en el motivo dominante de sus hoy risibles novelas (menos mal que el gran Fielding parodió estas ficciones de alcoba, sacándoles las vergüenzas). En Jane Austen, tanto en su vida virtuosa como en sus delicadas ficciones, el amor está siempre al borde del matrimonio, en ese límite impuesto por la decencia entre la ensoñación romántica y el pragmatismo conyugal.

Es en la novela francesa, sin embargo, donde se muestra con mayor lucidez el conflicto entre el amor y el libertinaje, tanto en Sade, paroxismo cáustico del segundo, como en Las relaciones peligrosas de Laclos. En la endemoniada trama epistolar de ésta, el triunfo del amor pasional sobre su antagonista aristocrático prefigura también el éxito histórico de una clase burguesa emergente sobre otra decadente, con lo que el amor se convierte en un ideario sentimental monógamo ligado también a una nueva forma de organización social surgida después de todas las revoluciones, incluida la industrial. Sin olvidar las estrategias del amor como medio de prosperar en sociedad, como en El rojo y el negro de Stendhal, o los amoríos como evasión de un orden social asfixiante, como en Madame Bovary, lectora vocacional y adúltera trágica como Francesca. Es en Proust y en su búsqueda del "tiempo perdido" en los salones y los dormitorios donde se consuma, entre otras cosas más procaces, esta conjunción del deseo subjetivo y la barrera social a través de la paranoia de los celos, la degradación pasional y la posesión obsesiva del objeto amado, ya sea la indigna Odette o la fugitiva Albertine.

En Michel Houellebecq, en cambio, avatar terminal de esta tradición novelesca, sobre todo en Plataforma y La posibilidad de una isla, hallamos la crudeza obscena, la perplejidad moral y la viscosa pornografía del freudiano principio de realidad propias de una cultura que encaja con dificultad los nuevos postulados de la biología neodarwinista. El grado cero del deseo: la noción de que los genes gobiernan nuestros deseos y apetitos, como ciertos políticos, con el único fin de perpetuarse en el poder.

lunes, 10 de febrero de 2014

LA DUDOSA REVOLUCIÓN DEL ROCK


 
I don't take it seriously, but being called a 'bad citizen' is a compliment to a novelist, at least to my mind. That's exactly what we ought to do. We ought to be bad citizens. We ought to, in the sense that we're writing against what power represents, and often what government represents, and what the corporation dictates, and what consumer consciousness has come to mean. In that sense, if we're bad citizens, we're doing our job. 

{Don DeLillo, La calle Great Jones, Seix-Barral, trad.: Javier Calvo, 2013 (1973), págs. 295} 

Este libro habla del fin de una cultura. Con más exactitud, este es un libro sobre la decadencia de la contracultura. No sobre su final, exactamente, sino sobre el momento en que la contracultura se disolvió en la cultura del consumo como una aspirina efervescente en un vaso de agua del grifo. Ese momento crítico en que el rock y la revolución del rock y la dudosa poesía del rock y demás efectos especiales de la contracultura lisérgica se transformaron, por obra y gracia de los mercaderes, en una gigantesca impostura, un tinglado espectacular consagrado al servicio del dinero, el lujo y la riqueza de una minoría y a la explotación de la credulidad y el tedio de la mayoría.
Una impostura dionisíaca, eso es el rock desde hace al menos cuatro décadas y quizá lo era ya desde el principio: un escenario tragicómico donde una banda de actores estrafalarios cobra sumas millonarias por liberar abundantes cantidades de energía cinética y libidinal para que los jóvenes de cada generación abandonen sus sueños más exaltados y sus deseos revolucionarios en nombre de una utopía simulada. Para eso sirve el rock en las sociedades capitalistas, como purga romántica de las tensiones sociales y políticas. Así lo muestra esta lúcida novela de uno de los más grandes novelistas actuales, a quien, sin embargo, nunca darán el premio Nobel. Ningún escritor que desnude la farsa programada y el simulacro endémico que representa la cultura oficial podría ganar nunca tal galardón.
La calle Great Jones se ambienta en ese período crucial de la historia de la cultura popular que abarcan, como hitos ineludibles, películas como Performance, de Nicolas Roeg, que prefigura la perspectiva irónica de DeLillo, y El fantasma del Paraíso, gran sátira carnavalesca de Brian de Palma que escenifica el final apoteósico de la vida alternativa cifrada en los aullidos desesperados y guitarreos estridentes del rock. Cuando el cantante Bucky Wunderlick, líder de una banda de éxito masivo, decide abandonarla para enclaustrarse como un monje desarrapado en un sórdido apartamento de una calle desahuciada del submundo neoyorquino apenas imagina la aventura mental que está a punto de vivir. El fantasmagórico viaje de una conciencia alterada hasta sus fundamentos más preciosos por la paranoia de las relaciones de poder y la esquizofrenia de las percepciones y sensaciones del mundo real. En torno a su figura decaída orbitará un elenco de personajes estrambóticos, desde rapaces productores musicales con intereses en el negocio inmobiliario y el narcotráfico a sectas utópicas de credo nihilista, o gánsteres filósofos al estilo de Beckett o Pinter y no de los clichés mafiosos de Coppola o Scorsese.
En una de sus primeras tentativas de crear una narración totalizadora de su tiempo desquiciado, DeLillo logra una paradójica alegoría del mundo por venir. Un mundo estancado entre la repetición estéril de los gestos del pasado, la parodia de sus modelos y el círculo vicioso de sus ideales degradados, y el extremismo de toda forma de explotación. La droga experimental que acaba impregnando de misterio los hilos de la trama, como un objeto no identificado, expresaría el deseo terminal de una cultura, hastiada de sí misma, que mistifica su desaparición tomándola por un nuevo comienzo. En realidad, la salvación de Bucky pasa por el consumo de la poderosa droga que le permite regresar a un estado de vida latente que su música perseguía como una ilusión de inocencia anterior al lenguaje. La escritura de la novela, esta novela en primera persona sobre su alucinante travesía temporal, termina dándole la oportunidad de hallar una cierta salud mental a través de las palabras.