miércoles, 20 de marzo de 2013

EL DISCURSO DEL COBARDE

La guerra de Irak comenzó el 20 de marzo de 2003 y para los iraquíes no acabará nunca. Para los americanos no sé bien si acabará alguna vez, aunque dado el número de bajas y de mutilados es evidente que dejará secuelas por muchas generaciones. Esta es la historia de un soldadito yanqui (Kevin Powers) que fue a la guerra para probar su hombría frente a los que lo consideraban un afeminado por su gusto por la literatura. Para demostrar su virilidad normativa hizo la guerra, no el amor con una mujer, o con varias, ironías del destino, y escribió una estupenda novela (Los pájaros amarillos, Sexto Piso) que casi le valió el National Books Award. Quizá fue a la guerra para probarse como novelista y no solo como hombre. Qué más da. Para un escritor genuino todo es válido, hasta prostituirse sirviendo intereses espurios y defendiendo signos infames, ya sean banderas, patrias o ideologías (el gran Céline puso el listón muy alto en esto como en tantas otras cosas). Después del Vietnam de Tim O´Brien y Michael Herr, el Irak de Powers constituye una lección de valentía, honestidad y riesgo en estos tiempos de medianía y cursilería biempensante. Ni pacifista, ni belicista, sino todo lo contrario (y lo contrario de lo contrario). No es Redacted, le faltan provocación e insolencia para serlo, pero su espíritu al menos no será considerado cómplice o simpatizante en los siniestros despachos del Pentágono. Ya eso solo representa una victoria moral sobre la barbarie.

 
La guerra y la literatura tienen una conexión visceral. Homero abrazó la causa de los perdedores troyanos en contra de sus compatriotas. El poeta yámbico Arquíloco cantó las virtudes de la deserción en la batalla. Muchos siglos después, Céline la describió como un carnaval demente, donde todas las categorías y los juicios morales se confunden y la lógica racional de lo motivos se transforma en aberración criminal. Hemingway elogió el valor viril del combatiente y Claude Simon la animalidad profunda que la nutre como negación de sus valores declarados. En la historia mundial de la literatura hay tantas versiones de la guerra como guerras en la historia del mundo. La temática bélica constituye un excepcionl campo de exploración creativa para poner a prueba las definiciones morales de lo humano y los valores dudosos de la civilización.
La guerra de Irak fue una guerra anómala no solo por la sinrazón económica de sus motivaciones, o la crueldad y brutalidad de los ocupantes, demostrando que la innovación en el negocio de la barbarie es siempre posible. Además puso en contacto al imperio militar más importante de la historia con un territorio que fue la cuna de la cultura. Este cortocircuito entre la alta tecnología destructiva y el suelo del antiguo imperio donde nació la escritura ya predispone a novelar sin hipocresía.
Al acabar esta magnífica novela de Kevin Powers, me acuerdo del polémico estreno de Redacted, la escandalosa película de Brian de Palma que muchos odiaron en Estados Unidos y no solo la Fox News y sus adláteres republicanos (viví en directo su estreno en salas y puedo contar detalles vergonzantes de su recepción nacional). Era evidente que la sociedad norteamericana no estaba preparada en 2007 para asumir esta visión intransigente del conflicto. Cinco años después, con la guerra iraquí eclipsada en la conciencia pública por la crisis económica, otra guerra desplazada de contexto, Powers ha conseguido que su novela reciba todos los elogios y los aplausos de la crítica y de una parte significativa de los lectores.
El acierto de Powers al poner en escena su pequeña historia personal se cifra en dos recursos retóricos: primero, un lenguaje poético de brillante musicalidad que sublima de inmediato con metáforas e imágenes los aspectos más crudos de la espantosa realidad de la guerra; y, segundo, una disposición inteligente del material narrativo, orientada a producir tensión y suspense en el relato en primera persona de lo acaecido en Al Tafar un siniestro día de octubre de 2004. Sobreponiéndose a su conocimiento íntimo de la violencia, Powers construye una trama simétrica mediante hábiles contrapuntos entre los cinco capítulos correspondientes al episodio traumático (septiembre-octubre de 2004), un único capítulo referido a los prolegómenos del alistamiento y el entrenamiento (diciembre de 2003) y otros cinco sobre las postrimerías del hecho (marzo-noviembre de 2005 y abril de 2009).
La cualidad estética del discurso cobra un valor añadido en la ficción. Las razones por las que el narrador John Bartle (trasunto posible del Bartleby melvilleano) se alistó en el ejército con 21 años fue para demostrarse que no era un cobarde ni un maricón, como creían sus groseros paisanos por su rara afición a la literatura. A través de su experiencia terrible en Irak y, en especial, de las horribles circunstancias de la muerte de Murphy, su amigo y protegido de 18 años, Bartle asumirá, tras pasar una temporada en la cárcel y volverse un extranjero para los suyos, el valor ético de la cobardía del escritor frente a la falsedad de los valores comunitarios que sostienen sus semejantes para justificar las masacres y las carnicerías.
En definitiva, Los pájaros amarillos no es tanto una novela más contra la guerra como una vindicación de la literatura como arma moral de los cobardes para desnudar la impostura criminal del poder militar, la propaganda patriotera y los mitos belicistas. 

jueves, 14 de marzo de 2013

EL FIN DEL MUNDO NO HA TENIDO LUGAR


Es irónico que los mayas, incapaces de prever su propia desaparición en la historia, gastaran a la humanidad una broma sobre el final programado del planeta, un pronóstico destinado a otras civilizaciones futuras donde no acertaron a descifrar el mensaje que les concernía directamente. Es así que muchos desengañados del presente anhelaban el desastre, y esta actitud resignada quizá exprese una esperanza perversa, una preferencia negativa por la destrucción de lo existente antes que la afirmación de un deseo de cambio. Como señala Slavoj Žižek, lo paradójico de nuestro mundo capitalista es que nos cuesta menos fantasear con su terminación espectacular que imaginar una alternativa a su cínico sistema de organización.
Es en el núcleo duro de esa paradoja actual donde penetra este ambicioso tratado de Žižek (Viviendo en el final de los tiempos, Akal, 2012), como una aguja en un tumor maligno, tomando muestras celulares para establecer un diagnóstico riguroso y un remedio intelectual al malestar vigente en un mundo cuyo final ocurrirá primero como farsa y luego ya, cuando sea irreparable, como tragedia. Partiendo de la premisa de que el apocalipsis inminente no lo ocasionará ninguna revolución política sino la catastrófica persistencia del sistema capitalista global, abocado a consumirse como el imperio maya, Žižek estructura el libro en cinco partes, como fases de un psicoanálisis de la creciente ofuscación colectiva.
Para empezar la sesión, Žižek emprende un estudio sarcástico de las fantasías cinematográficas y políticas que sostienen la “denegación” dolorosa del mal. Al examinar después la “ira”, como respuesta social indignada, detecta en ella el fenómeno de la regresión a los presupuestos del fundamentalismo religioso como ideario sucedáneo de salvación. La “negociación” posterior supone el momento en que las poblaciones terminan por asumir los imperativos dictados por los poderes sobre la necesidad de sacrificar sus expectativas y deseos en nombre de valores económicos ininteligibles. A esto sigue la “depresión” causada por esa claudicación forzosa, con secuelas patológicas que benefician al sistema y debilitan aún más a los ciudadanos. Finalmente, la “aceptación” íntima del malestar puede a veces significar una cierta liberación y la emergencia de formas de relación entre los excluidos del juego donde se diseñe una tentativa de utopía.
Apelando a la disputada autoridad de Hegel, Marx, Lenin o Mao, pero también de San Pablo, Žižek propone un programa que pasa por la inteligencia dialéctica del mundo tanto como por renovar de raíz el ideal diferido de la revolución: “Nuestra lucha no es contra la corrupción actual de los individuos sino contra los que ostentan el poder en general, contra su autoridad, contra el orden global y las mistificaciones ideológicas que lo sostienen”. Y todo esto en un contexto político de opciones tan limitadas, como describe Žižek, donde el poder democrático se disputa entre tecnócratas de izquierda y de derecha, que solo pretenden una gestión neutra y eficaz del espacio público, y líderes populistas reaccionarios, que aportan el suplemento pasional que puede encandilar ocasionalmente a la masa descontenta.
En un mundo regido por los valores de la ciencia, es de especial relevancia el papel insurgente que Žižek le atribuye aún a la creación cultural. Si la ciencia supone por definición una deriva implacable hacia el conocimiento y la cultura representa una voluntad inconsciente de (auto)engaño, es tiempo de reclamar un intercambio de actitudes, de modo que el arte se vuelva desafiante en este período crítico de la historia y se atreva a mostrar ante los ojos del público la verdad intolerable de la situación y la ciencia asimile de una vez su complicidad servil con las ficciones y sueños del poder.

lunes, 11 de marzo de 2013

LA ERA ESTÉTICA


En una época convulsa y a la vez consensual como la nuestra es muy difícil comprender la importancia del arte y aún más de la estética. Es muy difícil convencer a una población castigada por el desempleo de que el arte se relaciona con la falta de ocupación, el tiempo inútil o desperdiciado no en la búsqueda desesperada de trabajo y dinero sino en la tarea improductiva de la contemplación y el desarrollo de las facultades sensoriales menos valoradas en el mercado laboral.
Como sugiere este espléndido tratado (Jacques Rancière, El malestar en la estética, Clave Intelectual, 2012), el descrédito de la estética lo causa, de un lado, el desprecio por la acción ineficaz, por aquella parte de la actividad humana ligada a la representación simbólica, y, de otro, la valoración capitalista de la actividad rentable, provechosa o lucrativa. No obstante, si algo se ha demostrado en las últimas décadas es que el mercado neoliberal puede conferir al arte un interés económico del que carecía en otros tiempos. De ese modo, el desprestigio actual de la estética es el programa compartido de dos facciones simétricas fácilmente identificables: los que defienden la politización militante de la producción artística, dentro o fuera de las instituciones que delimitan el espacio público de exposición, y los que privilegian el éxito financiero y la cotización comercial de obras y artistas como principales criterios de juicio estético.
 
Por fortuna, el mismo devenir del mundo se encarga de corregir estas posiciones demasiado dogmáticas o sesgadas. Como sostiene Rancière en la primera parte de este libro y confirma en la segunda al analizar las estéticas o inestéticas respectivas de pensadores de tanto fuste crítico como Alain Badiou y Jean-François Lyotard, la instalación de un “nuevo desorden” en la realidad favorece la conversión de la estética en forma suprema de pensamiento. La estética cuestionada por muchos no se ocupa, por tanto, de imponer falsas jerarquías ni de sancionar hegemonías del gusto, aun menos de marcar modas o tendencias entre el público consumidor, sino de acoplarse a la materialidad creativa de la experiencia artística, ya sea en la plástica, el cine o la literatura, con objeto de repensar las cuestiones fundamentales en un tiempo de grandes mutaciones culturales y desafíos éticos.
La paradoja conceptual de Rancière define el “régimen estético del arte” como dominio exclusivo donde el arte puede llegar a ser reconocido como tal al tiempo que se presenta como “cosa distinta” del arte, más allá o acá de la idea establecida de lo bello. Esto parecería un subterfugio intelectual para reinscribir en la estética una cierta influencia de la historia, el compromiso y la sociología, pero no es así. En realidad, la acertada estrategia de Rancière solo pretende sortear los escollos ideológicos que se interponen entre el arte y el pensamiento con el fin de restituir al primero la fuerza de transformación de la sensibilidad y la inteligencia que incorpora como promesa a menudo incumplida.
 
Como asegura Rancière, solo un arte contemporáneo, inseguro respecto de su función política y su ascendiente social, podría estar llamado a “una mayor intervención por el déficit mismo de la política propiamente dicha”. En suma, la estética del siglo veintiuno no propugna un arte solo para artistas, como Nietzsche, ni un arte liberador de la condición artística del individuo o la movilización revolucionaria de las masas, como las diversas vanguardias, sino un arte transfigurado para cada uno en experiencia política singular ante la ausencia de una auténtica política común.

lunes, 4 de marzo de 2013

MARX LOUNGE


A pesar de lo que digan sus enemigos, la izquierda, lo que se llama izquierda en términos coloquiales, no ha parado de pensar. Es más. Lo propio de la izquierda, desde sus orígenes, es pensar: practicar el pensamiento crítico contra un sistema de organización de la realidad que, desde el siglo diecinueve, no ha cesado de mutar, no ha cesado de crear las condiciones idóneas para realizar con mayor facilidad sus fines lucrativos. Así que el fallo de la izquierda no ha estado nunca en el pensamiento, en la elaboración de un discurso intelectual basado en el análisis del funcionamiento del capitalismo y su reflejo en la vida social y cultural. El único fallo histórico de cierta izquierda fue liderar una revolución fallida y ejercer un poder totalitario para imponerla a destiempo.
Después del colapso soviético, se dio por hecho con demasiada facilidad que la izquierda enmudecería y se conformaría, como ya estaba ocurriendo, con ostentar ocasionalmente el poder ejecutivo y parlamentario en democracias burguesas y capitalistas. Así pareció durante unos años, pero el cerebro de la izquierda más inteligente prosiguió su tarea de dilucidar los desmanes y disfunciones del orden económico y político establecido, aminorando quizá el enunciado de alternativas creíbles a la realidad del capitalismo tardío.
  
 
Como es evidente tras la lectura de este libro imprescindible (Pensar desde la izquierda, Errata Naturae) en estos tiempos de crisis programada, enfrente estaba la doctrina neoliberal, gestada mucho antes pero con influencia determinante a partir de los años ochenta, cuando Thatcher y Reagan  llegan al poder y forjan una alianza política de largo alcance. Desde entonces, ese pensamiento único, una praxis mercantil desaprensiva con un contenido ideológico solo orientado a fomentar esta, no ha hecho sino expandir su nocivo radio de influencia hasta imperar sobre la economía mundial. Eso que los expertos consultados denominan globalización.
Esta es la narrativa beligerante que sostienen los principales adalides de la izquierda intelectual en este período de grandes turbulencias y limitadas expectativas. En las posiciones más avanzadas de este movimiento heterogéneo y plural estaría el estratega revolucionario Zizek, por supuesto, con su valioso tratado político En defensa de las causas perdidas, y Jameson, con Valencias de la Dialéctica y sus análisis filosóficos y culturales del fenómeno de la globalización, en confabulación relativa con Negri y Hardt, los más utópicos, y su creencia en el poder insurgente y transformador de la multitud, o Badiou, defensor intransigente de un nuevo comunismo. Pero también agentes del conocimiento más sutil del nivel de Agamben y Rancière. Y en la trastienda el gran Debord, como un insidioso espectro infiltrado en la maquinaria espectacular. 
 
Toda la apuesta de estos pensadores consistiría en revertir las estrategias del análisis y la crítica de la realidad del capitalismo neoliberal en la creación de una alternativa real al poder hegemónico. Esa estrategia podría alegorizarse con las palabras de ese joven tunecino que, tras la rebelión que acabó con la tiranía en su país, exclamó: “Antes yo miraba la televisión, ahora es la televisión la que me mira a mí”. Como sabía Debord, la revolución es ese momento decisivo en que el espectador abandona la pasividad inducida y se vuelve actor de su destino. O como postula Zizek: “lo verdaderamente traumático es la libertad misma, el hecho de saber que la libertad es realmente posible”. Esto ya no es pensamiento crítico, ni ideas confusas de una izquierda radical. En las actuales circunstancias, eso se llama simplemente sentido común.

viernes, 1 de marzo de 2013

PREGUNTAS Y MÁS PREGUNTAS


 Se preguntará el lector si una obra tan ingeniosa como esta de Padgett Powell (El sentido interrogativo, Alpha Decay, trad.: Albert Fuentes), compuesta en exclusiva de interrogaciones formuladas por el autor a un destinatario indefinido, cuyo perfil podría corresponder a un hombre o una mujer, según los momentos, de raza blanca, nacionalidad americana y clase media, conforme al tenor de muchas de las preguntas, pero también de rasgos universales en una época de estandarización de las formas de vida y las mentalidades, es enteramente original o solo el penúltimo producto de una larga tradición literaria fundada en los juegos retóricos y la licencia combinatoria del lenguaje y los formatos narrativos.
Ese mismo lector podría preguntarse, en este sentido, si toda esta aventura intelectual no comenzó con Flaubert y los copistas Bouvard y Pécuchet, esa cómica pareja de investigadores aficionados que afrontaron hasta el agotamiento cognitivo el vacío espiritual y la estupidez positivista de su tiempo. Se podría preguntar, así mismo, si el capítulo 17 del Ulises de Joyce, donde Stephen Dedalus y Leopold Bloom interrogan la trastienda de sus ínfimas vidas y la totalidad de la cultura occidental, no sería un precursor privilegiado. O también ese fragmento de los seminales Ejercicios de estilo de Raymond Queneau donde la anécdota detonante es referida, imitando a Joyce, a través de un interrogatorio policial, como reharía Danilo Kiš, marcando un hito, en su memorable novela El reloj de arena.
Cualquier lector avezado, conociendo a Wittgenstein, podría interrogarse, al pensar en el perverso dispositivo de este libro, sobre los límites del lenguaje y los límites del mundo fijados por ese lenguaje. Podría preguntarse, en efecto, si esta serie de preguntas sin respuesta describe a su manera oblicua un mundo tangible, si este interrogatorio incisivo no configuraría el mapa lingüístico de un territorio tan real como mental, un mundo de cartografía incierta, dubitativa, pero también sarcástica y burlona. Este libro presentaría, en suma, la originalidad de postularse como el monólogo conflictivo de un sujeto trivial enfrentado, desde la ignorancia y la inmadurez de nuestra condición más profunda, al espejo de la cultura, del lenguaje, de la información, y afirmando, contra todo ese bagaje paralizante, el poder de la literatura para cuestionar, ahora sí, los límites del conocimiento, la lógica y el sentido de las cosas, la sustancia de nuestras ideas e informaciones, el supuesto saber y el supuesto poder de la ciencia sobre la vida y el sentido último de la vida.
Se preguntará el lector, finalmente, si una obra como esta, aunque apele al humor, al sinsentido, a la ironía y al ingenio, no constituiría una sección significativa de una enciclopedia posible de los lugares comunes y los estereotipos actuales, un diccionario de la banalidad, la estupidez y la mentalidad común del siglo XXI, un perfil del contenido nimio y la inteligencia limitada de nuestros cerebros en el tiempo mismo en que los cerebros electrónicos y la inteligencia artificial estarían a punto de encargarse de dirigir nuestras vidas. Cabría preguntarse, por tanto, si este catálogo inagotable de preguntas no compondría el retrato más fiel de la experiencia humana en la era de la cibernética y las ciencias cognitivas y, si es así, si alguna computadora existente podría no ya enunciarlo sino comprenderlo siquiera.
Pregúntese el lector, antes de leerlo, sobre la técnica contagiosa y la peligrosidad de este libro. Pregúntese si tras su lectura le dará por cuestionarlo e interrogarlo todo, envolviendo su vida en una incómoda nube de preguntas y más preguntas.