martes, 26 de febrero de 2013

FACTORÍA PORNO



Es injustificable que el verbo joyciano-rabelesiano de la versión americana no haya sido respetado en la traducción española, desde luego, pero esta novela de Nicholson Baker (La casa de los agujeros, Duomo, trad.: Carme Font) ofrece aún suficientes incentivos y estímulos como para leerla incluso en su versión descafeinada. Esta fantástica y libertina “Casa de Agujeros” (House of Holes) podría incluir, ya desde el título, una alusión maliciosa a la siniestra “Casa de Hojas” (House of Leaves) del neogótico Danielewski.

“La pornografía es el erotismo de los otros”, decía el gran Robbe-Grillet para zanjar con ironía el debate que aún hoy pretende distinguir un registro noble de otro infame en lo que respecta a la representación de la experiencia sexual. Entre pornografía y erotismo podría establecerse apenas una distinción de grados. En la primera quizá se dé un mayor énfasis en la presencia gráfica de los genitales, como signo de franqueza u obscenidad, mientras el segundo insiste en las insinuaciones y las sensaciones íntimas. En definitiva, la pornografía se basa en la explotación de la carne en tanto carne y fascina por su obtusa inmersión en la materia oscura de la que estamos hechos. El erotismo, en cambio, es un refinamiento sensorial y un tamizado del instinto por la inteligencia y la cultura, y seduce por su estilización fetichista de las relaciones carnales.
Esta sugestiva novela de Baker  responde a estas cuestiones partiendo de la convicción de que en una época como esta, donde la máxima permisividad y exposición del porno coincide en el tiempo con tendencias cada vez más reaccionarias de control y censura, el virtuosismo estilístico y la desinhibición verbal son una garantía de singularidad artística. No es necesario citar a Freud o a Reich, los dos persuasivos maestros del análisis libidinal, para entender cómo el principio de placer es mucho menos influyente en la vida humana que su triste antagonista el principio de realidad. La fuerza de la novela radica en la invención paradójica de un espacio irreal donde la realización de los deseos y la obtención de una variada gama de placeres están al alcance de todos los gustos e inclinaciones lúbricas.
La imaginaria “Casa de Agujeros” del título, a la que acceden los personajes a través de muy diversos orificios, se parece tanto a un grandioso centro comercial de fantasmas y fantasías sexuales como a un voluptuoso jardín de las delicias o a una desenfrenada utopía libertina. Este falansterio orgiástico se rige por principios mercantiles de oferta y demanda y se organiza con la misma disciplina mecánica que una factoría industrial donde se producen al infinito refinamientos genésicos y afrodisíacos. Las marionetas masculinas y femeninas que habitan en esa fábrica consagrada al uso y disfrute de miembros eréctiles y zonas erógenas se sitúan, en su persecución del orgasmo, más allá del bien y del mal. Sin embargo, la crueldad y la maldad han sido excluidas del lugar, así como la homosexualidad, siendo el placer dado y recibido la única ley que estimula las relaciones que establecen residentes y visitantes. No hay allí límites invencibles a la satisfacción de la lujuria, solo estrategias hedónicas o reglas lúdicas para encontrar el objeto idóneo y no agotar el caudal de fluidos demasiado pronto.
En este sentido, la debilidad de la novela radicaría en su traslación de los valores neoliberales a la esfera del deseo carnal. Al excluir el principio de realidad de la trama se fortalece la idea conservadora de que solo en la fantasía individual es posible realizar los deseos. El principio victoriano del sistema económico vigente pasa por el derroche de energía al servicio del trabajo y el consumo y la reducción de la vida erótica a la reproducción genética o los placeres vicarios del porno. Es evidente que si el porno banal que se suministra a diario a la población se inspirara en la imaginación estética de Baker todos, partidarios o detractores, saldríamos ganando.

lunes, 18 de febrero de 2013

DON JUAN EXPLICADO A LAS NIÑAS


[Alessandro Baricco, La historia de Don Juan, Anagrama, trad.: Xavier González Rovira]

 
¿Quién soy? Un hombre sin nombre.

-El burlador de Sevilla,
atribuido a Tirso de Molina-

 Miente el hombre que dice no haber soñado nunca con seducir y poseer las infinitas máscaras de la feminidad. Miente la mujer que dice no haber soñado nunca con ser seducida y poseída por el único hombre que, burlando todas las leyes humanas y divinas, se encuentra a la altura de sus deseos. Mienten todos en público, hombres y mujeres, sobre sus verdaderos deseos y dicen solo la verdad en privado, en la soledad del dormitorio, el encuentro furtivo, la aventura secreta o la fantasía inconfesable. Pasados los siglos, revolucionadas las culturas y liberadas las costumbres, Don Juan persiste en su papel de crítico insidioso, de molesto infiltrado en el orden de un mundo construido no para el placer de los sentidos sino para la obligación conyugal y el consuelo psicológico o afectivo de la pareja, no para el goce carnal del otro sino para la reproducción genética de lo mismo y la transmisión estricta del patrimonio.
Hace bien Baricco en querer salvar las historias que la literatura ha convertido en míticas. De entre todas ellas, ninguna más contemporánea que la paradójica historia de Don Juan, ese seductor compulsivo, ese libertino libertario, el gran amigo de las mujeres, aunque algunas tarden en reconocerlo como cómplice erótico, y el gran enemigo de los valores masculinos codificados en el opresivo sistema patriarcal. Y es que para Don Juan, al revés que para el resto de sus rivales de sexo, no existe la Mujer, como variante de la virgen idealizada del culto monógamo, sino las mujeres, el efímero femenino experimentado en su promiscua multiplicidad. Don Juan es un libertino con conciencia de tal y su atrevida conducta, exenta de las ataduras hipócritas que causan la tristeza y el aburrimiento de sus semejantes, solo responde al desafío existencial de la libertad y el placer.
De todas formas, el eufórico hedonismo del personaje se reconoce más en la suprema música de Mozart y el libreto irónico de Lorenzo Da Ponte que en los rimbombantes ripios del “Tenorio” de Zorrilla, en la incisiva sátira de Molière, el grandlocuente poema de Byron y la grotesca nouvelle “El elixir de larga vida” de Balzac que en el ingenioso, pero lastrado, drama católico atribuido a Tirso de Molina. Así lo vio antes que nadie el filósofo Soren Kierkegaard, autor de un curioso Diario de un seductor que intrigó a Baudrillard con sus premisas éticas y sus paradojas estéticas, como refleja su fascinante tratado De la seducción. En pleno siglo mojigato y puritano, Kierkegaard salió bailando, en un arrebato de pasión erótica, de una escenificación del Don Giovanni mozartiano convencido de que Don Juan era el colmo de la alegría existencial, la alegoría absoluta del sujeto que se enfrenta sin miedo a la muerte tras vivir al límite una vida digna de ser vivida.
Volver a contar la historia inmortal de Don Juan, como hace Baricco con gracia y elegancia, sirve en definitiva para explicar a las niñas y los niños de hoy, pero también a las víctimas masificadas de la regresiva infantilización en curso, la complejidad ética de la vida adulta, que los menores solo conocen deformada a través de sus padres y familiares, o de las representaciones estereotipadas del cine y la televisión. Si son inteligentes, entenderán sus postulados como una lección fundamental para una vida que carece ya de otra dimensión que la mundana. Si están empapados de la moralina de sus ascendientes, solo verán en Don Juan la encarnación del horror y la inmoralidad.
Como dice Baricco, simplificando el dilema donjuanesco, la pregunta polémica que plantea esta figura del conquistador dionisíaco y supernumerario es tan candente hoy como hace tres o cuatro siglos, pero quizá se haya vuelto, bajo el dominio de la corrección política y la cursilería biempensante, aún más impertinente y perturbadora en nuestro tiempo: “¿somos culpables cuando deseamos algo que hace daño a otras personas? ¿O nuestros deseos son siempre inocentes y tenemos derecho a intentar hacerlos realidad?”.

jueves, 14 de febrero de 2013

¿ES MODERNO EL AMOR?




“No hay Eros sin una fisiología del amor, ni poética de los sentimientos sin una teoría de las posibilidades del cuerpo”.

El venerado Valentín, mártir romano amigo de las parejas y los matrimonios, según la leyenda cristiana, abonó con su sangre virginal el ingenioso palíndromo AMOR ROMA para corroborar que el sentimiento amoroso es un asunto antiguo y complicado. Platón le consagró uno de sus más famosos Diálogos: la pluralidad de versiones vertidas por los invitados durante el alegre “simposio” o “banquete” da cuenta de la diferencia esencial entre quienes hacen del amor un pretexto para enfangarse en la vida terrenal y su seductor catálogo de tentaciones, y quienes lo subliman sin gustarlo para escapar de este mundo de corrupción y miseria. Como deidad mundana, Eros tiende a favorecer hasta lo ilimitado esa atracción tumultuosa entre individuos, de sexo contrario o igual. Todas las culturas han tratado, de un modo u otro, de apoderarse para sus fines de ese poder desbocado, esa energía de fusión improductiva, ese derroche incontenible de fluidos, esa efusión hormonal, imponiendo reglas al juego amoroso con intención de controlarlo sin anularlo. De todas las artes, la literatura proporciona la más jugosa documentación, tan equívoca como su volátil objeto de representación, sobre su infalible acción venérea, a la que nadie, ni mortal ni inmortal, nacido de mujer o de diosa, permanece inmune o indiferente. Entre la poesía elegíaca y la prosa pagana y libertina, ahí está el amor con toda su fuerza genesíaca… (Batallas de amor)

[Eva Illouz, Por qué duele el amor. Una explicación sociológica, Katz Editores, trad.: María Victoria Rodil]

Existe un órgano enigmático e imprevisible del que irradia, según la tradición lírica occidental, el sentimiento amoroso. O mejor, un transformador romántico que sublima la pulsión en emoción y el deseo en amor. Ese eficaz dispositivo implantado entre lo natural y lo cultural es el protagonista larvado de este magnífico libro de Eva Illouz, una de las intelectuales más influyentes del momento. Illouz es una socióloga formada en literatura y dotada de una   inteligencia crítica del pasado y el presente culturales, como ya demostraba en El consumo de la utopía romántica  e Intimidades congeladas, y una comprensión perspicaz de las metamorfosis y avatares del amor en esta sociedad paradójica, cada vez más libre en teoría y mediatizada en la práctica.
Los diagnósticos del libro pueden ser discutibles, pero no la lucidez con que Illouz disecciona los factores decisivos por los que la modernidad ha terminado beneficiando a los hombres, otorgándoles aún más ventajas, mientras ha supuesto para las mujeres un progreso ambiguo, liberando la sexualidad femenina y, al mismo tiempo, favoreciendo su dependencia emocional. En las sociedades tradicionales, el matrimonio y la familia garantizaban la respetabilidad para ambos sexos. En la modernidad capitalista, la libertad de elección y la acumulación de relaciones sexuales han problematizado la vida de las mujeres que ahora “se encuentran en una posición históricamente inédita, pues nunca han sido más soberanas de su cuerpo y sus emociones, pero a la vez están dominadas emocionalmente por los hombres de un modo que no tiene precedentes”.
De todas formas, la cultura mediática que desde comienzos del siglo veinte configura la experiencia amorosa a imagen de las fantasías colectivas y la imaginación individual ha permitido la implantación de un nuevo régimen afectivo. Este “capitalismo emocional” afecta al orden del trabajo y el consumo tanto como a la vida personal y el modo persuasivo en que se institucionalizan los sentimientos y los deseos, dando lugar finalmente a lo que Illouz define con ingenio como “campo sexual”: ese dominio público donde el imperativo sensual del cuerpo transformado en objeto de intercambio y la avidez de aventuras carnales disminuyen el gravamen de lo sentimental. Este proceso culmina, desde la expansión social de internet, en una contaminación de las relaciones íntimas y el “mercado matrimonial” por la cultura comercial y pornográfica, produciendo una conflictiva confusión entre lo privado y lo público. Desde una perspectiva moral, Illouz niega los supuestos beneficios de esta deriva mercantilizada del uso amoroso que también causa sufrimiento, resentimiento y extenuación en las mujeres e impide obtener la gratificación emocional que proviene de “forjar vínculos intensos, significativos e integrales” en vez de romances esporádicos.
Por más que me guste este libro de Illouz y comparta una parte sustancial de sus planteamientos intelectuales y objeciones al mundo posmoderno, me suscita muchas dudas su apuesta clásica por el amor como medio de maduración subjetiva a través del dolor y el tormento emocional. Sobre todo porque el hedonismo erótico de la conducta femenina, imitado de la masculina, supone un importante avance cultural en la superación de valores caducos, una fase de transición necesaria mientras no se renueve el contrato sexual entre hombres y mujeres o se establezca un nuevo modelo de relación que satisfaga a ambas partes. En este contexto social de saludable promiscuidad, releer a Camille Paglia (En este circo no hay reglas) y reencontrarse con la euforia libertina y la inteligencia pornográfica de su pensamiento es, tras el rigor ético de Illouz, una experiencia tonificante. 

lunes, 11 de febrero de 2013

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL PORNO



“Soy hombre sin ti mental”.
-Adagio borgiano-
Gentleman, la suntuosa revista para caballeros con más prisa de la normal y lectores que las prefieren de todos los tonos y colores capilares (rubias teñidas y morenas raciales y hasta pelirrojas de pubis rasurado, que ya es vicio de peluquero), me pide para su número de febrero que elija mi novela de amor favorita. Descarto de inmediato los clásicos, el amor se vive en presente de indicativo o de subjuntivo y por más que la lectura actualice las obras pretéritas, las concepciones antiguas del amor que las sostienen no se sostienen para mí. Los modernos, como siempre, me incitan a dudar. ¿Puede llamarse amor lo que estremece a Molly Bloom en la intimidad de su dormitorio? ¿Es el amor la misteriosa fuerza que causa la metamorfosis de Orlando? ¿Son los celos compulsivos de Marcel hacia Albertine otra forma de posesión amorosa? ¿Es la falta de amor, espiritual o carnal, la que convierte a Samsa en un escarabajo? ¿Es la impotencia venérea del coronel Cantwell un fracaso del amor en Venecia, ciudad donde, desde Mann en adelante, la enfermedad y la muerte reinan sin paliativos bajo el disfraz del deseo? Querría preguntarle todo esto a Matilde Urbach, pero sus labios sensuales están sellados, ay, con el lacre de una amarga despedida...
Más aún me hacen dudar los postmodernos. ¿No es el triángulo de la tía, el sobrino y el escribidor demasiado equilátero para complacer mis criterios sentimentales? ¿No es Kundera, en el fondo, excesivamente lúcido para poder sopesar con exactitud la insoportable levedad del amor? ¿Son o no el efusivo lirismo y la cursilería sublime del Señor Solal la traslación verbal de las gratificaciones recibidas de la Bella Ariana hasta el final de sus días? ¿Es en el fango del amor donde se enlodan a conciencia Nathan Zuckerman, David Kepesh, Peter Tarnopol, Mickey Sabbath y Coleman Silk? Me temo que solo podría responder con paradojas y acertijos a los dilemas mentales de estos y otros sementales, de modo que me abstengo de pronunciarme sobre ellos. Tras revisar de memoria los fondos y trasfondos de la biblioteca virtual, estoy a punto de escoger La Habana para un infante difunto, de mi maestro Cabrera Infante, pero me retengo a tiempo, ¿no son los coitos con las diversas féminas de la novela solo una excusa para copular con las palabras y expresar así el intenso amor al lenguaje del autor? Confuso, perplejo, tampoco acierto a responder a esta pregunta en exceso retórica. En lugar de todas las obras citadas y de algunas excitadas y sobreexcitadas que no me atrevo a citar por prudencia, al final me quedo con Plataforma, de Michel Houellebecq, por las sucintas razones que expongo a continuación.
 

Como el amor es un producto histórico y se transforma con el tiempo, elijo una novela del siglo veintiuno que define a la perfección el Eros contemporáneo. Es la primera historia de amor ambientada en los tiempos del porno. Como no podía ser de otro modo, el cuerpo es el protagonista absoluto: el cuerpo de un hombre (Michel) y, sobre todo, el cuerpo de una mujer (Valérie) cuyos deseos, fantasías y placeres son tan importantes por una vez como sus sentimientos o sus afectos. El apasionado amor carnal de Valérie y Michel se desenvuelve entre el escenario porno que le da vida, con el turismo sexual como trasfondo decorativo, y la carnicería terrorista que le pone fin, con el integrismo religioso erigido en amenaza terrible para la vida. El amor ya no es solo una experiencia privada, el mundo interfiere en él de todos los modos posibles, con su estimulante promiscuidad y también con toda su fuerza de destrucción. En esta gran novela trágica, Houellebecq reinventa el amor siendo absolutamente contemporáneo.