[Stephen Emmott, Diez mil millones, Anagrama,
trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2013]
Las películas de
catástrofes han vuelto a estar de moda cuando hemos descubierto que vivíamos
instalados en una catástrofe cotidiana. Esa catástrofe diaria tenía, además, un
nombre que nadie fuera de ciertos círculos se atrevía a pronunciar sin pasar
por radical o trasnochado. El nombre de la catástrofe es capitalismo. Y el
capitalismo, el sistema capitalista, el funcionamiento energético, financiero y
comercial del capitalismo, es la esfera de la catástrofe global cuyo centro
está en todas partes y su circunferencia en ninguna, como decía Pascal del dios
cristiano. La catástrofe es progresiva y no hace sino acelerarse a una velocidad
exponencial que impide que la veamos, por más que sus signos, como los de la
conspiración para ocultarla, aparezcan en todas las pantallas a todas horas.
El escenario descrito
por Emmott, digno de la ciencia ficción menos especulativa, no puede ser más terrorífico.
El problema principal es la demografía y de esta se deriva, como una cadena de
secuelas irreversibles, todo lo demás. Hoy hay más seres humanos viviendo al
mismo tiempo de los que han vivido nunca en la tierra. El número de los vivos
excede ya al número de los muertos. Lo que supone una revolución estadística en
la perspectiva histórica. Si no se frena el crecimiento masivo de la población,
según Emmott, no habrá agua ni alimento bastantes para el consumo de tantos y,
por si fuera poco, zonas enteras de los continentes más superpoblados habrán
sido anegadas por la subida de las aguas oceánicas, como consecuencia del
cambio climático en curso, y otras serán víctimas de la desertización real del
suelo y no solo de la metafórica vaticinada por Nietzsche. El hemisferio norte
será invadido por avalanchas de población desnutrida y necesitada que los
militares tratarán de controlar, con muros de tecnología puntera, mientras las
condiciones de vida se degradan y los ciudadanos comienzan a compartir el funesto
destino de los excluidos. En ese contexto terminal, la escapatoria a otros planetas
o sistemas solares, la fantasía preferida de los defensores del capitalismo
tecnológico durante un tiempo, sería a todas luces imposible.
El libro ha sido
escrito por un científico prestigioso y no por un profeta catastrofista. Se
presenta como una sucesión de informes lacónicos, gráficas irrefutables y
fotografías expresivas. El original formato contribuye, en su progresión vertiginosa
hacia una catástasis imprevisible, a conferirle al desarrollo informativo e
ideológico, de una lucidez persuasiva, el suspense propio de la investigación
de un misterio trascendental. Una foto de prensa recogida en el libro alegoriza
la magnitud moral del desastre. En esa instantánea obscena, tomada durante la
reunión del G-20 en 2009, los líderes políticos de las potencias mundiales
aparecen riendo y bromeando, como una cínica banda de irresponsables a los que
el destino del planeta y de sus siete mil millones de habitantes no preocupa en
absoluto.
Como experto manipulador
de expectativas, Emmott reserva una sorpresa para el final. La anécdota irónica
que cierra el bucle de sus planteamientos y sume al lector en una perplejidad
aún mayor. Una vez preguntó a un joven científico, que conocía la contundente información
expuesta en el libro, qué es lo que haría para remediar la terrible situación en
caso de que pudiera hacer una sola cosa y el colega le respondió: “Enseñar a mi
hijo a usar una pistola”.
No es una ocurrencia
surrealista, ni un chiste suicida, ni una vindicación de la violencia
autodefensiva. Es la matriz zen del verdadero
pensamiento de la catástrofe, tan pesimista como paradójico. Solo cuando
pensemos que no hay solución hallaremos la solución.
Feliz 2014.