Como sabemos, uno de los asuntos cruciales del siglo XXI es el urbanismo. No es que este no haya sido siempre un aspecto fundamental, pero es ahora cuando las motivaciones económicas han convertido la apariencia estética y la normalización de las ciudades en una prioridad de las políticas municipales. Así, por poner un ejemplo significativo, en las últimas dos décadas, bajo el eslogan de democratizar el espacio urbano, hemos asistido a la transformación degradante de Manhattan, corazón de una ciudad tan emblemática como Nueva York, en una especie de Disneylandia para turistas.
Durante siglos las ciudades admitieron dos perspectivas: la de sus variados habitantes y la de sus no menos variados visitantes. La tendencia urbanística reciente en las ciudades occidentales ha logrado anular la diferencia de perspectiva entre el ciudadano y el turista hasta extremos irrisorios. Cualquiera es hoy tan turista en la ciudad donde habita como en la ciudad adonde el azar, la necesidad o el deseo de evasión le han llevado de viaje por unos días. No nos engañemos, una ciudad peatonal, en Nueva York, en Londres, en Madrid, en París o en cualquier otra parte del mundo, no es una ciudad más cívica, ni más democrática, no es una ciudad pensada por sus ediles para los ciudadanos que pagan impuestos y se ven impedidos a diario en el desempeño de sus tareas por normas de acceso cada vez más restrictivas. Es una ciudad entregada al turismo, un espacio urbano concebido a la medida de todas las formas conocidas de explotación turística, es decir, un simulacro dedicado a convertir a todos los ciudadanos, estén o no de paso, en turistas integrales.
Si hay una ciudad en el mundo que ha experimentado este conflicto de manera precursora es París. El espacio público del París del siglo XXI, como dice Eric Hazan en este estupendo libro (París en tensión, Errata Naturae, Madrid, 2011) que amalgama historia y urbanismo, política y sociología, literatura y pensamiento, se divide en dos tipos bien delimitados por fronteras no siempre visibles. De un lado, el espacio neutro y el no-lugar de sus zonas céntricas, cada vez más parecido al entorno comercial de un aeropuerto, esas tiendas duty-free donde se falsea hasta la idea misma de comercio. Y, del otro, la periferia: el lugar donde los expulsados de la ciudad, los marginados, los excluidos, los pobres, en suma, solo aguardan el momento de montar sus barricadas defensivas contra un poder policial y municipal que los relega cada vez más al extrarradio de la supervivencia.
Hazan publicó a comienzos de la década pasada un magnífico libro (La invención de París, inédito en español) donde ya daba cuenta de la historia clandestina del espacio urbano de una metrópoli que ha alimentado al mismo tiempo los sueños más banales del turismo mundial y los más grandiosos acontecimientos de la historia europea moderna. Y nos descubría, barrio a barrio, calle a calle, el paisaje fascinante de una ciudad a menudo olvidada a la que llamaba “el París rojo”. El París de las grandes sublevaciones populares, como la Revolución de 1789 y las insurrecciones obreras de 1830 y 1848 hasta culminar, en 1871, en el glorioso estallido revolucionario de la Comuna. Y un siglo después, como epílogo a esta tumultuosa historia de rebeldía política, “Mayo del 68”: la primera “revolución moderna”, según Hazan, ya que no pretendía tomar el poder sino sacudir conciencias.
Pero existe otro París, igual de importante, el París de la literatura francesa, que tampoco figura en muchas guías turísticas autorizadas. El París medieval de Villon, borrado del mapa por la barbarie inmobiliaria de los sesenta, el París de los románticos, el de Balzac, Victor Hugo y Zola, el de Proust, los surrealistas como Breton y los situacionistas como Debord y compañía. Entre todos ellos sobresale el retrato melancólico de la capital del siglo XIX realizado por Baudelaire. Fue Baudelaire, precisamente, quien estableció el vínculo más productivo entre la desenfrenada vitalidad de la calle y la creatividad literaria, inaugurando así la sensibilidad moderna, entendida como fascinación estética con esa promiscuidad de espacios, tiempos, culturas y cuerpos que, por conveniencia, solemos llamar ciudad.
“La forma de una ciudad cambia más deprisa, ay, que el corazón de un mortal”, se quejaba Baudelaire en su poema “El cisne”, lamentando la desaparición del viejo París. En este libro, Hazan nos recuerda con inteligencia y erudición que detrás de todos esos cambios acelerados de las ciudades posmodernas hay un cerebro, una planificación especulativa y un programa económico y político, pero también un corazón insurgente. El de todos los que, sin nostalgia, se resisten a ellos.