sábado, 18 de septiembre de 2010

HOLLYWOOD CONFIDENCIAL


Todos los que piensan que Hollywood es una subsede del infierno encontrarán en esta novela[i] argumentos sobrados para cerrar los ojos y dormirse con toda tranquilidad. Todos los que piensan que Hollywood es, por el contrario, una franquicia del paraíso instalada en un suburbio imaginario de una ciudad real hallarán en esta novela motivos suficientes para permanecer insomnes, atentos a la próxima novedad cinematográfica aparecida en las pantallas ubicuas.

Para todos los que piensan, en cambio, que Hollywood no es otra cosa que una alegoría cifrada del mundo contemporáneo, un condensado de sus siniestras redes y ritos de poder, valores dominantes, mitos banales y mecanismos económicos, la aparición de esta espléndida novela de Ellis no puede sino constituir un acontecimiento. Sobre todo porque el escáner íntimo que nos proporciona del cerebro artificial que controla esa máquina superproductora de ideología mayoritaria es tan devastador como sarcástico. Es hora, por tanto, de deshacerse de todo lo que creíamos haber aprendido leyendo Hollywood Babilonia del cineasta Kenneth Anger, hijo resentido del Hollywood mítico. Suites imperiales logra trasladar al presente todos los hallazgos de la Dalia Negra de Ellroy o el Mulholland Drive de Lynch para que su visión se parezca más a un fotomontaje sulfúreo de instantáneas nocturnas de la meca del cine industrial que a una tarjeta postal turística, llena de palmeras de plástico, rascacielos de cristal y paisajes urbanos radiantes.

Para un observador atento, sin embargo, el origen paradójico de Suites imperiales se sitúa en un lugar indefinido entre la ficción y la realidad: entre una novela y dos películas, o, más exactamente, entre la ficción de Menos que cero, célebre primera novela de Ellis, y su adocenada versión fílmica (como se dice aquí de ella: “la película solo era una mentira adornada”), y la realidad de una segunda película basada en su único libro de relatos (The Informers/Los confidentes). El narrador y protagonista de Suites imperiales es el mismo Clay (“el chico que nunca entendió cómo funcionaba nada”) que relataba, veinticinco años antes, el final de la adolescencia de un grupo de pijos angelinos y sus amorales rituales de autoafirmación de clase. Con la excusa de participar como productor en el casting de una película en la que es también el guionista, Clay regresa ahora a Los Ángeles tras una turbulenta estancia neoyorquina para enfrentarse a sus fantasmas vitales y, sobre todo, a un mundo sobrecargado de años, estragos y vicios.

En esta perversa secuela, Clay vuelve también para ajustar las cuentas al autor de la novela iniciática de sus desengaños juveniles y proporcionar, de paso, una lúcida reflexión sobre ésta: “había voceado nuestros fracasos secretos al mundo entero, escenificando la indiferencia juvenil, el nihilismo deslumbrante, infundiendo glamour al horror de todo ello”. Es irónico que un comentario de Clay juzgue ese rasgo crítico de Menos que cero como “sorprendentemente conservador pese a su aparente inmoralidad”. A estas alturas, Ellis pretendería transmitir así, a través de su manipulable marioneta narrativa, su resistencia a asumir sin ambigüedad el papel de moralista contemporáneo que algunos críticos se empeñan aún en atribuirle.

Esa fórmula infalible (glamour + horror) es la más perfecta descripción de la mercancía literaria de marca “Ellis” y vale lo mismo para este dúo de novelas que para su magistral trilogía anterior (American Psycho, Glamourama y Lunar Park). En este caso, el glamour de la historia lo pone, en primer lugar, una bella actriz principiante llamada Rain Turner que, pese a su incompetencia artística, llega a obsesionar a Clay hasta la locura. Y además las fiestas interminables donde ese mundo de lujo y voluptuosidad se exhibe en su plenitud, con actores y actrices de una mórbida delgadez que se prostituyen sin problemas a la espera de que sus carreras arranquen de una vez, productores voraces, camellos ambiciosos, mafiosos inversores, directores ególatras y guionistas despreciables. De hecho, el psicodrama de sus relaciones fatales con la rubia Rain acaba para Clay, como en un remake imprevisto de Le Mépris de Godard, con una sentencia cruel que le revela la verdad de su carencia de poder y su insignificancia en el mecanismo hollywoodiense y la imposibilidad de su amor: “Porque tú solo eres el escritor”.

Como ya pasaba en Lunar Park, el horror de la historia procede tanto de ese descubrimiento traumático que reduce a menos que cero la importancia social del narrador como de la conspiración paranoica que lo prefigura, con sus tramas criminales, persecuciones automovilísticas, mensajes amenazantes y vigilancia doméstica, como un escenario mental patológico. Con todo, los asesinatos y los secuestros y las torturas abundan en ese mundo sofisticado donde, como sabemos, la violencia extrema es el negocio y el espectáculo por otros medios.

A cualquiera que, antes o después de leer Suites imperiales, haya visto la cinta inédita The informers, donde Ellis era el guionista que adaptaba su homónima serie de relatos y actuaba además de productor ejecutivo, no se le escaparán las relaciones perturbadoras entre la realidad y la ficción. Suites imperiales no existiría quizá si Ellis no hubiera escrito y producido con anterioridad esa película parcialmente fallida. Cabe sospechar incluso que detrás del espejismo de belleza de la actriz imaginaria Rain Turner (inequívoco homenaje nominal a la femme fatale Kathleen Turner de Fuego en el cuerpo) se oculte la vertiginosa sima real de la fascinante Amber Heard (ver foto), fan declarada de Ellis.

En este bucle de la ficción consigo misma y con la realidad inmediata, enlazando su primera novela con las experiencias cinematográficas más recientes e intensas de la vida de su autor, vuelve Ellis a ratificar su condición de gran novelista de nuestro mediagénico tiempo.


[i] Bret Easton Ellis, Suites imperiales, Mondadori, 2010.


EL HORROR SEGÚN BRET EASTON ELLIS


Como en las tragedias griegas o en el reciente cine de terror japonés, en el corazón de esta novela[i] anida un trauma familiar, un nudo genealógico que se niega a desenredarse sin derramar más sangre. Como algunas novelas de Stephen King, Lunar Park está poblada de presencias inquietantes, fijaciones psicopatológicas y hechos sobrenaturales. Como en Hamlet o La tempestad de Shakespeare, con los que mantiene estrechas relaciones más allá de lo confesable por un autor excluido del “canon occidental”, el contacto escatológico entre un padre y un hijo vertebra la dramática historia de este ajuste de cuentas con la vida familiar y social que adopta la apariencia de una mascarada fantasmagórica y siniestra.

A pesar de todo, se trata de una novela de Bret Easton Ellis y, por tanto, de una ficción contemporánea repleta de ironía solapada: la misma ironía provocativa que condujo hace años al formidable escándalo de American Psycho, que junto con Glamourama y Lunar Park completa una trilogía imprescindible sobre la turbulenta vida americana de las últimas décadas.

Desde la hermosa metáfora del título, Lunar Park se propone como una novela encerrada en su propio proyecto narrativo, cuyo primer capítulo se titula, no por casualidad, “Los principios”, y el último, no sin ambigüedad, “Los finales”. En el primero, un apasionante recuento de la carrera literaria de Ellis, se combinan todos los componentes, reales o imaginarios, de la novela: autobiografía descarnada de un autor de éxito abrumador, análisis clínico de las relaciones familiares y la vida desenfrenada (drogas, sexo y otros excesos) de la nueva celebridad literaria, el noviazgo con una actriz de segunda fila llamada Jayne Dennis, la decisión tardía de casarse con ella, ocuparse finalmente del hijo de ambos y trasladarse a vivir a una lujosa zona residencial, etc.

En el último, escalofriante epílogo a un desenlace terrible, tras sufrir a lo largo de la trama la persecución del fantasma encolerizado del padre (modelo declarado del ejecutivo psicópata de American Psycho) y los desencuentros sistemáticos con su hijo, “Bret” logra atar de una vez todos los cabos vitales ofreciendo descanso ritual al padre muerto (memorable la escena anterior en que el narrador asistía a su extraña muerte mediante un archivo descargado de Internet) y posibilidad de reconciliación al hijo huido (como tantos otros niños de la urbanización donde habitan) de una vida insoportable a una Neverland que representaría una nueva forma de orfandad a la intemperie.

El logro literario de Lunar Park surge, precisamente, cuando Ellis decide no seguir escribiendo una novela sobre un escritor de nombre distinto y comienza a escribir esta novela especular y lunática sobre un escritor que se llama como él, ha publicado los mismos libros con el mismo éxito y comparte muchos de sus rasgos y obsesiones. Como no podía ser de otro modo, gran parte de lo que Ellis cuenta sobre la atolondrada figura de este escritor homónimo (enzarzado en la redacción de una novela pornográfica y atraído sexualmente por la alumna más brillante del taller de escritura creativa que imparte en una universidad local) es pura ficción. Un caso de suprema simulación. Lunar Park es, en este sentido, un paradigma desaforado de lo que se ha denominado “autoficción”, esto es, un procedimiento literario donde el nombre y la identidad del autor son sumergidos en un contexto pleno de ficción y desfigurados por las condiciones de esa nueva dimensión imaginaria.

La incisiva ironía de la novela reside, por tanto, en el modo convincente en que Ellis emplea un tono de verídico dramatismo para referir acontecimientos biográficos rigurosamente inventados. La narración subjetiva sigue con humor inexpresivo los pasos de este escritor en fuga de sí mismo que tras padecer las secuelas del éxito excesivo decide refugiarse en lo que llamaríamos una “vida normal”. Pronto esa “vida normal” se torna aberrante, un suerte de infierno doméstico donde los fantasmas del pasado, la asfixia conyugal y la claustrofobia familiar se apoderan progresivamente de la mente del narrador, trastornan las categorías con que podría dar cuenta de su perturbadora experiencia, dando otra vuelta de tuerca a la ficción, y le fuerzan a recurrir al registro paródico, cargado de espectaculares efectismos y exageraciones monstruosas, de la literatura y, sobre todo, el cine de terror.

Al final, “Bret” vuelve a vivir en Los Ángeles y Nueva York en compañía de un joven escultor en lo que se podría entender, de ser cierto, como un outing premeditado, aunque de este narrador escasamente fiable no debería creerse nada, tal es el grado de desconfianza que consigue deslizar en todo atisbo de sinceridad u honestidad, efecto derivado de su diestro manejo de la persuasión retórica. Para añadir más confusión, la editorial americana mantiene un portal en Internet donde la traumática esquizofrenia del escritor de la ficción se redobla a través de una doble promoción que postula la cualidad de simulacro comercial del escritor y enfrenta al Bret Easton Ellis “real” con el Bret Easton Ellis “imaginario” a través de entrevistas e informaciones que diluyen una vez más la frontera entre lo auténtico y lo simulado e implican la estrategia publicitaria en el mundo de la ficción.

En correlación con esta dimensión privada de la novela, Lunar Park describe un escenario colectivo demencial donde los ataques terroristas se suceden mensualmente mientras la población huye aterrorizada de las grandes ciudades y se refugia en zonas residenciales, exploradas por Ellis con ácida perspectiva como enclaves cotidianos del horror menos confesable. Lunar Park se constituye así en una sátira disimulada de la normativa vida norteamericana del nuevo siglo e induce en el lector la firme sospecha de que el pánico o la sensación de catástrofe inminente que atenazan a esta cultura, fundados o no en hechos reales, son subproductos patológicos del modo de vida dominante, sancionado por el poder en ejercicio.

Para perfilar el grotesco cuadro esbozado en sus novelas anteriores, Ellis debía dar este paso definitivo: salir a la escena pública y mostrar en toda su crudeza la complicidad del escritor y su lugar problemático y marginal, a pesar de la fama mediática y el dinero, en la realidad americana. Con lo que esta novela centrada en la intimidad y la privacidad, baluartes sagrados del ideario nacional, y, por tanto, inofensiva o banalmente apolítica según algunos críticos desorientados, se transformaría paradójicamente en una de las grandes novelas políticas de los últimos años al atreverse a designar la raíz endémica del mal que aqueja a esta sociedad. El terror está garantizado.


[i] Bret Easton Ellis, Lunar Park, Mondadori, 2006.


lunes, 13 de septiembre de 2010

EL ARCHIVO EXPIATORIO

En un libro anterior, escrito, precisamente, en elogio de los intelectuales, denunciaba Bernard-Henri Lévy el “descrédito sin precedentes que afecta al concepto de elite”. Como si la disciplina igualitaria de la democracia fuera una apisonadora de diferencias y clases. Hasta donde se sabe, nadie en esta sociedad tiene demasiados problemas ideológicos con ninguna elite siempre que ésta sea económica o deportiva, musical o clerical. La jerarquía se aviene bien con el ideario dominante siempre y cuando no perturbe esa “versión oficial” de la que habla aquí Michel Houellebecq y que se reduce a esto: “todo va bien, va cada vez mejor, y los únicos que se obstinan en negarlo son algunos neuróticos nihilistas”[i].

En cierto modo, los intelectuales más que una elite neurasténica constituyen una casta paradójica de la que, en la sociedad democrática, depende la libertad de todos. Una casta organizada alrededor de privilegios como la libertad de opinión y el ejercicio de la inteligencia de los que otros son excluidos por sistema. La libertad, en todo caso, de perseguir sus obsesiones e interpretaciones de la realidad hasta la locura y el error si es necesario. De hecho, muchos mandarines de la cultura se han extraviado, a lo largo de la historia, en cualquiera de esas dos vías y a veces en las dos, confundiendo la realidad con el deseo, la utopía con la pesadilla y la felicidad con el crimen.

Tal vez por eso Lévy y Houellebecq se presenten en este espléndido libro, conforme a la imagen que proyectan sus peores enemigos, con toda la modestia de una pareja de impresentables, dos naderías charlatanas que dedican demasiado tiempo a discutir sobre cuestiones vacuas que sus congéneres hace tiempo dieron por resueltas. Con toda la vanidad y la arrogancia, también, de sentirse herederos de una gran tradición intelectual y artística, de saberse en el fondo partícipes de una empresa secular que les supera.

No por casualidad, el punto de coincidencia de ambos es Baudelaire: la figura de este gigante genial y sombrío concita las mayores afinidades y los mayores elogios. La génesis de este intenso monólogo a dos voces se encuentra, pues, en ese “olor de linchamiento” que evocan al comienzo como justificación de su alianza contranatura[ii]. Y es en Baudelaire, sobre todo, y en su agudo conocimiento del mal básico de la especie, donde estos chivos expiatorios de última generación encuentran la “fuerza de agresión” suficiente para oponerse a la jauría humana coaligada contra toda forma de inteligencia que no respete los ídolos masivos.

No obstante, la estrategia performativa del libro es digna de una comedia de situación. Como en ésta, nuestros locuaces interlocutores se sitúan al principio en el nivel ínfimo del aprecio y la valoración, asumiendo el papel de víctima persecutoria y algo quejica. Al final, tras los avatares de su intercambio postal o electrónico, los vemos alzarse como héroes tragicómicos en la soledad del escenario universal, armados de un “pathos” filosófico y literario que resulta igualmente conmovedor y convincente. La eficacia dialéctica del artificio radica en el modo en que un novelista incisivo confrontado a un intelectual mediático logra extraer de éste un alto coeficiente de verdad expresiva, y, al mismo tiempo, el más telegénico fuerza al misántropo a exhibirse sin tapujos ante sus semejantes, abandonando toda ingenuidad moral. Así, el pensamiento y la escritura aparecen como lo que son en realidad: atributos de los que no tienen atributos ni poder, cualidades de los “sin cualidades”.

Este libro surge, por tanto, como una reivindicación inteligente en un momento de crisis en la historia occidental, donde los mecanismos del capitalismo espectacular han suplantado la figura incómoda del intelectual y su discurso crítico por el sucedáneo del periodista o el comentarista profesional[iii]. Una presencia pública más aceptable para el poder que un Michel Foucault, pongo por caso, quien, en una entrevista con Lévy hace muchos años, anunciaba ya el programa filosófico idóneo para una era acéfala y conformista como ésta: “Sueño con el intelectual destructor de evidencias y universalismos, el que señala e indica en las inercias y las sujeciones del presente los puntos débiles, las aperturas, las líneas de fuerza, el que se desplaza incesantemente y no sabe a ciencia cierta dónde estará ni qué pensará mañana, pues tiene toda su atención centrada en el presente”.

Algo de todo esto se afirma, contra corriente, en este polémico epistolario.



[i] Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy, Enemigos públicos, Anagrama, 2010, pág. 318.

[ii] Quizá por eso, en su nueva novela, La carte et le territoire, otra sátira implacable del mundo espectacular recién aparecida en Francia, Michel Houellebecq sea “salvajemente asesinado”. El grotesco análisis de las circunstancias del crimen no tiene nada que envidiar a los de la teleserie CSI excepto por la alegoría que representa el cadáver decapitado de Houellebecq, hecho picadillo y devorado por las moscas.

[iii] El caso español es especialmente flagrante en el contexto europeo (de Estados Unidos más vale ni hablar). Los intelectuales y escritores, cuya presencia fue fundamental, como garantes de la legitimidad del proceso, en los años de la transición y las dos primeras legislaturas socialistas, e incluso en los vaivenes bipartidistas de los noventa, han sido barridos de los medios masivos (televisión y radio) en esta última década con una eficacia digna de un pogrom en favor de la presencia abusiva de “periodistas” a sueldo de los diversos poderes, sean mediáticos, gubernamentales o partidistas. Esto explica no sólo la vergonzante pobreza de los debates públicos y la machacona opinión reiterada de tertulia en tertulia por los mismos invitados, como consigna de inclusión y permanencia en ellas, sino la alarmante expansión del conformismo intelectual y estético en todos los demás ámbitos.

sábado, 11 de septiembre de 2010

ZONA CERO


[Reproduzco este fragmento de mi novela Providence. Quien habla es Álex Franco, no yo, pero sus reflexiones me interesan. Él vivió la celebración del quinto aniversario de los atentados inmerso en el mundo americano y escribió estas páginas en su “Diario” al calor mediático y político de dicha celebración. Yo no. Yo estaba de viaje en ese momento, muy alejado del imperio, en un país musulmán como Marruecos. Al volver a los Estados Unidos unos días después tuve los problemas más graves que he tenido nunca en un aeropuerto, americano o no. En parte, esa experiencia la recogí en Providence. En parte, achaco esa desagradable experiencia a los sellos policiales marroquíes que decoraban ciertas páginas de mi pasaporte. Detesto la quema de libros, incluso de aquellos en cuyo nombre se han cometido tantos crímenes a lo largo de la historia. Pero también detesto que algunos libros conquisten la condición de sagrados para sus seguidores arrastrándolos a derramar ríos de sangre con los que saciar la sed de sus dioses y abonar sus creencias fanáticas. Es un buen día para reflexionar sobre todo esto. Este fragmento de mi novela no contiene ninguna verdad esencial, o eso creo. Sólo pretende incitar a extraer conclusiones menos obvias sobre el caso. Es Álex Franco quien habla. No necesito decir que no comparto todas sus opiniones.]


Leo en la red algunos artículos en francés y en inglés sobre el mundo constituido tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Veo también algunos de los canales de las televisiones americanas, sobre todo la Fox y la CNN. No puedo entender cómo caemos en esas trampas retóricas sin darnos cuenta de las secuelas de analizar de ese modo la información disponible. La seguridad del mundo no es el concepto más importante del momento, digan lo que digan lo expertos consultados. Tampoco si la amenaza terrorista es más o menos real, o sentida por la población. Pienso que estas ideas se derivan del hecho de que los supuestos expertos, normalmente a sueldo de los diversos poderes en liza o con intereses comunes, son los únicos a quienes se concede el privilegio de poder opinar. Gran error estratégico. El colmo es que nos hemos tragado la propaganda hasta el punto de que creemos que un país como los Estados Unidos está haciendo todos los esfuerzos imaginables para capturar a Bin Laden. El candor de la opinión pública, intencionado o no, es insondable. El presidente Bush no puede tener ningún interés en ahorcar de un raquítico árbol afgano, con una vieja soga recuperada de una anticuada película del oeste, al nuevo Viejo de la Montaña y líder renovado de la secta criminal y narcotizada de los Hassissin, por la sencilla razón de que preservando su vida para que siga dirigiendo operaciones terroristas espectrales y enviando de tanto en tanto comunicados apocalípticos a un mundo que ha dejado de tomárselos a risa, es como cumple a la perfección con el papel que se le ha asignado en esta comedia sangrienta cuyo escenario geopolítico ocupa hoy toda la tierra. Su existencia indemostrable sirve de pretexto para tener al mundo entero bajo control, como rehenes de una situación indeseable que favorece sólo los intereses de los fundamentalistas de todo signo. Cristianos, judíos o árabes sólo pueden desear enfrentarse a líderes como los que ahora mismo defienden sus respectivos intereses, pues en la confrontación y la radicalidad de sus ideales se entienden mucho mejor que con el verdadero enemigo que no es otro que todo aquel que no comparta su visión ciega, trasnochada y fanática de la existencia humana…

Una semana después de cruzar la frontera del aeropuerto sigo pensando que vivo recluido en un campo de concentración inconsciente del que la mayor parte de la población de este país, que no abandona nunca sus fronteras así llamadas naturales, sobrevive ignorando su condición reclusa por pura comodidad. Peor aún, tomando por realidad el simulacro disneyficado por el que transitan a diario con sus coches automáticos (el transporte público sólo queda para los freaks y los parias de la tierra). No niego que la soledad y el aislamiento que gravitan en este momento sobre mi vida condicionen esta perspectiva negativa sobre mi entorno. Pero creo que no exagero. Es la primera vez que me planteo esta fecha conmemorativa como una oportunidad seria de reflexión. En definitiva, lo que ocurrió hace cinco años dejó con el culo al aire a todo un país y al sistema que lo monopoliza de modo abusivo. Fue como un acto brutal por el que quedó a la vista de cuantos quisieran mirar sin escrúpulos la desnudez total de un sistema de organización del mundo fundado en incontables mixtificaciones y mitos banales. Detrás de la ostentosa fachada del WTC no había nada más que otra fachada y eso ni siquiera los terroristas, creyentes en sólidos fundamentos y ontologías trascendentes, aunque devotos de la nada en el fondo de sus corazones, fueron capaces de preverlo. El acontecimiento se les fue de las manos a todos, los que lo planearon y realizaron y los que debían haberlo evitado, y todos, por tanto, quedaron con sus nalgas expuestas al aire recalentado por la combustión del queroseno de los aviones estrellados, aunque casi nadie parezca haberse dado cuenta todavía. El espectáculo mereció la pena sólo por esta revelación fundamental. Sin el millar de víctimas, que actuaron de pantalla para un poder que los tomó como rehenes a fin de encubrir sus flagrantes insuficiencias y retorcidos intereses, lo habríamos podido ver todos con más claridad. Sin esa devastadora perturbación que suponían los cuerpos destrozados o la gente saltando al vacío desde las ventanas de las torres, no habrían podido ocultarlo con tanta eficacia. Por esto, entre otras muchas razones, no quiero volver a Nueva York, no quiero pisar más el suelo de Manhattan, no quiero saber nada de los barrios que una vez amé al mismo tiempo que prodigaba mi amor a quien me acompañaba en cada viaje particular. (A veces fuiste tú, Veronique, no deberías olvidarlo.) Acabó su hechizo metropolitano, acabó su majestuoso reinado sobre el imaginario colectivo de turistas y consumidores. Ahora puedo verla como siempre intuí a esa ciudad multitudinaria, un vulgar truco de luz y arquitectura destinado a la mentalidad de la clase media planetaria y erigido como monumento al sistema que no supo protegerla de sus enemigos. Me duele tirar a la basura todos mis maravillosos recuerdos de la ciudad, tantas cosas vividas entre sus paredes de acero y cristal. Es una catarsis necesaria en un día dedicado a la propaganda estatal como éste…

domingo, 5 de septiembre de 2010

EPITAFIO PARA JOSÉ LUIS BREA (II)

No hay mejor epitafio para José Luis Brea que la invitación a su lectura. Quede para otra ocasión, no muy lejana, el relato de mis relaciones con él, intelectuales y personales. Ha sido uno de los pensadores que más me ha influenciado del mejor modo en que puede hacerlo un pensador de verdad: incitando a pensar, con él o a partir de él, en derivas libres. Así pues, recomiendo como único epitafio a la altura de su proyecto este escrito póstumo publicado ayer mismo en Salon Kritik:

MINERALIDAD ABSOLUTA (EL CRISTAL SE VENGA)

viernes, 3 de septiembre de 2010

EPITAFIO PARA JOSÉ LUIS BREA (I)

Comprendí que cualquier palabra hubiera sencillamente desmerecido su nombre y por primera vez fui consciente de que lo importante es el nombre, que sólo el nombre queda, y que todo lo restante palidece a su lado.

JLB

Ha muerto José Luis Brea. La noticia me conmociona. Mis palabras brotan de la emoción, por eso serán torpes, imprecisas, ruidos groseros para acallar el silencio insoportable de una desaparición. Sabía que estaba enfermo, que sufría con la quimioterapia, que a pesar de todo su temperamento vital deleuziano encontraba en esas dolorosas sesiones no un recordatorio de la muerte sino un intensificador paradójico de la vida. Sabía que se había casado hace unos días con Maria Virginia, que a pesar de todo eran felices juntos. Saber que ha muerto disminuye mi simpatía hacia la vida. Lo siento. Saber que la vida ultraja así a hombres y a mujeres sólo confirma mi idea de que la vida es fascista. La muerte de mi padre hace una década me lo descubrió. La de Brea me lo confirma hoy. Sí, la vida es fascista porque tortura y mata con infinita crueldad, con salvaje ensañamiento, sin compasión ni arrepentimiento. La vida es fascista, sí, y no merece el culto ideológico que, como tontos, le consagramos. Nada iguala el frenesí de la vida en destruirnos. Nadie extermina más que la vida. Ningún genocida puede equipararse a ella en voluntad de exterminio. Confirmando su reflexión sobre los epitafios, su nombre, el de Brea, quedará. Todo lo que se le opuso palidecerá...