[En homenaje a Ballard, muerto ayer, publico de nuevo una de mis primeras entradas, dedicada a Fiebre de guerra (Berenice, 2008) y, a continuación, un texto más extenso (dedicado a su tetralogía final) que publiqué en un dossier de la revista Quimera coordinado por Javier Fernández en homenaje a Ballard. Esperaba este momento para escribir un artículo centrado en su última novela, Bienvenidos a Metro-Centre (Minotauro, 2008). Ha llegado, por desgracia, así que en unas semanas lo publicaré. Entre tanto, ofrezco como epílogo un avance de esa crítica al final del segundo artículo. En la foto que elijo como ilustración están Borges y Ballard, dos de mis escritores más queridos del siglo veinte. Estoy seguro de que su conversación, interminable, versaba sobre el infinito, que ambos tienen ya la ventaja de conocer.]
"Sostuve el brazo de Catherine alrededor de mi cintura mientras íbamos de un lado a otro entre los autos arruinados, apretándole los dedos contra los músculos de la pared de mi estómago. Supe entonces que yo ya estaba preparando los materiales de mi propia muerte automovilística".
(Crash)
"Después de Borges, pero en un registro distinto, Crash es la primera gran novela del universo de la simulación".
(Jean Baudrillard)
APROXIMACIÓN I
MITOS DEL PRESENTE
Comenzaré con una paradoja apropiada al caso. James Graham Ballard, más conocido como Ballard a secas entre su creciente club de fans, está a punto de dejar de ser el mejor escritor británico vivo para convertirse en el gran escritor del siglo XXI. En su reciente “autobiografía” (Milagros de vida), traza un itinerario vital que va de la China colonial donde nació hasta el Shepperton londinense donde ya sabe que morirá pronto [como así ha sido]. Y es que poco después de publicarla anunció, sin patetismo alguno, que padecía un cáncer de próstata terminal. De ese modo, incorporaba el horizonte de la muerte personal a esas intersecciones deslumbrantes que constituyen desde siempre una de las categorías privilegiadas de toda su narrativa.
El mundo de Ballard es de una extraordinaria originalidad. Cualquier escritor recibe influencias de otros escritores. En el caso de Ballard uno tiene la sensación de que todas sus visiones, historias y situaciones son nuevas, inventadas para declinar una versión inédita de la realidad fundada en la ciencia y en la poesía. Que ese mundo de Ballard sea nuevo no deja de ser otra paradoja ya que lo que realmente fascina a Ballard es la entropía. Este concepto termodinámico es la base de la comprensión de la realidad para Ballard desde su infancia traumática, desde que se viera inmerso en la aventura de un mundo en turbulenta descomposición como el de su Shanghai natal.
Ballard es, en este sentido, el poeta contemporáneo de la entropía global, el cronista de la decadencia molecular, el forense desengañado del futuro tecnológico, pero también un ingenioso observador del presente en todas sus dimensiones, anomalías y perversiones. Si a los artistas pop y a los hiperrealistas les ha seducido siempre la fachada publicitaria de la realidad, el lado luminoso y artificial de las cosas, a Ballard, un híbrido de sensibilidad surrealista e inteligencia científica, lo que le atrae es ese momento en que la realidad revela su fatiga ontológica y comienza a mostrar las primeras grietas y fisuras microscópicas, en que el tiempo se enreda sobre sí mismo para volver al pasado o detenerse como un cristal en una forma muerta, en que el espacio parece dilatarse como si fuera virtual o blando, en que el reloj biológico se acelera o ralentiza para precipitar su destrucción.
Fiebre de guerra es, sin lugar a dudas, una de las mejores vías de acceso a toda su literatura. No sólo porque estos catorce relatos contienen todos sus motivos y estilos, sino además porque funcionan internamente como un auténtico catálogo de atrocidades colectivas ideadas por su autor como comentarios de actualidad: Beirut reconvertido en laboratorio de experimentación bélica en un contexto mundial pacificado (“Fiebre de guerra”); el presidente Ronald Reagan asumiendo, en plena decrepitud, un tercer mandato a petición popular (“La historia secreta de la tercera guerra mundial”); una isla caribeña transformada por los vertidos tóxicos, contrariando el credo ecologista, en un paraíso lujuriante y autodestructivo (“Cargamento de sueños”); las antiguas instalaciones de la NASA en cabo Cañaveral entregadas a experiencias obsesivas y absurdas por parte de los antiguos héroes de la aeronáutica y la astronáutica (“Memorias de la era espacial”); o una Europa metamorfoseada en “El parque temático más grande del mundo”, una sátira corrosiva del modo de vida europeo que prefigura su novelística última; etc.
No obstante, donde asoma el talento de Ballard para la innovación formal es en el tríptico de relatos compuesto por “Respuestas a un cuestionario”, una perturbadora burla de la lógica de la información aplicada al asesinato del “hijo de Dios”; “Notas hacia un colapso mental”, una historia conyugal patológica narrada como un criptograma fragmentario; y “El índice”, el de narrativa más radical: un extenso glosario es el único acceso a la enigmática historia de un personaje que se relacionó con las personalidades más relevantes del siglo pasado sin dejar de ser una perfecta impostura histórica.
No quiero terminar este recuento parcial sin mencionar dos relatos simétricos que utilizan el espacio como categoría paradójica. La fantasía doméstica de un hombre que toma la decisión de recluirse en su casa para transformarla en un lugar de experimentación fenomenológica (“El espacio enorme”); y una memorable fábula sobre el tamaño del universo, la inercia tecnológica y el descubrimiento del infinito (“Informe sobre una estación espacial no identificada”) que habría complacido, por su belleza filosófica y matemática, a Borges y a Einstein.
APROXIMACIÓN II
LA REVOLUCIÓN DE LA CLASE MEDIA
Apuntes para una definición de Ballard
como teórico social de la postmodernidad
Desde hace tres décadas por lo menos, James G. Ballard es el cronista patológico de los males de la sociedad de consumo y el estado del bienestar. Exactamente, desde La exhibición de atrocidades (1970) y Crash (1973), novelas deslumbrantes e innovadoras en las que exploraba hasta el límite, conforme al modelo daliniano de la “paranoia crítica”, las derivas y experimentos terminales de la vida contemporánea. Ballard se erige así en el más agudo analista narrativo del genuino malestar de la condición postmoderna: sus malsanos diagnósticos son los de un patólogo experimentado que hubiera padecido con antelación, como exigía Nietzsche al artista moderno, las mismas sicopatologías sintomáticas que tan obsesiva y compulsivamente describe y analiza.
En el último decenio, Ballard ha consumado su trayectoria ejemplar con la construcción de una inquietante saga novelesca consagrada a glosar las nuevas enfermedades del cuerpo y las fiebres del alma de las sociedades occidentales: Noches de cocaína (1996), una lectura veraniega obligatoria para todos aquellos que quieran saber qué virus comunitarios patógenos se alojan tras la banalidad balnearia y las relucientes fachadas de tantas urbanizaciones playeras de la Costa del Sol; Super-Cannes (2000), cuya trama especula sobre las pulsiones transgresoras que afectan a las selectas poblaciones de los modernos complejos urbanos artificiales, sofisticados parques tecnológicos y residenciales donde el factor humano se preserva mediante el recurso regresivo a una violencia y agresividad primigenias; y, finalmente, Milenio negro (2003), ambientada en el Londres de renovada arquitectura de este convulso principio de siglo, que acierta a despejar la incógnita política que muchos mandatarios mundiales, tan ebrios de poder como adormecidos en sus pedestres cálculos, son incapaces de imaginar como solución a la caótica ecuación coetánea: la amenaza más perturbadora para el orden dominante, contraviniendo la engañosa propaganda institucional, no proviene de los grupos extremistas de uno u otro signo, ni de los zarpazos atroces del fanatismo islámico, sino del desaliento y el tedio que aquejan ya al principal garante de ese mismo orden social establecido, la resistente clase media sobre la que carga todo su riguroso peso el sistema económico y político que depende de ella como un ávido parásito de su dócil portador.
Como en un sombrío tríptico de Francis Bacon, de una novela a otra Ballard sólo modifica el dato superfluo (el decorado, los nombres, las profesiones, la terapia, etc.) con objeto de radiografiar el monótono horror y también la pasión oculta de unas vidas aparentemente anodinas y uniformes en las que subyace un fondo orgiástico primordial que los mecanismos represivos habituales son incapaces de contener y las promesas publicitarias del sistema no hacen sino exacerbar con su incumplimiento sistemático.
Si un día los consumidores se cansaran de comprar y acaparar mercancías y bienes y se decidieran a tirarlo todo por la borda, sus vidas programadas y sobre todo los incontables objetos que las rellenan al vacío, se dedicaran a quemar coches y destruir casas y propiedades y poner bombas en museos, monumentos o aeropuertos, si esto pasara un día, de improviso, ¿qué dirían los sociólogos a sueldo del poder sobre esta radical insurgencia ciudadana? ¿Que es patológica? Y, sobre todo, ¿qué harían los gobiernos ante esta insubordinación tan delirante como gratuita de sus súbditos fiscales y electorales?
Esta es la premisa irónica y perturbadora de la que parte esta novela apocalíptica. Como sucede en sus precursoras, la cerrada trama de Milenio negro no agota la inquietud, la perplejidad o la turbación causadas por su arriesgado designio especulativo. Mediante la catártica sublevación terrorista de los contribuyentes, Ballard logra mostrar con lucidez clínica que el descontento creciente de la clase media es tan endémico al capitalismo como lo es la única clase social de la historia sobre la que descansa un sistema que no puede prescindir de sus servicios ni tampoco satisfacer sus demandas. Por una vez, la sociología paradójica del nuevo siglo es servida en absorbente formato narrativo. Lo que desconoce el lector implicado en la perversa revolución liderada por Ballard es cuánto tardará la realidad en darle la razón a la sinrazón de la novela.
Providence, marzo, 2007.
Post-Scriptum:
En su última novela (Kingdom Come (2006); traducida al español en 2008 como Bienvenidos a Metro-Centre), con la que en principio parecería clausurar este ciclo novelístico de “episodios transnacionales” de la vida contemporánea al acendrar sus premisas hasta extremos impensables, Ballard enuncia una terrible respuesta a la problemática situación, expuesta ya en las tres novelas anteriores, de disolución violenta del contrato social generada por la lógica del capitalismo tardío: “el consumo crea un apetito que solo puede ser satisfecho por el fascismo”.
Bienvenidos, pues, al Reino del capitalismo milenarista y el fascismo publicitario y mediático, la distopía suburbial del consumo proletario y la dislocación deseante, donde el liderazgo de un actor de segunda fila ejercido desde una televisión local y el fanatismo deportivo extremado hasta límites pararreligiosos provocan la violencia racista comunitaria como implosión destructiva de las víctimas del sistema contra otras víctimas del sistema (víctimas de segundo grado, si se quiere, o de nivel inferior, damnificados de escala ínfima, como el Homo Sacer de Agamben).
Sin embargo, la detersiva ironía de Ballard estriba una vez más en realizar un estudio tomográfico concienzudo del perverso proceso mediante el cual estas supuestas transgresiones terroristas del orden y la ley vigentes, por criminales, asociales o patológicas que puedan parecerle a un espectador ingenuo o desprevenido, no hacen sino reforzar, como exceso o absceso obsceno, el funcionamiento convencional del sistema y sus múltiples ramificaciones. Business as usual, sería el eslogan incontestable de estas falsamente radicales contestaciones y protestas, algaradas y razzias racistas…
En esta tetralogía novelesca finalmente completada con éxito, Ballard practica con agudeza un nuevo género de discurso social contestatario, la profecía del presente catastrófico, o la visión del presente como futuro desastroso actualizable a perpetuidad como un espectáculo de masas en un canal de pago televisivo, mostrando sin concesiones culturales las tendencias más radicales y excéntricas larvadas en la normalidad circundante, y que solo una insólita conjunción de factores podría hacer detonar, o no, sin que nada cambie por otra parte. La capacidad de absorción del sistema es casi total, o totalitaria. Que nadie exija a Ballard, por tanto, la propuesta de cualquier solución, aunque sea una solución de continuidad, la apuesta por alguna alternativa, o lo que la banalidad progresiva actual denominaría un atisbo de esperanza dentro o fuera del sistema…
Steven Shaviro ha calificado a Ballard con acierto de teórico social que expresa sus ideas visionarias a través de ficciones de género. ¿De qué otro modo hacerlo, en un contexto donde la sociología practicante es uno de los instrumentos más productivos al servicio del sistema, sin caer otra vez en las redes institucionales del mismo poder que se pretende desafiar en vano? Las ambigüedades y complejidad de los dispositivos de la ficción permiten a Ballard la máxima libertad de pensamiento al tiempo que le garantizan una total impunidad.
Que el dominio de lo simbólico se haya convertido en el último reducto de resistencia al statu quo es algo que podría interpretarse como un aspecto desolador del presente cultural, o, en todo caso, invitaría a sospechar del alcance y los postulados de los así llamados productos de la cultura, ya afecten a las frecuencias del alto o el bajo consumo, y a empezar a tomar en serio los diagnósticos más críticos sobre su esencial gratuidad e irrelevancia. Pero ésa es otra historia.
Una historia, por cierto, que Ballard no acabará nunca de contarnos…